– No es cierto, ni todos han perdonado ni el problema está resuelto.

Damián tuvo que contenerse para no revelarle a su tío que Sheridan estaba intentando asesinarlo.

– ¿Qué pasó cuando mi padre se dio cuenta de lo que Julienne había hecho? -continuó-. ¿Mi madre lo sabía?

– Claro que sí. Tu tía se aseguró de que lo supiera.

– ¿Lo ves? Es una resentida.

– Puede ser. En cualquier caso, tu madre la perdonó. Pero tu padre no volvió a hablarle nunca -dijo y sonrió -. Y, por supuesto, tú fuiste concebido poco después que Sheridan. Eso debiera decirte algo.

Damián movió la cabeza en sentido negativo. Estaba aturdido por la revelación.

– Desearía que me lo hubieras contado antes.

– No me había dado cuenta de que sabías que Sheridan era tu hermano hasta hace poco -esgrimió el duque, apenado-. Y cuando intenté hablar contigo, no quisiste oírme.

El príncipe hizo una mueca de dolor porque sabía que su tío decía la verdad.

– He sido un tonto.

– Quería que contártelo para que dejaras de odiar a tu padre, no para que empezaras a odiarte a ti -protestó-. Sólo sabías una parte de la verdad y es lógico que sacaras tus propias conclusiones. No te culpes por eso. Ahora que conoces la totalidad de los hechos, deja de martirizarte.

Damián se levantó dispuesto a marcharse, pero antes se inclinó para abrazar al anciano.

– Gracias, tío.

Mientras se enderezaba, recordó una frase y la evocó en voz alta.

– Tener piedad es ganarse el perdón. Y esa moneda conduce al paraíso.

El duque lo miró complacido.

– Has escuchado la cinta de poesía nabotaviana de Jan Kreslau -dijo, con emoción -. Creí que nunca lo harías.

– Sara se las ingenió para que la escuchara. El príncipe sonrió al pensar en ella.

– Sara, Sara… qué criatura más adorable… Dile que sigo trabajando en el árbol genealógico de su madre. Me está costando más de lo que pensaba, pero se lo daré en cuanto termine.

– Se lo diré. Y sí, Sara es maravillosa y sabía que el escuchar esa poesía me ayudaría a poner las cosas en perspectiva. Esos versos están llenos de belleza y sabiduría.

– Tu padre se sabía de memoria casi todos los poemas de Jan Kreslau y me los recitaba cada vez que podía. Odiaba sus sesiones de tortura poética -relató el duque entre risas -. Sin embargo, ahora daría cualquier cosa por volver a oír su voz profunda y grandilocuente pronunciando otra vez esas palabras.

En aquel momento, Damián le dio una afectuosa palmada en el hombro y abandonó el jardín. Estaba emocionado y le habría gustado tener a Sara a su lado. Al entrar en la casa, se detuvo a mirar uno de los retratos de su padre y sintió que se le hacía un nudo en la garganta. A pesar de la angustia, era un alivio poder amarlo de nuevo.

Al llegar al aeropuerto de Arizona, Sara llamó a la casa para confirmar con la princesa Karina que la invitación seguía en pie. Luego dejó el equipaje junto al del resto de los invitados a la boda, tomó un taxi y se dirigió al palacio Roseanova. Una vez allí, caminó hacia la entrada principal mientras admiraba la belleza del edificio. La luz del atardecer le aportaba un toque mágico a la escena.

Sara estaba ansiosa por ver a Damián, pero a la vez, le aterrorizaba la manera en que pudiera reaccionar al verla. De todos modos, no sabía cómo encontrarlo. El lugar estaba lleno de gente paseando, hablando y riendo y ella no reconocía a ninguno de los presentes. A primera vista, parecía más un parque temático que una casa. Había balcones y torretas en los pisos superiores, jardines que rodeaban la mansión, un lago artificial, decenas de estatuas clásicas y seis o siete fuentes pequeñas.

La imagen estaba enmarcada por el desierto de Arizona. El cielo estaba casi violeta y el eco de los truenos en la distancia parecía augurar una tormenta eléctrica. Sara no estaba segura, pero tenía la impresión de que los Roseanova habían tratado de construirse una pequeña Nabotavia para ellos.

Lo que sí tenía claro era que necesitaba encontrar a Damián. Acto seguido, se mezcló entre los invitados y comenzó a recorrer patios y jardines mientras observaba cómo los empleados acomodaban las mesas en el lugar donde suponía se celebrarían la ceremonia y la recepción.

Cuando estaba a punto de entrar en la casa, alguien oculto entre las sombras le tomó el brazo y Sara se sobresaltó.

– Pero miren a quién tenemos aquí -dijo el hombre, con la voz cargada de sarcasmo -. Ni más ni menos a que a la mismísima Sara Joplin.

A la mujer se le paró el corazón.

– Sheridan -exclamó, aturdida-. Creía que estabas en Europa.

– Lo estaba, pero he vuelto.

– Ah, qué bien…

Como no estaba segura de que él supiera que estaba enterada de su regreso, Sara decidió que lo mejor sería actuar con naturalidad.

– ¿Has venido para la boda?

– Sí.

El hombre no le soltaba el brazo y la miraba de un modo intimidante. Los invitados habían entrado y ya no quedaba nadie que pudiera oírla gritar. Sara comenzó a sentirse preocupada. Él se estaba comportando de manera extraña y pensó que, tal vez, sabía de sus sospechas.

– Nunca me pierdo las celebraciones familiares – comentó Sheridan.

– Son bonitas.

La terapeuta se dijo que debía seguir fingiendo. Sólo que para entonces, los latidos de su corazón se habían vuelto tan ensordecedores que apenas oía sus propias palabras. Había tomado un curso de defensa personal hacía cinco años, pero no conseguía recordar nada de lo aprendido. De todas formas, Sheridan era mucho más grande y fuerte que ella y sabía que no tenía ninguna oportunidad de enfrentarse a él.

– Bueno, tengo que ir a avisar a Damián de que ya he llegado -comentó, con una sonrisa y tratando de endulzar el tono-. ¿Sabes dónde podría encontrarlo?

– Sí -respondió él -. Te llevaré con él.

– No, por favor, no es necesario -afirmó, rápidamente-. Creo que sabría cómo llegar si me indicas dónde está.

Sheridan la observó en silencio. Era obvio que estaba tramando algo. Hasta que de pronto, sonrió amigablemente, le soltó el brazo y dijo:

– ¿Sabes qué, Sara? Me alegro de haberte encontrado esta noche. Serás mi ángel.

– ¿Tu ángel?

El sonrió.

– No te asustes. No pretendo que te pongas alas, pero sí espero que me ayudes.

– ¿Ayudarte?

Sara se daba cuenta de que no hacía más que repetir lo que él decía. Sin embargo, no se le ocurría nada mejor.

– Sí -contestó.

Sheridan parecía incómodo. Entonces, ella se dio cuenta de que la había soltado y de que si quería, podía intentar escapar. El hombre tenía las manos metidas en los bolsillos y tenía una expresión calma y hasta levemente avergonzada. El cambio de actitud la confundió e hizo que se preguntara si de verdad él era una amenaza.

– Verás: tenía un montón de planes para esta noche -explicó Sheridan-, pero ahora mismo me parecen imposibles de realizar.

Después, se llevó las manos a la cabeza y agregó:

– Lo que necesito es poder discutir sobre eso, que me des tu opinión y tu consejo -puntualizó y la miró a los ojos -. ¿Darías un paseo conmigo? Aunque sólo sea por unos minutos, para que podamos hablar.

Sara lo observó con detenimiento. En la expresión de Sheridan no había nada que le llamase la atención. Tenía el mismo gesto que cuando se habían conocido en la mansión de Beverly Hills. Estaba tenso e inquieto, pero no parecía peligroso. Lo que veía la llevaba a preguntarse si acaso no estaban cometiendo un error al sospechar de él. Aun así, prefirió no arriesgarse.

– La verdad es que me gustaría saludar antes a Damián. ¿Por qué no me acompañas y charlamos en el camino?

Sheridan asintió. No obstante, se lo veía atribulado.

– Sinceramente, Sara, eso no me sirve porque de lo que quiero hablarte es de Damián… Necesito ayuda…

Al hombre se le quebró la voz y no pudo continuar. Se notaba que no era una situación fácil para él y que involucraba emociones muy profundas.

Sara no sabía que hacer. Sheridan tenía los mismos ojos grises de Damián. Entonces recordó lo que su amante le había contado y lo categórico que había sido al negarse a denunciarlo a la policía. Aparentemente, lo que ocurría con el joven Ludfrond era que estaba terriblemente angustiado y pedía ayuda. Si era sincero, tal vez ella podría ayudarlo. A fin de cuentas, era una terapeuta experimentada en animar a los demás a afrontar sus problemas. Quizá, todo lo que él necesitaba era que alguien lo escuchara y le diera un buen consejo.

Además, cabía la posibilidad de que no fuera culpable de nada. De hecho, sus ojos tristes y atormentados parecían indicar que no lo era. Bien por el contrario, lo que se veía en ellos era la misma infelicidad acumulada que había en Damián. Probablemente, lo único que necesitaba era que alguien lo ayudara a manejar las cosas. Y, tal vez, Sara era la persona perfecta para hacerlo.

– ¿Por qué no podemos hablar aquí? -preguntó.

Él echó un vistazo a su alrededor. Justo en ese momento, tres hombres que paseaban conversando animadamente sobre Nabotavia se acercaron a saludar a Sheridan. Los despidió cortésmente y volvió su atención a Sara.

– Precisamente por esto -contestó-. Hay demasiados conocidos y cualquiera podría interrumpirnos.

Después, la miró a los ojos y dijo:

– Por favor, Sara, no te quitaré mucho tiempo. Pero es imperioso que hable con alguien.

Ella vaciló durante algunos segundos hasta que comprendió que sería irrespetuoso de su parte no darle una oportunidad. Aun así, no tenía claro si estaba actuando como una buena amiga o como una perfecta estúpida.

– De acuerdo -concedió-. Caminaré contigo por un rato. Me gustaría oír lo que tienes que decirme.

Sheridan sonrió aliviado.

– No imaginas cuánto te lo agradezco, Sara. Vayamos hacia ese bosque de álamos.

Acto seguido, señaló hacía el lugar. No parecía J estar muy lejos y la zona estaba bien iluminada.

– Hay un banco entre los árboles en el que podríamos sentarnos -comentó él, con una sonrisa cómplice-. Y seguirías estando visible para los de la casa.

– Está bien. Vamos.

– Hola, hermanito -dijo Karina.

La princesa estaba junto a la puerta de la habitación de Damián y sonreía de oreja a oreja. Faltaba sólo un día para su boda y se la veía rebosante de felicidad.

– ¿Qué tal la sorpresa? -preguntó.

El la miró con desconcierto hasta que recordó que debía descentrar los ojos para no arriesgarse a que notaran que había recuperado la vista.

– ¿De qué sorpresa me hablas?

– De Sara, por supuesto.

Damián se puso serio de inmediato.

– ¿Qué? ¿Qué ha pasado con Sara?

– ¿Aún no la has visto?

– Karina, ¿podrías dejar de hacer preguntas y decirme qué demonios pasa?

– No entiendo. He hablado con los guardias de la entrada hace una hora y me han dicho que ya había llegado. Se suponía que vendría a sorprenderte -contestó, con el ceño fruncido-. Me preguntó qué la habrá demorado.

El príncipe sintió que se le paraba el corazón.

– ¿Sheridan ya ha llegado? -preguntó, bruscamente.

Ella lo miró sorprendida.

– No que yo sepa. Pero, ¿qué tiene que ver?

– Tengo que encontrar a Sara.

Acto seguido, pasó por delante de su hermana y corrió por el pasillo rumbo a las escaleras. No le importaba que descubrieran que ya no estaba ciego, proteger a Sara era lo principal.

Dada la situación, sentía que buscar a su amante era como caminar sobre arenas movedizas. Cada paso podía implicar una nueva amenaza. Hizo una rápida inspección por los salones y después salió a preguntar afuera. Nadie la había visto y no había señales de ella por ningún lado. Los truenos y relámpagos en el cielo sumaban dramatismo a la escena.

Damián no sabía que hacer. No podía involucrar a los otros invitados en la búsqueda cuando no tenía pruebas de que Sheridan estaba cerca. Por tanto, llamó a los guardias de la entrada para preguntar si habían visto a su primo. Le respondieron que no y se comprometieron a no dejar salir ningún coche hasta nueva orden.

El príncipe estaba desesperado. Había pasado una hora desde que había hablado con Karina y seguía sin tener noticias de Sara. Para entonces, Sheridan podía habérsela llevado a cientos de kilómetros de allí. Salir a perseguirlos solo no tenía ningún sentido dado que desconocía hacía dónde habían ido. Comprendió que lo más acertado sería llamar a la policía. Pero antes tenía que saber qué les diría porque no tenía ninguna evidencia más allá de sus sospechas. Sabía que, por su posición, podía ejercer cierta influencia y conseguir que acudieran rápidamente. Sin embargo, eso podría traer aparejado un escándalo mediático.

– Mal asunto -dijo para sí-. Pero tendré que arriesgarme.

Damián tenía el presentimiento de que Sheridan tenía a Sara y la única forma de recuperarla sana y salva era recurriendo a la policía.