– Y entonces -continuó el príncipe-, cuando me quedé ciego creí que mis posibilidades de hacer algo grande eran nulas. Pero todavía no había hecho mi parte y necesitaba hacer algo que sirviera a mi familia y a mi país. Así que cuando ellos comenzaron a insinuar que realmente necesitábamos el dinero de Waingarten y que yo podía garantizarlo con una boda, creí que sería lo mejor para todos y acepté el compromiso. Me parecía una tontería en comparación con lo mucho que habían hecho los demás. Además, sentía que mi vida ya no valía la pena y por tanto no tenía nada que perder.

Acto seguido, se acomodó en la cama, pasó un brazo por debajo de Sara y se apretó contra

– Pero todo cambió cuando tú apareciste en mi vida -concluyó.

Después, el hombre se inclinó hacia adelante para besarla en la boca y, sin quererlo, la besó en la oreja. Ella rió y giró la cara para acercarle los labios.

– Es agradable saber que tengo poderes para cambiar la vida de alguien -dijo Sara con dulzura-. Y eso que sólo me he limitado a hacer mi trabajo.

– Has hecho tu trabajo y mucho más -aseguró Damián-. Sara, tu me has mostrado que estar ciego no era la muerte. En muchos aspectos, ha sido un nuevo y mejor comienzo para mí. Has ampliado tanto mi mundo que soy incapaz de concebir que no estés en él.

Entonces, ella le tomó la cara y le acarició las mejillas. Entre tanto, se le caían las lágrimas por la emoción.

– Damián, me alegra tanto que hayas comprendido que hay un potencial infinito en tu interior. Sabes que todavía estás a tiempo de hacer cumplir tus sueños de grandeza.

– Lo sé -dijo él, con confianza-. He descubierto que tengo recursos que jamás había imaginado. Aquí mismo.

A continuación, tomó una mano de Sara, se la llevó al pecho y repitió:

– Aquí mismo, en mi corazón.

Ella lo amaba, amaba estar en sus brazos y en su pensamiento, y amaba que él creyera que la amaba. Pero sabía que no duraría mucho, que era una relación imposible. Y, por mucho que intentase convencerse de que lo mejor era dejar que todo siguiera su curso, tratando de disfrutarlo mientras durase, su naturaleza práctica le impedía quedarse callada.

– Damián… como ya te he comentado, la gente suele confundir la empatia con su terapeuta y creer que…

Él la interrumpió con un gruñido.

– No, por favor, no vuelvas con eso. He pensado acerca de lo que dijiste antes de partir. Me he tomado dos días para pensarlo seriamente. ¿Y sabes a qué conclusión he llegado? – se detuvo por un momento y la besó intensamente-. Sara, te amo. Quiero estar contigo. Quiero hacer el amor contigo. No con mi terapeuta, contigo. Y dado que tú quieres lo mismo, ¿por qué diablos deberíamos negarnos esa posibilidad?

Sara no sabía qué responder. Todo lo que se le ocurría era que no debían estar juntos porque no sería correcto y, además, porque sabía que él le rompería el corazón aunque en aquel momento se creyera incapaz de hacerlo. Si seguían juntos, si se permitían esa posibilidad, tendrían que convivir con ese sino y, cuando quisieran evitarse el dolor, sería demasiado tarde.

Le temblaban las manos. Le habría encantado rendirse a la admiración que él decía profesarle, pero seguía sin poder creer que fuera cierta. Al menos, no totalmente.

– Damián, no lo entiendes -dijo, apenada-. No soy la persona indicada para ti. No es sólo porque no pertenezca a la nobleza… Es que no soy el tipo de mujer al que estás acostumbrado

– Menos mal -exclamó-. Porque no me gustan esas mujeres, me gustas tú.

– Lo que intento decir es…

A Sara se le quebró la voz en un sollozo. Cerró los ojos y se armó de fuerzas para seguir.

– Damián, no soy una mujer bonita. Soy alguien demasiado común para ti.

Él se recostó sobre ella y sonrió de oreja a oreja.

– Eres la mujer más bella que he conocido en toda mi vida.

– No, me temo que no lo soy.

– Sí, lo eres -insistió él, acariciándole la cara-. Te conozco, Sara. Puedo sentir tu belleza. La conozco con mis manos. Pero más que eso, la conozco con mi corazón.

Después, le dio tres tiernos besos en la barbilla y agregó: – Será mejor que lo entiendas, porque te amo y no acepto discusiones al respecto.

Sara suspiró. Lo amaba profundamente. Sin embargo, no veía un futuro posible para ellos. De hecho, temía que su idea de un futuro común fuese diametralmente distinta a la de Damián. Aunque llevaba toda la tarde y parte de la noche dejando que las cosas fluyeran y permitiéndose disfrutar de la compañía de su amante, sentía que tenía que hacer o decir algo para marcar la diferencia de algún modo.

– Por ejemplo, nunca he cocinado para ti -dijo de repente.

Él frunció el ceño con desconcierto. – ¿Eso te parece importante?

– Por supuesto -afirmó y se sentó en la cama-. Tengo que cocinar para ti.

Por el tono de voz de Sara, Damián comprendió que para ella se trataba de algo realmente significativo. Pero le parecía un tanto extraño. Prefería hacer el amor otra vez antes que comer. Hasta que de pronto se dio cuenta de que para ella, cocinar para él era un regalo. Un regalo de amor. Trató de recordar si alguna vez alguien le había hecho un regalo semejante y si acaso en ese momento había comprendido lo que significaba. Al parecer, había necesitado quedarse ciego para ver cuánto no había mirado antes.

– Tenemos que comer. Piensa que tienes que recuperar energía -argumentó Sara mientras se levantaba de la cama-. Iré hasta la tienda de la esquina a comprar algunas cosas. No me demoraré mucho. Y luego, te prepararé la cena.

Damián se recostó sobre la cama, cerró los ojos y proyectó la imagen de Sara en su mente. Ella se estaba vistiendo y él podía ver lo que estaba haciendo por el sonido de los movimientos, el ritmo de la respiración y las leves inflexiones en la voz. En cierta medida, veía mucho más que antes. Las cosas a las que jamás había prestado atención, ahora se revelaban con una claridad indiscutible. Y a Damián le gustaba lo que veía.

– Ven -le ordenó Sara-. Levántate para que puesta enseñarte el piso, así sabes dónde estás cuando me haya ido.

Él se levantó de mala gana, pero ella lo tomó de la mano y lo fue llevando de una punta a la otra, le señaló algunos puntos de referencia y lo dejó reconocer el terreno. Entre tanto, Sara disfrutaba de verlo completamente desnudo y trataba de fijar la imagen en su memoria.

– Aquí está tu bastón blanco por si lo necesitas -dijo ella, mientras regresaban al dormitorio-. Tengo que acordarme de comprar algunas bombillas. La luz del pasillo está estropeada y no se ve nada.

– Algo que, por cierto, a mí me concierne especialmente -comentó él, con sequedad-. Pero compra una nueva bombilla, si es necesario. Ya sabes cómo le teme la gente a la oscuridad.

Sara se rió del comentario, apuntó lo que necesitaba comprar, besó a Damián y cerró la puerta. Él la escuchó salir y caminó hasta el baño. Había decidido que una ducha fría le sentaría bien. Abrió el grifo, entró con cuidado en la bañera y dejó que el agua fresca le masajeara la piel. Cinco minutos más tarde, cerró la ducha, tomó una toalla y comenzó a secarse. Tenía una sensación de paz interior tan profunda que se preguntó qué habría ocurrido con la rabia que solía invadirlo. Al menos de momento, parecía haber desaparecido. Ahora se daba cuenta de lo desgraciado que había sido hasta entonces por culpa de su rencor.

De repente, comprendió que la acumulación de culpas y resentimientos se había convertido en algo casi palpable. La inquina hacia su padre, sumada al dolor por la muerte de su madre, a sus sentimientos de rebeldía y a la impresión de estar solo en el mundo, habían actuado como un elemento de tortura permanente.

Se dijo que necesitaría tiempo para sanar esas heridas. Tiempo para olvidar y perdonar. Pero que, como fuera, no tenía que preocuparse. Sencillamente, no debía volver a caer en esa trampa amarga.

Acto seguido, se puso los vaqueros, se recostó en la cama y cerró los ojos. Se sentía feliz de estar allí, esperando a que Sara volviera para hacerlo más feliz aún. Estaba casi dormido cuando, de pronto, oyó un ruido extraño.

Abrió los ojos a su oscuridad permanente y contuvo la respiración. Alguien estaba entrando al piso y no era Sara.

En ese momento, Damián recordó todo lo que había pasado en el último tiempo. Su accidente; las sospechas que tenía al respecto; el informe oficial que confirmaba sus temores; y la certeza de que alguien había querido herirlo, o incluso matarlo. Había hecho lo imposible para no pensar en ello y, de pronto, un ruido lo devolvía a ese horror.

Sin pensar, metió la mano en la lámpara de la mesita de noche para asegurarse de que no estuviera encendida. Se tranquilizó al sentir que la bombilla estaba fría. Después, se movió despacio en la cama para alcanzar la perilla que estaba junto a la puerta. Por suerte, también estaba apagada. Pensó que entonces tendría alguna oportunidad de mantenerse a salvo.

En la oscuridad, estaba en igualdad de condiciones. Tratando de no hacer ruido, se paró detrás de la puerta y esperó a que el intruso fuera por él.

Siguió esperando inmóvil por un buen rato. La otra persona fue primero hacia la cocina y luego salió al balcón. Cada paso que daba era una señal, alta y clara, para los nuevos sentidos que Damián había desarrollado desde el accidente. El príncipe esperaba que el intruso se volviera y fuera a buscarlo, pero eso nunca sucedió. Confundido, frunció el ceño mientras trataba de descifrar la situación.

La respuesta lo golpeó como un rayo. Aquella persona no iba tras él. Probablemente, ni siquiera sabía que allí. Estaba buscando a Sara. A Damián se le hizo un nudo en el estómago. Se sentía un idiota por no haberlo pensado antes. Había pasado bastante tiempo y ella debía estar al volver. Tenía que encontrar el modo de advertirla lo antes posible. No podía arriesgarse a que le pasara algo.

Por un momento, el príncipe vaciló. Le preocupaba estar equivocado. Existía la posibilidad de que se tratase de alguien a quien Sara conocía y, sencillamente, la estuviera esperando. Tal vez, era una persona que acostumbraba visitarla con frecuencia.

Entrecerró los ojos y trató de concentrarse.

No tardó en comprender que, definitivamente, no se trataba de una visita amistosa. Estaba seguro de eso porque sentía el ambiente cargado de vibraciones de enfado y maldad. Era una situación peligrosa y Damián debía tomar medidas. Si el bastardo no había ido hasta allí por él, podría salir y hacer algo para evitar que cumpliera su cometido. Pero necesitaba un arma con la que defenderse.

Buscó en la mesita de noche y sólo encontró una lámpara de cerámica y un libro. Consideró que no serían de ayuda. La tapa de vidrio de la cómoda, tampoco serviría mucho. Con cuidado, fue hasta el baño y encontró algo sobre la encimera. Le pareció que se trataba de un cepillo con mango de metal. Era demasiado liviano, pero serviría. Internamente, maldijo el día en que los artefactos del hogar dejaron de ser de hierro.

Con el cepillo en una mano, Damián avanzó por el pasillo hacia la sala, pegado contra la pared. Después, golpeó deliberadamente una mesa para atraer al enemigo.

No se oía ningún sonido en la sala. El príncipe contuvo la respiración e intentó adivinar qué haría el intruso. Finalmente, oyó pasos acercándose a él y se puso tenso, con todos los sentidos alerta, tratando de establecer velocidades y distancias.

Damián supo exactamente cuándo el visitante atravesaba el pasillo y lo golpeó en el momento preciso. Al menos, eso parecía porque después de sentir que el cepillo chocaba con carne humana, oyó un grito y un segundo después sintió que un puño le rozaba la mandíbula. El hombre no acertó con el puñetazo, de modo que giró sobre sus pies e intentó escapar. Damián se abalanzó sobre él pero erró en los cálculos y se fue de bruces contra el piso. El intruso aprovechó la situación y corrió a la cocina. En ese momento, se abrió la puerta y Sara entró al piso.

– ¿Damián? Espero que te gusten las anchoas.

Él alcanzó a oír cómo el hombre huía hacia el balcón.

– ¡Sara! ¡Sal de aquí! ¡Rápido! -gritó.

El príncipe trataba de alejarla del peligro pero no se dio cuenta de que estaba gritándole a una pared.

– ¿Qué? ¿Qué es esto? ¿Qué pasa? -se alarmó Sara.

La mujer soltó las bolsas del mercado y corrió hacia el lugar en el que estaba Damián.

– ¿No lo has visto? En el balcón…

Acto seguido, ella fue hasta el balcón y hecho un vistazo a la calle. Estaban en un primer piso y bastaba un salto para alcanzar la calle.

– ¿Quién era? -preguntó Sara.

Al notar que él seguía sosteniendo el cepillo metálico como un garrote, intentó tranquilizarlo:

– Ya se ha marchado.

Damián no estaba seguro de si estaba alegre o apenado. El corazón le latía tan fuerte que temió que fuera a darle un infarto. Continuaba tan alterado que quería golpear al hombre una vez más, aunque más fuerte y certeramente.