A modo de demostración, Sara extendió una mano y le tocó una mejilla. Pretendía que sintiera el contacto y retroceder rápidamente antes de que pidiera reaccionar. Pero el príncipe mostró unos reflejos fuera de lo común y la agarró por la muñeca.
– ¿Y ahora qué dices? ¿Sigues pensando que no estoy preparado? -preguntó él, con tono de desafío.
– Yo…
Antes de que Sara pudiera reaccionar, se encontró atrapada entre los brazos del príncipe. Pero reaccionó enseguida al sentir que las manos de Damian habían descendido y que una de ellas estaba a punto de situarse sobre uno de sus senos.
– ¿Se puede saber qué diablos estás haciendo? -preguntó, enfadada.
– Sólo quería que supieras que soy perfectamente capaz de utilizar mis manos a modo de guía. Supongo que ese es el tipo de cosas que pretendes enseñarme, ¿no es así?
– Eres…
Sara estaba a punto de decir lo que pensaba de él cuando oyeron que se aproximaban varias personas. Eran varios jóvenes que avanzaban desde el vado, riendo y charlando.
– Parece que tenemos compañía -dijo el príncipe, mientras se levantaba para recibirlos-. En fin, creo que tendrás que excusarme… Hablar contigo ha sido un placer. Estoy seguro de que sabrás encontrar la salida.
Sara miró a Damian y a sus amigos. Se sentía insultada y pisoteada, pero también excitada ante el desafío. Y desde luego, estaba segura de una cosa: no se iba a marchar a ninguna parte.
– Sara, ten cuidado. Ya sabes cómo es esa gente. Son unos privilegiados acostumbrados a serlo y creen que pueden aprovecharse de cualquiera y hacer lo que les venga en gana.
Sara pensó en lo que había sentido una hora antes, cuando el príncipe la abrazó sin avisar. Pero se limitó a reírse de la preocupación de su hermana, con quien estaba hablando por teléfono.
– Sé cuidar de mí misma, Mandy.
– Lo sé, pero no estás acostumbrada a vértelas con la realeza. Esa gente se aprovecha de los demás, y lo sabes.
– Bueno, estoy perfectamente dispuesta a que me usen en lo relativo a mi profesión. Estoy aquí para eso.
Sara no había llamado a su hermana para quejarse de lo sucedido. La había llamado porque estaba preocupada con su estado.
Mandy estaba embarazada de siete meses y había sufrido algunas complicaciones, así que el médico le había ordenado que permaneciera en cama hasta el parto.
– Pero dejemos de hablar de mí -continuó Sara-. ¿Cómo te encuentras?
– Perfectamente bien. Sólo tengo alguna molestia de vez en cuando.
– ¿Jim está en casa esta noche? -preguntó, refiriéndose a su marido.
Sara conocía bien a Jim y lo apreciaba, pero tanto él como Mandy eran unos jovencitos de apenas veinte años y no se podía decir que tuvieran mucha experiencia.
– Acabo de hablar con él y se va a tener que quedar otra vez en San Diego.
– Maldita sea… No me gusta que estés sola. En cuanto terminé aquí, me pasaré. por tu casa.
– Ni se te ocurra. Mi vecina, la señora Halverson, se ha ofrecido a traerme algo de cenar. No te preocupes, estaré bien.
– ¿Te refieres a la misma señora Halverson que sólo prepara comidas supuestamente sanas?
– Me temo que sí. Pero ya le he advertido que no pienso probar sus croquetas de germen.
Sara se estremeció al recordarlas.
– Ni sus croquetas ni sus lentejas bajas en calorías, espero…
Al final, Sara renunció a la idea de pasar aquella noche por el domicilio de su hermana a cambio de que la llamara por teléfono si la necesitaba.
Unos minutos más tarde, colgó el auricular y se preguntó si había hecho lo correcto. Mandy era lo más importante de su vida, y por tanto, su prioridad absoluta. Sabía que estaba pasándolo mal y naturalmente quería estar con ella, a su lado, pero por otra parte tenía un trabajo que hacer.
Salió en busca de la duquesa y la encontró en la sala verde. La mujer la saludó muy amablemente al verla y le enseñó la habitación que le habían preparado. Era pequeña, pero estaba decorada con mucha elegancia y tenía una vista preciosa a los jardines. Además, desde la ventana podía ver la piscina y la enorme rosaleda.
Poco después, cuando ya se había quedado a solas, empezó a prepararse para la cena. Pero se detuvo un momento y echó un vistazo a su alrededor. No podía creer que estuviera allí, en aquella mansión, en un mundo tan diferente al que estaba acostumbrada. Su vida estaba llena de problemas y de facturas por pagar, como la vida de casi todo el mundo, aunque en los últimos años había mejorado profesionalmente y ahora ganaba un buen sueldo. Sin embargo, jamás había tenido ocasión de disfrutar de lujos como aquellos.
Todavía estaba pensando en la labor que la esperaba cuando se duchó y se cambió de ropa. La idea de llevar un vestido le resultaba interesante porque normalmente se inclinaba por vaqueros y pantalones, pero esa era, en aquel momento, la menor de sus preocupaciones. En unos minutos tendría que bajar al comedor para conocer al resto de la familia y enfrentarse, de nuevo, al príncipe Damian.
– No te saldrás con la tuya, Damian -se dijo en voz alta, mientras se miraba en un espejo.
Pasara lo que pasara, sabía que se divertiría observando a la Familia Real en vivo y en directo. Nunca le había gustado la prensa del corazón y no estaba informada de sus idas y venidas, pero a pesar de ello, la perspectiva resultaba apasionante. Tenía la ocasión de vivir durante unos días en un mundo absolutamente distinto al suyo, y por supuesto, le encantaba.
Sara era una buena profesional, que había trabajado antes con personas acaudaladas. Por eso, sabía que el trabajo podía resultar difícil y que el dinero contaminaba a menudo las relaciones. Pero aquello era diferente. No se trataba de un vulgar grupo de millonarios, sino de personas con una larga historia familiar.
La idea de enfrentarse a ellos no la incomodaba. Sin embargo, no podía decir lo mismo de la perspectiva de encontrarse otra vez, cara a cara, ante el príncipe.
Suspiró, respiró a fondo y salió de la habitación.
– Muy bien, príncipe Damian -susurró-. Allá voy.
Capítulo Tres
– Ah, llegas justo a tiempo… Precisamente nos dirigíamos a cenar.
Sara bajó las escaleras de la mansión y entró en una sala donde se encontraba un pequeño grupo de personas. En seguida, se fijó en dos enormes retratos que flanqueaban la chimenea, y que supuso debían de corresponder al rey y la reina de Nabotavia, los padres del príncipe Damian. La atractiva pareja parecía observar a sus descendientes con orgullosa superioridad, y su presencia real dominaba la estancia.
Pero Sara no tenía que enfrentarse a ellos, sino a los que estaban en aquella sala.
Echó un vistazo a su alrededor y rápidamente distinguió a Damian, que se había quitado la gorra de marinero. Su pelo era oscuro y rizado, y sus rasgos, tan clásicos y bellos como si estuviera esculpido en mármol. Por su expresión, supo que no era consciente de su presencia y que nadie la había dicho que seguía en la mansión.
La duquesa se acercó a ella para presentarle al resto de la familia.
– Permíteme que te presente al príncipe Marco, el hermano mayor de Damian. Y esta es la princesa Karina, su hermana menor. Ah, y el conde Boris, mi hermano pequeño…
– Encantada de conoceros -murmuró Sara, sin saber muy bien cómo reaccionar.
Aunque Sara era una mujer de mundo y sabía comportarse en cualquier situación, aquel era un marco excepcional. Se encontraba ante algunas de las personas más ricas y famosas del país, ante integrantes de la Casa Real que lo gobernaba, y por supuesto se sentía ligeramente incómoda.
Sin darse cuenta, se encontró agarrada al brazo de Damian mientras avanzaban hacia el enorme comedor. Y aún no estaba segura de que él supiera a quién estaba acompañando.
Pero salió de dudas segundos después.
– ¿Qué haces aquí todavía? -le preguntó en voz baja.
– No podía soportar la perspectiva de separarme de ti -respondió ella con ironía.
El comedor le pareció un lugar impresionante, de altos techos, grandes balcones que daban a los jardines y una mesa con cubiertos de plata y una vajilla preciosa. Varios criados permanecieron en todo momento en la sala, asegurándose de que tenían cualquier cosa que pudieran desear.
– ¿Por qué no te sientas junto a Damian? -preguntó entonces la duquesa-. De ese modo, podrías empezar a darle algún consejo…
– Bueno, por mí no hay problema.
Sara aceptó la sugerencia de la duquesa y se sentó junto a Damian, mientras los demás charlaban de sus cosas.
Poco después, el príncipe se inclinó sobre ella y susurró a su oído:
– Yo sí que tengo un consejo que darte: no te atrevas a ayudarme con la comida. A no ser, claro está, que quieras mascármela un poco para facilitarme la digestión.
– No gracias -dijo, intentando no sonreír-. Creo que por esta vez puedes comer solo.
El primer plato consistió en una crema de espárragos que estaba deliciosa. Sara notó que Damian se las arreglaba perfectamente para comer, aunque sólo tomó unas cuantas cucharadas.
La conversación de los presentes era rápida y agradable. El príncipe Marco se mostró muy amistoso y le dio explicaciones sobre la historia de Nabotavia, una pequeña nación europea de la que habían estado ausentes durante veinte años, tras ser expulsados del país por una revuelta. Durante ese tiempo, la mayor parte de la familia se había exiliado y algunos se habían marchado a vivir a Beverly Hills y a Arizona. Pero, al parecer, la situación política de Nabotavia había cambiado y la familia se estaba preparando para volver.
– Cuando regresemos, Marco será nombrado rey -explicó Karina-. Nuestros padres se sentirían muy orgullosos…
La joven miró a su hermano con evidente cariño y admiración.
– Y Garth, mi otro hermano, será ministro de Defensa -continuó la mujer-. Es militar y conoce muy bien ese campo.
– En tal caso, Boris debería ser ministro de Comercio -intervino la duquesa-. Siempre ha sido un gran hombre de negocios.
Sara esperó a que le dijeran qué puesto ocuparía Damian, pero la conversación se dirigió por otros caminos y se quedó con las ganas de saberlo.
Inmediatamente, se preguntó si el cambio de conversación había sido casual o si significaba que su ceguera lo imposibilitaba para asumir algún cargo en el nuevo gobierno.
Lo miró y no notó emoción alguna en su rostro. Al parecer, le daba igual. Pero Sara sabía que bajo la superficie del lugar más tranquilo podía discurrir un torrente subterráneo.
Quiso decir algo al respecto, pero no se atrevió. No conocía bien el protocolo para esos casos y prefirió no arriesgarse a decir algo inconveniente. Así que decidió aprovechar la ocasión para hablar con Damian.
– Me gustaría saber si en algún momento querrás que te ayude con algo…
– No -declaró él-. De hecho, no sé por qué te empeñas en quedarte aquí. Creí que había dejado bien claro que no necesito ayuda de nadie.
Sara esperaba esa respuesta, de modo que no le sorprendió.
– Creo que te equivocas conmigo.
– ¿Y qué te hace pensar que me importa lo que tú creas?
Por su tono de frustración y por su enfado, supo que Damian estaba a punto de perder la calma. Pero a pesar de ello, decidió probar suerte.
– Mira, estás ciego y yo estoy acostumbrada a trabajar con estos casos. Lo admitas o no, me necesitas. Tienes suerte de poder contar con mis servicios, así que deberías aprovecharlos y lograr que tu vida cambie para mejor – declaró en voz baja.
Sara se sorprendió a sí misma por la insistencia que demostraba. No estaba acostumbrada a las negativas y le desagradaba enfrentarse a situaciones como aquélla, pero tampoco quería huir.
Sin embargo, el príncipe no parecía muy contento.
– ¿Qué es lo que no has entendido en mis palabras? Cuando dije que quería que te marcharas, hablaba en serio.
La llegada del segundo plato evitó a Sara la necesidad de contestar. Esta vez, los camareros les sirvieron cordero al azafrán con guarnición de arroz. Tenía muy buen aspecto, pero en ese momento estaba más preocupada por el príncipe.
Cuando volvió a mirarlo, notó que tenía algunos problemas con el cuchillo y el tenedor. Sara se mordió un labio y sintió la tentación de ayudarlo; conocía varios trucos muy buenos para solventar situaciones similares, pero sabía que no habrían sido bien recibidos.
– Bueno, ¿es que no piensas darle ningún consejo? -preguntó de repente la duquesa.
Sara levantó la mirada, sorprendida. Todo el mundo la estaba mirando, pero consiguió mantener la calma.
– Me temo que dar consejos de ese tipo, en público, no es lo más apropiado.
– Oh… Comprendo -acertó a decir la duquesa.
Karina rió.
– Vamos, tía, no pretenderás que empiece con la terapia delante de todos nosotros. Además, Damian se resistiría con uñas y dientes si estuviéramos involucrados en el asunto.
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