Habían planeado estar fuera la mayor parte de la mañana. Annie les había preparado un pequeño picnic y la idea consistía en llegar al parque Griffith, comer y volver a la mansión. Sara estaba muy contenta. Se sentía libre.

Pero entonces, algo pasó. Damián cayó del caballo y se dio un buen golpe al caer al suelo. Preocupada, desmontó a toda prisa y corrió hacia él.

– ¡Damián! OH, Dios mío…

Damián se incorporó y se sentó en el suelo.

– Damián…

– Estoy bien, estoy bien -dijo entre risas-. Ha sido culpa mía. Todavía no estoy acostumbrado a montar en estas circunstancias.

– ¿Estás seguro de que te encuentras bien?

– Segurísimo.

Ella le tendió una mano para ayudarlo a levantarse, pero los acontecimientos se sucedieron de una forma bien distinta. Y antes de que se pudiera dar cuenta de lo que estaba pasando, Damián la besó.

El efecto fue eléctrico e inmediato. Sara se apretó contra él y lo besó, a su vez, apasionadamente. Respondió a sus caricias sin duda alguna, aceptando su lengua y sus labios, dejando que sus manos la exploraran y arqueándose contra su cuerpo. Podía sentir la dura anatomía de Damián contra toda su piel, y la sensación era sencillamente mágica.

Pero a pesar de lo mucho que deseaba dejarse llevar, se apartó.

– Cualquiera diría que has planeado todo esto.

– OH, no, no he planeado nada -murmuró él de forma seductora-. Me he limitado a dejarme llevar por mi instinto.

– ¿Y no te ha advertido nadie que la naturaleza puede ser muy cruel? -se burló.

– Me arriesgaré.

Damián se inclinó sobre ella y la besó de nuevo, suavemente.

– Damián, no podernos hacer esto. Estás comprometido.

– Sólo formalmente.

– Es lo mismo.

– Olvídate de eso, por favor.

– No puedo.

– ¿Ni siquiera por una vez?

– No.

Damián dudó y se quedó pensativo.

– Está bien. ¿Qué te parece si jugamos a que yo no soy un príncipe ni tú mi terapeuta? Ya lo tengo… Yo podría ser un vaquero, Sam. Y tú, te llamarás Margarita.

– ¿Margarita?

– Claro, llevo días diciéndote que hueles a margaritas -respondió con una sonrisa.

Sara estaba tan hechizada con él que se sentía como si estuviera a punto de derretirse.

– ¿Y en qué consiste mi papel?

– Veamos… Digamos que tu padre posee un rancho donde yo trabajo. Un día, sales al campo a montar y te encuentras conmigo.

Ella rió.

– Soy una buena chica. Si me encontrara con un hombre en mitad del campo, probablemente volvería corriendo a mi casa.

Damián la abrazó.

– No, no lo harás porque estás secretamente enamorada del vaquero aunque tu padre se opone.

– Ah, comprendo… Y por eso, tenemos que vernos a escondidas…

– Ya lo has entendido.

– Muy bien, vaquero, juguemos entonces. Pero en primer lugar, vuelve a montar a caballo. Aún nos queda un buen trecho por delante.

– Está bien, pero ve tú delante, abriendo el camino.

Sara rió.

– ¿De qué te ríes ahora?

– De nada. Todo esto me parece muy divertido y no dejo de pensar en el nombre que me has puesto. Margarita…

– Yo, en cambio, no dejo de pensar en besarte otra vez.

– Damián…

– Ahora no me llamo Damián, sino Sam. Y los dos somos libres, así que puedes besarme todo lo que quieras.

Sara no pudo resistirse a la tentación y lo besó. Necesitaba volver a sentir el especiado sabor de su boca.

Al cabo de un rato, retomaron el camino. Y a cierta distancia encontraron un lugar perfecto para comer, en una colina con vistas al parque, rodeada de robles. Extendieron una manta en el suelo, se sentaron y se dispusieron a disfrutar del día y de la conversación.

Damián le recitó poemas de Shakespeare, Keats y Coleridge. Al parecer, era un saco de sorpresas.

– No sabía que fueras tan bueno recitando…

– Una de las cosas buenas de ser de la realeza es que recibes una educación muy clásica.

– Cuéntame algo sobre tu padre -dijo ella, mientras se tumbaba en la hierba.

– Qué puedo decir… Que era rey. Un rey alto y atractivo. Y algunos piensan que también fue un héroe.

– Pero tú no…

– ¿Cuándo he dicho eso?

– No hace falta que lo digas. Lo llevas escrito en la cara.

Él se encogió de hombros.

– Tendré que ser más cuidadoso con mis expresiones faciales.

– ¿Y qué me dices de tu madre? El rostro de Damián se suavizó.

– Ah, ella era un ángel, un refugio, toda belleza y calidez. Aún puedo recordar el sonido de su risa. Era una mujer encantadora. Todo el mundo lo dice.

– ¿Era feliz con tu padre?

– Bueno… estaba enamorada de él.

Sara no quiso preguntar al respecto. Resultaba evidente que a Damián no le apetecía sacar el tema.

– ¿Es verdad que la madre de Sheridan era hermana de tu madre?

– Sí, eran hermanas gemelas.

– Gemelas. Qué interesante. Supongo que eso te fue de gran ayuda cuando te marchaste a vivir con ellos.

– ¿Porqué lo dices?

– Porque siendo gemelas, se parecerían mucho.

– No, en absoluto. Mi madre era maravillosa, y de la madre de Sheridan no se puede decir lo mismo -le explicó-. De hecho, mi primo solía bromear diciendo que las habían cambiado al nacer, que él tendría que haber sido el príncipe y haberse quedado con mi madre.

– Entonces, la madre de Sheridan…

– Eh, basta ya. Se supone que estábamos jugando a ser vaqueros en una pradera…

Ella sonrió.

– ¿Ah, sí? ¿Y qué vamos a hacer ahora? Damián la atrajo hacia sí.

– Me alegra que lo preguntes.

Sara se volvió hacia él, esperando el beso que por supuesto llegó un segundo más tarde.

Se fundieron el uno contra el otro, acariciándose sin cuidado. Y cuando Damián le desabrochó el sostén, ella no se lo impidió. Deseaba que tocara sus senos desnudos.

– Ahora ya tenemos todo lo que podríamos desear -dijo Damián -. Estamos solos, en un lugar íntimo…

Las palabras del príncipe la devolvieron a la realidad.

– No, Damián, no podemos hacer esto – dijo, mientras se apartaba de él.

– ¿Por qué? Nada es imposible para nosotros.

– Te equivocas. Además, en la época de los vaqueros, Margarita se habría resistido. Te recuerdo que las mujeres eran mucho más conservadoras por aquel entonces.

– OH, vamos, no es justo…

Sara rió.

– Está bien -continuó él -. Si quieres hacerlo más divertido, podríamos cambiar totalmente la situación. En lugar de ser yo quien se empeñe en acostarse contigo, podrías ser tú. Y yo me resistiría diciendo que no puedo, que no debo mancillar el honor de mi amada.

– ¿Ah, sí?

Sara le hizo cosquillas y el príncipe rió. Ella habría dado cualquier cosa por poder aceptar el último juego que le había propuesto. Sabía que no se le habría resistido ni dos minutos.

Capítulo Once

Sara suponía que la armonía que les había dejado el paseo se rompería en cuanto regresaran a la casa de Beverly Hills, aunque jamás habría imaginado que estallaría de un modo tan salvaje. En cuanto atravesaron el portal, ambos supieron que algo andaba mal.

El guardia de seguridad corrió a su encuentro y, casi sin aliento, les informó:

– La princesa Karina ha sido secuestrada. Están todos enloquecidos.

A Damián se le transformó el rostro al oír la noticia.

– Dime qué ha pasado -ordenó.

Acto seguido, se bajó del coche y comenzó a caminar hacia la casa. Sara corrió para tomarlo del brazo y guiarlo pero él avanzaba decidido, como si pudiera ver.

– Todo empezó esta mañana -dijo el guardia, mientras trataba de seguirle el paso-. La princesa fue a dar una charla a la biblioteca de Pasadena y Greg la acompañó como guardaespaldas.

– ¿Barbera conducía? -preguntó Damián.

El príncipe trataba de descartar sospechosos, por eso había querido confirmar que Karina hubiera salido con su chofer de confianza.

– Sí. Aún estaban en Beverly Hills -explicó el guardia-, y cuando iban a doblar en el bulevar de Santa Mónica, un grupo de hombres los interceptó y asaltó el auto. A Greg le dispararon y creo que también hirieron a Barbera.

– ¿Quiénes fueron?

– Dicen que seguramente han sido los Radicales de Diciembre…

– Demonios -maldijo Damián.

Sara recordó que había oído que ese grupo estaba considerado uno de los más feroces opositores al regreso de los Roseanova y que, en los últimos meses, habían organizado varios atentados terroristas en Nabotavia.

– Son los peores -comentó Damián -. ¿Quién se está ocupando de esto?

– El príncipe Marco y el príncipe Garth están en camino y alguien ha llamado a la policía.

Estaban a punto de llegar a la casa cuando la duquesa salió a recibirlos.

– ¡Damián! Menos mal que estás aquí. Le pediré a Tom que traiga el coche hasta aquí. Llevo tantas horas esperando aquí que me estaba volviendo loca. El FBI está investigando y quiero ir a sus oficinas para ver si puedo serles de alguna ayuda.

– Iré contigo, tía. Sara, quédate aquí y encárgate de los teléfonos para que podamos llamar en caso de que haya alguna novedad.

– No hay problema -afirmó, de inmediato. Después, Damián y la duquesa se subieron al auto de Tom y se alejaron a toda marcha. La terapeuta sintió un enorme nudo en el estómago. No soportaba la idea de que la princesa Karina estuviera en peligro.

Entró en la casa y fue directo a la cocina para buscar a Annie. La encontró trabajando con los menús para la cena. Había algo extrañamente tranquilizador en ver a la eficiente ama de llaves volviendo a sus tareas cotidianas.

– Annie, los demás se han ido a la ciudad. ¿Dónde está el conde Boris?

– Se marchó temprano a Santa Bárbara para pasar el día con unos amigos.

La mujer parecía un poco desconcertada, algo muy inusual en ella. Vaciló unos instantes y luego agregó:

– He estado tratando de comunicarme con él, pero según parece, tiene el móvil apagado.

Sara se quedó pensando. – ¿No hay nadie de la familia en la casa? -preguntó.

– Sólo el duque. OH, no… me pregunto si alguien le habrá contado lo que sucede.

Por fin había algo que Sara podía hacer para ayudar.

– Iré a averiguarlo.

Acto seguido, bajó corriendo las escaleras, cruzó el pasillo oscuro y llamó a la puerta de la habitación del duque. No obtuvo respuesta pero como la puerta estaba abierta entró y echó un vistazo a todos los rincones buscando alguna señal del anciano.

– Hola, ¿hay alguien? -dijo, mientras entraba en el despacho.

El ordenador estaba encendido y había una página web abierta en la pantalla. Todo indicaba que el duque había estado allí recientemente. Sara se volvió para buscar alguna otra pista que le indicara qué podía estar haciendo o adonde había podido ir. Entonces, descubrió aquel enorme libro forrado en cuero qué él parecía cuidar tan celosamente. Se inclinó sobre él para apreciar una vez más las preciosas letras doradas. El libro parecía que estaba abierto en el árbol de la familia Roseanova actual y Sara se acercó a mirarlo con atención.

El duque entró de pronto y cerró el libro bruscamente. Lo hizo tan rápido que estuvo a punto de pillarle la nariz a la terapeuta. Después, trabó el candado y se colgó la llave en el cuello.

– No vuelvas a hacerlo -dijo el anciano, con firmeza-. Son secretos de familia, querida. No pueden ser expuestos a cualquiera.

– No quiero ni pensar en los secretos que podrías ocultar en ese libro -preguntó Sara, en tono de broma.

– Juro que te sorprenderían. Todas las familias tienen sus secretos. Especialmente, las familias reales -afirmó, con picardía-. La realeza del mundo occidental es una especie de pequeño pueblo extendido en el tiempo y el espacio. En todas las casas reales hay santos, pecadores y chismosos. A veces, ciertos secretos pueden destronar a un rey, y en otras, cambiar el rumbo de la historia.

Sara se dio cuenta de que el duque parecía estar agobiado por las preocupaciones.

– Interesante -comentó ella -, pero no he venido aquí para espiar tus secretos. De hecho, sólo quería asegurarme de que supieras lo que había pasado con Karina.

Él asintió.

– Lo sé y ruego que regrese sana y salva. Si fuera más joven, estaría moviendo cielo y tierra hasta encontrarla.

Sara miró al anciano con respeto. Había vivido mucho y sabía demasiado.

– ¿Por qué esa gente le haría algo así a Karina?

Él suspiró y su expresión se volvió aún más sombría.

– El viejo régimen aún tiene sus adeptos y muchos de ellos forman parte de estos grupos. Son nabotavianos, eso es todo.

Ella sonrió.

– Pero tú también eres de Nabotavia.

– Claro que sí. Como muchos inmigrantes, los Roseanova vivimos una vida bastante esquizofrénica, con un pie en el viejo mundo y otro en el nuevo. Afortunadamente, solemos tomar lo mejor de ambos mundos.