Él la miró con un gesto de superioridad y argumentó:

– Significa que yo tenía razón. Te había dicho que podía recuperar la vista, ¿recuerdas?

– Tienes razón -admitió, con una sonrisa-. Imagino que ahora pretenderás que me arrodille ante tu inmensa sabiduría.

– Es lo menos que puedes hacer…

– ¡Ni lo sueñes! -exclamó ella, mientras lo golpeaba con un cojín.

Damián tomó otro y le respondió igualmente. La guerra de almohadas estuvo más marcada por la torpeza y las risas que por los golpes certeros. Terminó cuando él la empujó hacia atrás y la obligó a rendirse a besos.

– Así que realmente puedes ver… -dijo Sara, con pretendido pesar-. Me preocupa que ya nunca vuelvas a hacerme el amor como ayer.

– Me vendaré los ojos si así lo quieres – protestó el príncipe.

– Más vale que no te atrevas. La mujer parecía estar tan feliz como Damián.

– ¿Cómo es? ¿Cuánto puedes ver? -preguntó.

Él se encogió de hombros.

– Todo. Siento los ojos algo cansados y veo un poco borroso, pero eso es todo. Es como si al dar vuelta a la página hubiese regresado al punto de partida.

Sara asintió emocionada.

– Es algo que puede pasar, lo he visto en otras oportunidades. ¿Estás contento?

– ¿Tú qué crees? -respondió él, con una sonrisa de oreja a oreja-. El solo hecho de poder ver tu preciosa cara basta para hacerme feliz por el resto de mi vida.

Por primera vez, Damián vio una sombra de duda en los ojos de su amante, aunque no estaba seguro de qué significaba. Con todo, ella no dejó de hablar animosamente durante el desayuno.

Después, mientras Sara se duchaba y se vestía con ropa de Mandy, el príncipe aprovechó para hacer algunas llamadas. Al parecer, ella asumía que irían juntos al hospital.

– Temo que no podré acompañarte -dijo él.

Repentinamente, la alegría de la mañana se había transformado en un gesto adusto. Damián no podía ocultar que estaba preocupado por los asuntos con los que debía lidiar.

– Acaban de darme el resultado de la revisión de tu coche, Sara. Tal como suponía, había una bomba programada para estallar en cuanto encendieras el motor.

Impresionada, la mujer se tapó la boca con una mano. Conocer la verdad era más aterrador que sospecharla.

– No era una bomba muy potente, habría hecho mucho ruido pero nada más. Obviamente, pretendía intimidar más que lastimar. En cualquier caso, habría sido una situación desagradable -agregó Damián-. He decidido que tomaré el primer avión que salga para Arizona.

– ¿Por la boda de tu hermana?

Sara comenzaba a sentirse excluida. Sabía que era una exclusión inevitable, pero saberlo no implicaba que doliera menos.

– En cierta forma, sí. Quiero ver si puedo atrapar a Sheridan -explicó el príncipe-. Como todos piensan que no voy a ir, tendré más oportunidades de agarrarlo con la guardia baja.

– Pero, Damián, si él está plantando bombas en los coches, y si es quien saboteó tu barco, es demasiado peligroso como para que lo afrontes solo. Llama a la policía y deja que ellos se ocupen.

Él frunció el ceño, sorprendido de que ella siguiera sin comprender que no podía hacer algo así.

– No puedo, Sara. Es un asunto de familia. Un crimen de Nabotavia. Tenemos que manejarlo entre nosotros.

Ella lo miró horrorizada.

– Haces que suene como si se tratase de una parte de El padrino. Las sociedades civilizadas no actúan de ese modo.

– Nabotavia es un país tan civilizado como cualquiera -replicó, molesto-. O al menos lo será en cuanto retomemos el control del gobierno.

Hizo una pausa para tratar de recobrar la calma y luego continuó.

– Sara, no puedes comprender cómo son las cosas. Tengo que ocuparme de esto, es parte de mi cultura. Es parte de quien soy. Y, tratándose de un tema que involucra a un miembro de mi familia, es fundamental que evitemos que la prensa se entere.

La mujer estaba roja de rabia.

– Lo siento, pero no estoy de acuerdo. Lo fundamental es evitar que te maten.

Damián se dio media vuelta convencido de que no tenía ningún sentido seguir discutiendo por más tiempo. Sara se mordió los labios, con la certeza de que no podría hacer nada para que cambiara de opinión.

– ¿Quieres que te acompañe? -preguntó, esperanzada.

Él vaciló antes de contestar.

– No, es mejor que te quedes y ayudes a tu hermana. Estaré de regreso tan pronto como pueda. No se te ocurra acercarte a tu piso antes de que vuelva y pueda acompañarte, ¿de acuerdo?

Ella asintió, aunque en el fondo se sentía desconsolada. Damián había recuperado la vista y ya no la necesitaría más. Era maravilloso, por supuesto, pero lo cambiaba todo. Además, le preocupaba que después de haberla visto con sus propios ojos pudiera sentirse decepcionado. A fin de cuentas, ella no era como la mayoría de las mujeres con las que él salía sino, sencillamente, alguien común y corriente llamado Sara Joplin.

Más que preocupada, estaba convencida de que Damián estaba decepcionado. Pero sabía desde siempre que tarde o temprano sucedería. -Te llevaré al aeropuerto -dijo, con frialdad-. Aunque realmente creo que deberías ver a un médico antes de viajar. Él negó con la cabeza. – No tengo tiempo. Te prometo que será lo primero que haré cuando regrese.

Para entonces, Sara había dejado de confiar en las promesas del príncipe.

– Por lo menos, asegúrate de usar las gafas de sol.

– Pensaba hacerlo. Además me llevaré el bastón blanco.

– ¿El bastón blanco? ¿Para qué?

– Nadie en Arizona tiene que saber que puedo ver.

– Ah…

Después, la mujer lo condujo hasta el aeropuerto. Tom lo estaba esperando para acompañarlo, él le dio un beso de despedida pero como ya tenía la cabeza puesta en las cosas que debía hacer en Arizona, Sara sintió que apenas recordaba quién era ella y cuánto habían compartido durante las últimas horas.

En el camino de regreso, comenzó a llorar desconsoladamente. Las lágrimas hicieron que se sintiera furiosa consigo misma. No entendía por qué lloraba de ese modo si siempre había tenido claro que una relación amorosa entre ellos no tendría futuro.

Ella no era exactamente una princesa. De hecho, ni siquiera servía como amante. Había estado viviendo un sueño gracias a la ceguera de Damián. Pero eso había terminado. Al igual que su ilusión.

Se secó las lágrimas con un pañuelo. No quería que su hermana viera que había llorado.

– Han conseguido estabilizarme -contó Mandy, con alegría-. Tengo que quedarme en observación hasta mañana, pero se supone que entonces podré irme a casa.

– Ojalá que sí -dijo Sara y la abrazó -. Apenas puedo esperar para ver a este muchachito, pero será mejor que se fortalezca un poco más antes de nacer.

– Hablando de muchachitos, ¿dónde está tu príncipe? -preguntó la joven-. Es guapísimo. Yo le habría dado el trono con sólo mirarlo.

– Tuvo que irse a Arizona.

– ¡Arizona! ¿Y eso por qué?

La mayor de las hermanas dudó antes de responder.

– Es una historia larga.

Sara no quería hablar de lo ocurrido durante los últimos días y, además, Mandy no necesitaba más preocupaciones de las que ya tenía.

– Regresará pronto -agregó.

La embarazada movió la cabeza con gesto negativo.

– Si fuera tú, no permitiría que un bombón así estuviera fuera de mi vista por mucho tiempo. Otra criatura de nuestro sexo podría querer atraparlo… Nunca se sabe, hermanita.

Comprendió que a Sara no le había gustado su broma y aclaró:

– Es un chiste. Por lo que he visto, diría que estáis muy unidos.

Después, Mandy miró a su hermana con la esperanza de ver si podía obtener alguna primicia del romance.

La mayor reconoció el gesto y rió a carcajadas.

– No lo vas a creer: dice que me ama – concedió, roja de vergüenza-. ¿No te parece absurdo?

A Mandy se le llenaron los ojos de alegría. -De absurdo no tiene nada, eres encantadora.

– No, no lo soy -objetó Sara con fastidio-. No soy ni la mitad de bella que las mujeres a las que está acostumbrado. Sabes a qué me refiero, todas parecen haber nacido en un yate, rodeadas de joyas, champán y magnates.

– Sí, sirenas sin un gramo de grasa pero llenas de plástico en las curvas. Créeme, conozco a ese tipo de chicas y tienes razón, no te pareces en nada a ellas. Tú tienes un estilo de belleza propio. De hecho, creo que cada día estás más hermosa.

– Genial, ahora resulta que tengo una cara con carácter -ironizó la terapeuta-. Ya me lo habían dicho.

– Sara, no me has entendido…

– Sea como sea, sabes que Damián y yo no tenemos futuro juntos. Ahora está encaprichado conmigo, igual se le está pasando ya.

Mandy abrió la boca, volvió a cerrarla y se sonrojó. Después, tomo aire y habló lentamente, pero con firmeza.

– Escúchame, Sara. Sólo porque nuestros padres fueron incapaces de darse el tiempo suficiente para amarnos no significa que otras personas no puedan.

– No trates de psicoanalizarme -protestó.

– Lo siento, hermanita, pero alguien tiene que decirte las cosas como son. Te he visto actuar así en otras ocasiones. No confías en el amor de los demás y te pasas la vida poniendo peros. Si quieres que Damián te ame, tendrás que abrirle tu corazón.

– Abrir el corazón no implica perder la cabeza -contestó, cínicamente.

– ¡Por favor! -gritó, con frustración-. ¿Es que no quieres ser feliz? Es tu turno, Sara. Lo has ayudado a recuperar la confianza, ahora deberías cobrarte el favor.

La mayor de las Joplin puso mala cara.

– ¿Qué dices?

Mandy vaciló por un momento y con los ojos llenos de lágrimas respondió:

– Digo que permitas que te ame. No trates de alejarte de él sólo porque algún día dejará de amarte. Ahora, ten la valentía de confiar en su amor.

Sara la miró con detenimiento. En el fondo de su corazón, deseaba que estuviera en lo cierto y que todo se limitase a dejarse amar o no. Aun así, sentía que el romance con Damián era un imposible.

Un rato después, salió de la habitación de Mandy y bajó a la cafetería del hospital a tomar un café. Un enfermero joven se sentó a su mesa e intento charlar con ella. La miraba con particular admiración. Sara no le hizo caso aunque no pudo evitar preguntarse si era verdad que estaba más bella. Sin duda, algo había cambiado porque los hombres no solían mirarla de ese modo.

La atención masculina era reconfortante pero no bastaba para sanar su corazón partido. Recordó la conversación con Mandy y se preguntó por qué tenía que ser tan pesimista. En cierta medida, su hermana tenía razón: Damián había dicho que la amaba y era ella quien se resistía a aceptarlo. A pesar de lo cual no podía dejar de sentirse incómoda al pensar en la actitud distante que el príncipe había tenido después de recobrar la vista y en cómo había convertido uno de los días más felices de su vida en algo tenso e irritante. Sara reconoció que también había estado fastidiosa. Quizá, sencillamente porque esa no era la reacción que ella esperaba.

La agonía de Sara se prolongó por un día y medio más. Durante ese tiempo, se convenció de que debía aceptar que la aventura amorosa con el príncipe estaba terminada. Lo mejor era hacer un corte rápido y claro. A fin de cuentas, tratándose de algo que ocurriría tarde o temprano resultaba estéril seguir esperando. Se acordó de lo que Annie había dicho acerca de las chicas tontas que creían que un noble se casaría con ellas. Pensó que Annie tenía razón y que sería el colmo de la estupidez esperar que un príncipe cambiara su vida por una mujer poco agraciada y ordinaria como ella. Ordinaria, pero lo bastante inteligente como para no dejarse atrapar por una fantasía semejante.

Se había mantenido ocupada visitando a Mandy y ayudándola a volver a casa. Después, fue a la oficina para entregar un informe sobre su trabajo con Damián; llamó al doctor Simpson para contarle la recuperación del príncipe y volvió a la agencia para solicitar que le asignaran un nuevo paciente.

Entre tanto, Damián había llamado y, al no encontrarla, había dejado un mensaje en el contestador automático con el número del palacio en Arizona. A Sara le tomó tres horas poder armarse del coraje necesario para llamarlo.

Preguntó por él, pero el mayordomo no parecía tener idea de dónde podía estar.

– En ese caso, ¿podría hablar con la princesa Karina? – preguntó.

– Desde luego, ¿quién la llama?

La terapeuta le dio su nombre y el hombre le pidió que esperara un momento en línea. Unos segundos más tarde, oyó que alguien levantaba el auricular.

– ¡Sara! -exclamó Karina- Qué alegría saber de ti. ¿Vendrás a la boda?

– Bueno, no sé…

– No te preocupes, Damián nos ha explicado que tenías que ocuparte de tu hermana. ¿Cómo está?

– Bien, por suerte. Hoy ha regresado a casa y su marido ha pedido permiso en trabajo para poder quedarse con ella. Así que, teóricamente, no es necesario que permanezca aquí por más tiempo.