Sara lo contempló detenidamente, con el aliento entrecortado y segura de que le estaba tomando el pelo. Los motivos que lo habían llevado a romper con Joannie podían ser infinitos aunque, para Sara, era impensable que la relación entre ella y el príncipe pudiera ser uno de ellos.

– OH, Damián, no…

– Demasiado tarde -murmuró él -. Ya es demasiado tarde para evitarlo.

Él estaba actuando como si en verdad pensara lo que acababa de decir. La mujer se estremeció, se sentía atrapada entre la culpa y la cobardía. No sabía qué decir ni qué hacer. Toda la situación le parecía imposible. Deseaba a Damián desesperadamente pero sabía que no podía tenerlo. Por mucho que pretendieran ignorarlo, lo cierto era que pertenecían a mundos diferentes. Y Sara estaba convencida de que Damián también sabía que eso no cambiaría jamás.

Antes de que ella pudiera decir nada, una muchedumbre empujó al príncipe y lo alejó de su lado. Acababan de servir la comida de medianoche y la gente se arremolinaba para conseguir un plato. Sara corrió hacia la cabina de vigilancia y se encontró con Annie. Volvió a colocarse los auriculares y comenzó a guiar a Damián, aunque sin poder quitarse la conversación anterior de la cabeza. Comprendió que no podía quedarse allí. En su interior, ansiaba rendirse a sus sentimientos y escapar con él a un sitio en el que el sentido común no existiera y ella pudiera dejarse tentar por el fruto prohibido. En aquel momento, tuvo la certeza de que la mejor forma de proteger a Damián, y a ella misma, era marchándose lo antes posible.

Al día siguiente, el entusiasmo del baile todavía perduraba en el aire de la finca de los Roseanova. Todos sentían que las cosas habían resultado maravillosamente bien y nadie podía dejar de mencionarlo. Una parte importante de los elogios, estaba destinada a Sara.

– No podríamos haberlo hecho sin ti, querida -le dijo la duquesa-. El truco del auricular fue esencial para todo lo demás.

Los demás coincidieron con la duquesa y Sara se sintió mucho más cerca de la familia. Irónicamente, aquello ocurría el mismo día en el que había decidido que tenía que marcharse.

Mientras Damián no dejaba de atender llamadas de personas que querían financiar al nuevo régimen de Nabotavia, Sara preparaba las cosas para su partida. Incluso, se había ocupado de que uno de los mejores terapeutas ocupacionales con los que ella había trabajado llegara al día siguiente para que la reemplazara en su cargo. También había hecho las maletas y limpiado la habitación. Sólo le quedaban unas pocas cosas por hacer antes de irse.

Primero, mantuvo una larga charla con Jack Santini, futuro jefe de seguridad de la casa Nabotavia. Sara quería cerciorase de que alguien se ocupase de mantener a Damián sano y salvo.

Sabía que podía sonar arrogante de su parte el creer que su partida pudiera ponerlo en riesgo, pero aun así, sentía que tenía la responsabilidad de ocuparse de que todo estuviera bien. Jack le garantizó que el accidente estaba siendo investigado por la mejor gente, y que toda la familia, incluido Damián, estaba bajo vigilancia permanente por parte de los guardias de seguridad de palacio debido a las amenazas de varios grupos de exiliados, entre ellos los llamados Radicales de diciembre. Además, Santini le dijo que Tom era un excelente guardaespaldas, entrenado en métodos de protección y contratado especialmente para Damián por la vulnerabilidad a la que lo exponía su ceguera. Eso la tranquilizó bastante, aunque había algo que la seguía preocupando.

Sara vaciló antes de hablar sobre Sheridan. Después de todo, en muchos sentidos no era asunto suyo y todos los temores que había tenido al respecto habían resultado probadamente falsos. Además, el hombre estaba en Europa. Sin embargo, ella sabía que Damián había tenido algunas sospechas y quería asegurarse de que alguien estuviera atento al caso. Por tanto, decidió que lo mejor era decírselo a Jack.

Quizá porque era alguien tan nuevo para la familia como ella, el hombre consideró las tribulaciones de Sara con seriedad. No se rió, ni se burló, ni dijo que era algo ridículo. Bien al contrario, se comprometió a tener el tema en mente. Y, por mucho que lo angustiase, Sara sabía que no podía pedirle que hiciera nada más.

Por último, tendría que afrontar la dura tarea de decirle a Damián que se marchaba. Contrariamente a lo que ella suponía, él pareció tomarlo con suma calma.

– Es hora de que me vaya -le dijo.

La mujer trató de ocultar lo nerviosa que estaba. Le tenía pánico a ese momento porque estaba segura de que él intentaría convencerla de lo contrario.

– Sólo quería despedirme -agregó.

Damián permaneció sentado por un momento y luego se limitó a asentir sin modificar el gesto. A Sara le resultó imposible leer las emociones en su rostro.

– ¿Volverás a tu piso? -preguntó el príncipe.

– Sí

Él volvió a asentir.

– Tengo tu número de teléfono, ¿verdad?

Ella vaciló antes de contestar.

– Damián, creo que sería mejor que no volvamos a vernos -se apuró a decir-. Ha sido emocionante y nos hemos divertido mucho, pero ambos sabemos que nuestras posiciones sociales no admiten nada más. Puedes creer que me quieres cerca de ti, e incluso puedes pensar en mí en términos románticos, pero me temo que es algo bastante común en situaciones como esta. Se llama transferencia y ocurre con frecuencia cuando dos personas trabajan tan cerca como lo hemos hecho. Sin embargo, no significa nada y lo mejor es cortar por lo sano, antes de que se convierta en algo enfermizo.

Él asintió, una vez más. Tenía una expresión seria y pensativa.

– Comprendo. Dices que no significa nada pero haría falta un cuchillo para arrancarte de mi corazón. De acuerdo, si crees que es mejor así…

Ella lo miró detenidamente. Por su gesto, Damián no parecía estar molesto, ni rabioso. De hecho, seguía con la misma mueca adusta del comienzo.

– Sí, creo que es lo mejor -afirmó Sara-. Bien, me voy…

Nuevamente, él movió la cabeza en sentido positivo.

– Conduce con cuidado. Y gracias por todo.

Ella se detuvo en la puerta y miró hacia atrás. No podía creer que allí se terminara todo, sin siquiera un beso de despedida. No sabía si estaba furiosa o absolutamente desconcertada, pero sí que se sentía desolada y sola.

– Adiós -dijo Sara.

Acto seguido, cruzó la puerta y se marchó.

Capítulo trece

Sara pensó que todo iba a estar bien. Se sentía calmada y decidida. Desde su partida de la mansión de Beverly Hills, habían pasado casi cuarenta horas y ya estaba instalada en su piso de Westwood. Se estaba organizando maravillosamente.

Le encantaba el lugar en que vivía. Era un viejo barrio de la ciudad en el que se entremezclaban pequeñas tiendas con zonas residenciales, de modo que podía salir a caminar y toparse con una pequeña tienda de comestibles, una carnicería o con un buen restaurante. Conocía las calles, las caras y los nombres de casi todos los habitantes de la zona. Sentía que aquel lugar era su hogar y que ella era parte de la comunidad.

Supuso que ahora que había vuelto a casa, dejaría de soñar con castillos y reyes.

No dejaba de sentirse desolada, pero se había convencido de que era mejor así. Se dijo que su decisión había sido la más sensata y profesional que podría haber tomado. De haberse quedado, tal vez Damián y ella se habrían convertido en amantes y sabía que Annie tenía razón en lo descabellado de esa idea. Sólo una tonta se haría amante de un miembro de la realeza con la esperanza de que la relación se transformara en algo serio. Y Sara era demasiado inteligente como para permitirse caer en esa trampa.

Sin embargo, extrañaba a Damián desesperadamente. En su interior, estaba destrozada. Había vuelto a sus tareas cotidianas, pero tenía el corazón partido y se sentía sin fuerzas para nada. Quería meterse en la cama, ocultarse bajo las mantas y llorar durante horas. Sabía que si bajaba la guardia, aunque sólo fuera por un rato, las cosas terminarían mal, así que se puso de pie y comenzó a limpiar el piso, acomodar las cosas y airear las habitaciones. Entre tanto, decidió que iría a Pasadena y se quedaría en casa de Mandy y Jim para ayudarlos con los preparativos para la llegada del bebé.

En parte, Sara se sentía decepcionada. Había pensado que Damián llamaría e intentaría discutir con ella su decisión. Tenía varios argumentos preparados para convencerlo de que no cambiaría de opinión. Pero habían pasado casi dos días desde su partida y Sara no había tenido noticias de él.

En ese momento, se dijo que probablemente el príncipe lo había pensado mejor y había llegado a la misma conclusión que ella y que su propia desilusión era algo infantil. No obstante, no conseguía quitársela del cuerpo. Le costaba creer que la declaración de amor de Damián pudiera ser tan superficial.

De inmediato, Sara comprendió que aquello no tenía sentido. Era lógico que él actuase de un modo banal, a fin de cuentas era un príncipe y estaba acostumbrado a vivir el presente, sin pensar en las consecuencias futuras. Se dijo que ella no quería a un hombre así en su vida y que sería una locura enamorarse de un miembro de la realeza. De hecho, más que una locura, le parecía un suicidio.

Por muy seductor que pudieran parecer el romance y los sueños junto a Damián, sabía que era una ilusión que no podía permitirse si no quería salir lastimada.

A pesar de la soledad que la rodeaba en su piso de Westwood, estaba orgullosa de la decisión que había tomado. Un viejo poema que hablaba del orgullo como un frío compañero de cama se le vino a la mente, y la mujer movió la cabeza como si intentase librarse de esas ideas. Estaba segura de haber hecho lo correcto y sabía que no debía echarse atrás.

Cuando sonó el timbre de la puerta, Sara se sobresaltó. Después se tranquilizó pensando que quizá se trataba de algún vecino que, al enterarse de su vuelta a casa, quería darle la bienvenida. Fue hasta la puerta y, al abrirla, se encontró cara a cara con el hombre que no conseguía quitar de su pensamiento.

– ¡Damián!

– Hola, Sara. ¿Puedo pasar?

– Es que…

Sin esperar que le diera permiso, el príncipe entró al piso, cerró la puerta, tanteó el lugar con su bastón blanco y se volvió hacia la mujer con una amplia sonrisa en la cara.

Al verlo, Sara se estremeció y tuvo la impresión de que la presencia de Damián llenaba toda la sala. Sus hombros parecían más anchos, y su cuerpo más alto y fornido que nunca.

– Sara Joplin, desde que te fuiste, no he dejado de extrañarte ni un minuto.

– OH…

Ella se esforzó por recordar las explicaciones que tenía planeadas pero, por alguna razón, se le habían borrado de la mente.

A continuación, él dio un paso adelante y la tomó por los hombros. Una vez más, la mujer se estremeció al sentir el contacto de las yemas de los dedos acariciándole la piel.

– Si tienes compañía, Sara, será mejor que le pidas que se marche -dijo Damián en voz baja.

– ¿Por qué? -preguntó ella con el aliento entrecortado-. ¿Qué pretendes?

Él se acercó todavía más.

– Pretendo pasarme horas haciendo el amor contigo, Sara -respondió, con la voz cargada de deseo.

– ¿Qué? -exclamó ella-. ¿Ahora?

– Ahora mismo -dijo y la besó en los labios -.Y a menos que me lleves a tu dormitorio, lo haremos aquí mismo… en el suelo.

– OH, Damián…

Él interrumpió las palabras de protesta con un beso y Sara no opuso ninguna resistencia. Era como si todo su cuerpo se rebelara ante el beso. Suspiró, se recostó en los brazos del príncipe y comenzó a disfrutar del placer del contacto de los labios y el roce con la cálida lengua de Damián. El olor, el sabor y el contacto entre los cuerpos le arrebataban el deseo contenido.

– ¿Dónde está el dormitorio? -murmuró él.

– Por… por aquí -tartamudeó.

Sara se sentía abandonada a la potente seducción de Damián. Su idea de resistirse se había esfumado y, en ese momento, no se lamentaba de que así fuera.

El príncipe comenzó a quitarse la ropa por el camino. Primero la camisa, luego el cinturón y por último los zapatos y los calcetines. Ella se sentó en la cama y se entretuvo mirando el pecho musculoso de su amante mientras él se desabrochaba los pantalones y los dejaba caer al suelo. Damián tenía el cuerpo más hermoso que Sara había visto en su vida. Al mirarlo, sintió que se le llenaban los ojos de lágrimas.

– Nadie podría resistirse a tanta belleza – dijo, por lo bajo.

– ¿Qué?

El príncipe se volvió hacia ella. El sol del atardecer que se filtraba por la ventana le iluminaba el cuerpo desnudo.

Sara se quedó en silencio. No sólo había olvidado lo que quería decir, sino que se sentía incapaz de articular palabra. No pensaba en nada, se limitaba a sentir. Y las emociones que la atravesaban eran tan fuertes y profundas que casi le dolían.