– No tienes ningún novio que pueda entrar cuando no estás, ¿verdad? -preguntó, para no arriesgarse a meter la pata.

– No. Además, soy la única que tiene llave del piso.

El príncipe asintió con la cabeza. La respuesta de Sara no hacía más que confirmar sus sospechas. El sabía quién era el intruso y, también, que el peligro no había terminado. El hombre volvería y, la próxima vez, probablemente estaría más preparado.

– Tenemos que salir de aquí, Sara.

Seguidamente, Damián volvió a la habitación, buscó su ropa y comenzó a vestirse mientras le contaba los detalles de lo ocurrido.

– ¿Había entrado algún intruso antes? – preguntó él.

– Nunca jamás.

Damián asintió con la cabeza.

– Entonces me temo que ha estado aquí por mi culpa -reflexionó-. Es obvio que sabe que me lastimaría si te hiere. Por eso tenemos que irnos.

– ¿Irnos? ¿Adonde?

La pregunta de Sara lo hizo vacilar. Todos en la mansión de Beverly Hills se habían marchado hacia Arizona y Karina estaba con las prisas de la boda. No estarían a salvo en una casa vacía.

– Lo decidiremos en el coche -dijo Damián -, Lo mejor es que salgamos de aquí ahora mismo. Anda, Sara, prepara un bolso con algunas cosas para que podamos irnos.

Diez minutos después, estaban en la calle, corriendo hacia el sitio en que estaba aparcado el coche.

– ¿Qué te parece si vamos a casa de tu hermana? -sugirió él, hablándole al oído.

Ella asintió y consciente de que Damián trataba de evitar que alguien oyera cuáles eran sus planes, le respondió en voz baja.

– Buena idea. La llamaré desde mi teléfono móvil para advertirle de nuestra llegada. Aquí está el coche. Deja que te abra la puerta.

El príncipe levantó una mano y la detuvo.

– Espera… -dijo, con gesto preocupado-. Esto no me gusta.

– ¿Qué cosa? ¿Mi coche? Es viejo pero está bien. Al menos, funciona y…

– ¡No te muevas!

Acto seguido, Damián apoyó las manos, despacio y con cuidado, sobre la capota del automóvil. Unos segundos más tarde, las levantó espantado.

– Hay una bomba en el coche -afirmó. Sara frunció el ceño y preguntó: – ¿Cómo lo sabes?

– Simplemente, lo sé.

Damián movía la cabeza con desconcierto. No podía explicar por qué, pero estaba seguro de que en el coche había una bomba Se trataba de una de esas ocasiones en las que sentía que la ceguera le permitía percibir las cosas de un modo inexplicable.

– Puedo sentir que está ahí -explicó-. La huelo, la escucho.

El príncipe estaba convencido de que, si pudiera ver, habría encontrado el modo de desactivarla. Sin embargo, dadas las condiciones, lo mejor era no arriesgarse.

– Vamos. No nos podemos subir a este coche.

– ¿Cómo has llegado hasta aquí? -preguntó Sara, mirando a su alrededor para ver si reconocía algún auto.

– Tuve que pedirle a Tom que me trajera, pero se marchó en cuanto vio que entraba a tu piso. Tendremos que caminar hasta que consigamos un taxi. ¿Se te ocurre dónde podríamos encontrar uno?

Sara creyó que lo mejor sería ir hasta la tienda de la esquina; conocía al dueño y sabía que desde allí podrían pedir un taxi y esperarlo fuera de la vista de todos. Mientras caminaban a toda prisa, no podía dejar de pensar en el peligro que los acechaba y en la facilidad con la que Damián había descubierto la bomba. Lo miró con ternura y le tomó la mano. Sentía que podía confiar en él más que en ninguna otra persona en el mundo.

– Eres mi héroe -le susurró al oído. Él le apretó la mano y sonrió. -Mejor, reserva los cumplidos para cuando hayamos atrapado a ese bastardo -dijo y le besó la mano-. Entonces, podrás demostrarme que soy tu héroe como más te guste.

Ella lo amaba y adoraba su sentido del humor, aunque cada vez estaba más preocupada. No le había dicho quién creía que era el hombre que pretendía lastimarlos, pero todavía no estaba en condiciones de preguntárselo. Además, tenía miedo de enterarse de quién se trataba. Sara había desconfiado del primo de Damián desde el principio y sabía que, si sus sospechas eran ciertas, el príncipe se sentiría desconsolado.

Capítulo Catorce

Sara estaba nerviosa. Sabía que era ridículo, pero no lo podía evitar. Se preguntaba qué pensaría Damián de la pequeña casa que Mandy y Jim tenían en un barrio humilde. Y a la vez, le preocupaba lo que ellos pudieran pensar al verla llegar con un príncipe de carne y hueso. Eran dos mundos completamente distintos a punto de conocerse y Sara temía que pudieran estallar en el impacto.

Jim abrió la puerta cuando estaban llegando al recibidor. Apenas los miró y volvió a la casa, diciendo:

– Ya estáis aquí… Había olvidado que vendríais. Entrad. Mandy está con contracciones y estamos a punto de salir para el hospital. Aún es demasiado pronto para que nazca el bebé. Estoy preparando su bolso… ¡Pobrecita, está desesperada!

Sara miró a Damián y se encogió de hombros.

– Salimos de Guatemala para caer en Guatepeor -bromeó-. Es increíble, una vorágine tras otra. Por cierto, ese era Jim. Ahora voy a presentarte a mi embarazadísima hermanita.

Mandy estaba notablemente serena para ser alguien a punto de ser llevada de urgencia al hospital. Sentada en el sofá y con el vientre entre las manos, era la imagen viva de la calma en medio de la tempestad.

– Encantada de conocerte, príncipe Damián Roseanova -dijo la joven, mientras le tomaba la mano y sonreía-. He estado leyendo sobre tu familia y la historia de Nabotavia. ¡Cuánta tragedia! Me alegro tanto de que tú y los tuyos estéis nuevamente al frente del país. Sé que lo vais a hacer maravillosamente.

– Gracias por el apoyo y la confianza. Es muy importante para mí.

– No sé si Sara te ha comentado que nuestros padres están ahora mismo en Nabotavia, en uno de sus tantos viajes por el mundo – consultó Mandy.

– Sí, lo sé -contestó Damián, con mala cara-. Quiero suponer que vendrán para el nacimiento de su primer nieto, ¿verdad?

Sara y su hermana cruzaron un par de miradas.

– ¿Y por qué habrían de molestarse en venir? -preguntó la embarazada, con ironía.

– Porque eres su hija -enfatizó. A Sara le sorprendió la vehemencia de Damián, pero se sintió complacida por su interés.

– Tu hermana me ha hablado un poco de ellos -continuó el príncipe-. En cierto modo, podría decir que he sido una especie de huérfano desde los ocho años. Pero comprenderás que mis padres tenían muchas responsabilidades. En cuanto a los vuestros, no los entiendo.

– Nadie los entiende -suspiró Mandy-. En mi opinión, nunca deberían haber tenido hijos.

En ese momento, la mujer se detuvo e hizo una mueca de dolor.

– OH, no… aquí viene de nuevo.

Acto seguido, Mandy comenzó con los ejercicios respiratorios propios de su estado mientras que se masajeaba el vientre suavemente. Se mantuvo mirando un punto fijo durante toda la contracción. Parecía como si estuviera en otro mundo.

Sara frunció el ceño con preocupación.

– ¿Cuándo han empezado? -le preguntó a Jim.

El hombre iba de un lado a otro, llenando el bolso de su esposa con toda clase de cosas.

– ¿Cuándo? -preguntó, aturdido-. Ah, te refieres a las contracciones… No lo sé. Hace algunas horas, creo. O puede que sean días. He perdido la noción del tiempo.

Jim tenía los ojos desorbitados y Sara comprendió que no lograría obtener una respuesta sensata de su parte.

Afortunadamente, la fuerte contracción había cesado y Mandy había vuelto a la normalidad.

– Han comenzado hace una hora. Pero cada vez son más intensas. El médico ha dicho que vayamos a verlo y eso es lo que haremos en cuanto Jim se tranquilice y recuerde dónde aparcó el coche.

Sara vio que su cuñado seguía metiendo cosas incoherentes en el bolso y lo frenó con una mano.

– Vamos, Jim. Yo conduciré. Tú, ayuda a Mandy. Tómala del brazo derecho y que Damián la tome del izquierdo para que pueda levantarse y caminar hacia la calle.

– Pero todavía no he guardado todo lo que ella necesita…

El hombre estaba tan ansioso que intentaba zafarse de Sara para seguir buscando.

– Dame el bolso. Lo llevaré yo -dijo ella y se lo quitó-. Diablos, pesa una tonelada. Has guardado tantas cosas como si estuvieseis a punto de emprender un crucero por el Mediterráneo…

El futuro padre la miró angustiado.

– No te preocupes, Jim -agregó su cuñada-. Si llegase a faltar algo, Damián y yo vendríamos a buscarlo. Ahora, llevemos a Mandy al médico.

A continuación, se volvió hacia el príncipe y murmuró:

– Este hombre es un biólogo brillante, pero no tiene una pizca de sentido común. Tendrás que vigilarlo mientras conduzco.

– ¡A la orden, mi capitán! -bromeó Damián-. No sabía que mandoneabas a todo el mundo igual que haces conmigo.

– Si no te dijera lo que tienes que hacer, estarías perdido y dándote golpes contra las paredes -se defendió Sara-. Salgamos de aquí.

Sin más, fueron al hospital. Una vez allí, Mandy fue ingresada rápidamente en una habitación individual y medicada a través de un goteo, con la esperanza de que las contracciones disminuyeran o cesaran por completo.

– Si el bebé naciera ahora, no sería un desastre -explicó el médico-. No obstante, preferiríamos que esperara una o dos semanas más antes de traer a ese angelito a este mundo desquiciado. Cuanto más a término llegue con el embarazo, mejor. Mandy necesita descansar, así que os pediría que os vayáis a la sala de espera. Tendremos que esperar una hora para ver cómo evoluciona. En cuánto lo sepamos, os avisaré.

Unos minutos más tarde, los tres acompañantes se instalaban en las sillas de la sala de espera. Estaban ansiosos, pero esperanzados. Jim tomó una revista, la hojeó casi sin mirar y la regresó a la mesa. Después se puso de pie, luego se sentó unos segundos y volvió a pararse. Sara movió la cabeza de lado a lado y esbozó una sonrisa. La enternecía el modo en que su cuñado se preocupaba por Mandy, aunque había que admitir que no era muy bueno afrontando una crisis. Todo lo contrario que le ocurría Damián.

Volvió a pensar en el modo en que el príncipe había defendido su piso de aquel intruso, a pesar de que la ceguera aumentaba las dificultades y el peligro. Por momentos, Sara sentía la imperiosa necesidad de tocarlo para comprobar si era real. Lo ocurrido aquella noche era una prueba de los avances de Damián. Sin embargo, todavía no había aprendido el lenguaje Braille y por tanto no podía leer. La terapeuta sentía que esa falta le quitaba independencia y sabía que debía hacer algo al respecto.

En ese momento, tuvo una idea. Por alguna razón, seguía teniendo con ella el bolso de Mandy y recordó que había visto que Jim metía un grabador y unos auriculares. Revolviendo en el bolso, encontró el aparato y cambió la cinta que estaba puesta por una de poesía de Nabotavia que el duque había llevado para Damián. Acto seguido, le puso el grabador en las manos y dijo:

– Ya que no puedes leer una revista, podrías entretenerte escuchando algo.

Él asintió y se puso los auriculares. Sara lo miró con aprensión porque no estaba segura de cómo reaccionaría al comprender lo que ella había hecho. Cuando la cinta empezó a correr, el príncipe arqueó una ceja pero no hizo más comentarios. Tras observarlo durante algunos minutos, la mujer se levantó a buscar una revista. No sabía si estaba oyendo algo o no. En cualquier caso, agradecía el buen gesto del duque.

Damián estaba escuchando con atención. Eran poemas que había leído cientos de veces. Las palabras eran bellas, llenas de ideales y valores que reflejaban la edad de oro de Nabotavia. Se preguntó si él y sus hermanos serían capaces de reconstruir ese tiempo para su pueblo.

De repente, sintió que algo resplandecía ante sus ojos. Contuvo la respiración. Le había ocurrido antes y, como entonces, apenas había sido un centelleo. Había sido tan rápido y pequeño que se dijo que debía ser una ilusión provocada por su propio deseo. Anhelaba recuperar la visión con todo su ser. Desde que aquella mujer había llegado a su vida había aprendido mucho y sabía que su ceguera no era el fin del mundo. Pero sentía que la vista era un don casi divino. Estaba dispuesto a darlo todo a cambio de poder mirarse en los ojos de Sara.

Suspiró y volvió a los poemas.

Media hora después, se quitó los auriculares y le devolvió el grabador a Sara.

– Me duele la cabeza -dijo.

Ella lo contempló por unos instantes y pensó que al menos había hecho el intento.

El médico regresó una hora más tarde para informarlos de que no había habido cambios y que lo mejor era que Mandy se quedara en observación hasta la mañana, con la esperanza de que para entonces las contracciones hubieran cesado. Como el obstetra accedió a que Jim se quedara con ella en la habitación, Sara y Damián se llevaron el coche y volvieron a la casa de los futuros padres.