– Buenos días, madre.
Levinia alzó un instante la vista y continuó escribiendo.
– Buenos días, querida.
– ¿Dónde están todos? La casa parece desierta.
– Tu padre fue a la ciudad. Las tías están en el porche de atrás, en la sombra, y las chicas salieron con Betsy Whiting. No sé bien dónde está Theron, pero andaba con los prismáticos y es probable que esté trepando a un árbol, ensuciándose la ropa.
– ¿Papá volverá esta noche?
– No, mañana.
– ¡Oh, diablos!, ¿por qué?
– Ya te pedí que no uses esa expresión tan vulgar, Lorna. ¿Qué es tan urgente que no puede esperar un día?
– Oh, nada. Sólo quería hablar con él.
Se encaminó hacia la puerta, pero Levinia la detuvo:
– Un minuto, Lorna. Quiero hablar contigo.
Lorna se volvió y comenzó a explicar:
– Madre, sé que ayer dije que iba a volver en dos horas, pero se estaba tan bien en el lago que…
– No se trata de eso. Cierra las puertas, querida.
Desconcertada, Lorna miró fijo a su madre y después cerró las puertas dobles y cruzó el salón.
– Me refiero al sábado por la noche -dijo Levinia.
Sus labios duros parecían capaces de cortar el cristal.
– ¿El sábado por la noche?
Lorna se sentó en el sofá.
Levinia volvió a sentarse en la silla.
– Yo lo noté, también la tía Henrietta, lo cual significa que los otros que estaban en el salón lo notaron.
– ¿Qué cosa?
– Que invitaste a Taylor a salir al porche. -Antes de que su madre continuara, Lorna puso los ojos en blanco-. Lorna, sencillamente eso no se hace.
– ¡Madre, había por lo menos quince personas en el salón!
– Razón de más para cuidarlos modales.
– Pero, mamá…
– Eres la mayor, Lorna. Tú das ejemplo a tus hermanas y, para serte sincera, querida, este último año hemos estado cada vez más preocupados de que hayas sido poco recatada. Ya hemos hablado de esto antes pero, como dijo la tía Henrietta…
– ¡Oh, maldita sea la tía Henrietta! -Lorna alzó las manos y se levantó de un salto-. Veo que ya te llenó la cabeza de tonterías. ¿Qué le pasa a esa mujer?
– iShhh! ¡Lorna, baja la voz!
Lorna bajó la voz, pero miró de frente a su madre.
– ¿Sabes cuál es el problema de la tía Henrietta? Odia a los hombres, eso es lo que le pasa. Me lo dijo la tía Agnes. Henrietta tenía un prometido, pero él la abandonó por otra y, desde entonces, odia a los hombres.
– Lo que sea, pero sólo le preocupaba tu bien cuando hablaba de ti y de Taylor.
– Madre, creí que te agradaba Taylor.
– Me agrada, querida. A tu padre y a mí nos gusta Taylor. De hecho, con frecuencia comentamos qué buen marido sería para ti.
Ahí estaba lo que Lorna había sospechado.
La madre dejó caer la mirada sobre el escritorio, colocó la lapicera horizontal y tocó con ella varias veces el tintero.
– Nunca lo dije antes, pero ya tienes dieciocho y este verano Taylor te prestó mucha atención. Pero cuando tu padre y tu madre están en el salón, y tú lo tientas a ir al porche…
– ¡Yo no lo tenté! Dentro de la casa me ahogaba de calor, los hombres estaban fumando sus cigarros y, de cualquier modo, ¡Jenny no se apartó de nosotros un instante!
– ¿Qué clase de ejemplo es para Jenny que tú participes de esos téte-à-tétes amorosos?
– ¡Amorosos…! -Lorna se indigné tanto que quedó con la boca abierta-. ¡Madre, yo no participo de tête-a-tête amorosos!
– Theron lo vio con los prismáticos.
– ¡Theron!
– La otra noche, cuando tú y Taylor volvíais a casa después del concierto de la banda.
– ¡Me gustaría meterle a Theron los prismáticos en la garganta!
– Sí, me lo imagino -repuso Levinia, alzando la ceja izquierda y dejando caer su preocupación al mismo tiempo que la pluma.
Lorna se sentó sobre el brazo del sofá y dijo, sin rodeos:
– Taylor me besó, madre. ¿Acaso eso está mal?
Levinia apretó con fuerza las manos sobre el escritorio.
– No, supongo que no. Es de esperar que los jóvenes enamorados hagan eso, pero nunca debes…
Levinia se interrumpió y se miró las manos como si buscara la frase justa. Se aclaró la voz. El rostro se le puso encamado, y los nudillos, blancos.
– Madre, ¿qué es lo que nunca debo?
Sin apartar la vista de las manos, Levinia dijo, casi susurrando:
– Dejar que te toque.
Lorna sintió que también se ruborizaba.
– ¡Madre! -murmuró, avergonzada-. ¡Jamás lo haría!
Levinia miró a su hija a los ojos.
– Lorna, tienes que entender que esto es muy difícil de decir para una madre, pero debo advertirte. Los hombres intentan hacer cosas. -Se estiró y tocó con apremio la mano de Lorna-. Hasta Taylor. Por más que sea un caballero, intentará hacer cosas y, cuando lo haga, tú debes retroceder de inmediato. Tienes que entrar en casa… o insistir en irte a casa enseguida. ¿Entiendes?
– Sí, madre -respondió Lorna, obediente-. Confía en que haré eso mismo.
Levinia se mostró aliviada. Se reclinó y relajó las manos sobre el regazo. El rubor comenzó a disiparse.
– Bueno, ya nos hemos ocupado de ese asunto tan desagradable. Y de ahora en adelante, ¿puedo confiar en que permitas que sea Taylor el que proponga, en lo que dure el noviazgo?
– Madre, no estoy segura de que esté cortejándome.
– Oh, claro que sí. Es que esperaba que crecieras un poco más. Como ya has crecido, sospecho que este verano las cosas irán muy rápido.
Al parecer, no quedaba mucho por decir. Teniendo en cuenta que la conversación había dejado claro la aprobación de Levinia y Gideon hacia Taylor, en el cuarto permanecía aún cierta tensión.
– Madre, ¿puedo irme, ahora?
– Sí, claro. Tengo que terminar estas cartas.
Lorna caminó lentamente hasta las puertas dobles, las abrió y salió del pequeño salón completamente confundida. ¿Qué era lo que había tratado de decirle su madre? ¿Que los besos eran aceptables dentro de ciertos límites? ¿Que los hombres trataban de ampliar esos límites con toqueteos? ¿Tocar dónde? Si bien la advertencia de su madre fue vaga, el sonrojo habló con más claridad que ella, e insinué que no se podía hablar más del tema.
Con todo, una cosa estaba clara: si a la madre le disgustaba que Lorna y Taylor salieran al porche, si se enterase de que Lorna había mantenido un encuentro con un criado de la cocina y compartido un almuerzo campestre con él, seguramente estallaría.
Lorna decidió mantenerse alejada de la cocina y fuera de posibles problemas.
El resto del lunes pasó aburrido y sin incidentes. La gama de actividades permitidas a los seres de género femenino dejaba a Lorna aburrida e inquieta. Se podía cuidar el jardín, llenar álbumes de recortes, coleccionar caracolas, mariposas o nidos de pájaros, leer, coser, ir de compras, beber limonada en el porche, asistir a fiestas o tocar el piano.
A juicio de Lorna, era más interesante jugar al tenis, pero su amiga Phoebe Armfield había ido en tren a Saint Paul, a hacer compras, y las hermanas de Lorna estaban con Betsy Whiting. En cuanto a navegar, tras haber vuelto tarde el día anterior, Lorna tenía miedo de escabullirse en la chalupa. Claro que quedaba el bote de remos, pero si Tim y Jens Harken no la esperaban en la otra orilla, no tenía sentido. Después de un almuerzo liviano (durante el cual se preguntó si Jens habría recogido y lavado las verduras), durmió la siesta en una hamaca. Jugó al croquet con sus hermanas en el prado, a última hora de la tarde, y como pescó a Theron en el dormitorio justo antes de la cena, le advirtió que si volvía a espiarla con los prismáticos, se los metería por la boca.
El muchacho rió burlón, y canturreó:
– ¡Lorna coquetea con Taylor! ¡Lorna coquetea con Taylor! -y bajó corriendo las escaleras mientras la hermana lo perseguía para estrangularlo.
Por fin, en las primeras horas de la noche, Phoebe Armfield vino a rescatar a Lorna. Llegó caminando desde la casa de sus padres, a cuatro casas de distancia, y dijo:
– Ven a ver lo que me he comprado hoy.
Caminando hacia el oeste por la calle sombreada que cortaba en dos la isla, Lorna exclamó:
– ¡Me alegra tanto que hayas venido! ¡Hoy pensé que moriría de aburrimiento!
El retiro veraniego de los Armfield era una "cabaña" similar a la de los Barnett. Tenía diecisiete habitaciones sobre unas seis hectáreas de terreno; el padre de Phoebe era la segunda generación de un imperio minero que había hecho fortuna vendiendo mineral de hierro a las fundiciones de acero durante la construcción de los ferrocarriles.
El cuarto de Phoebe estaba encaramado en una pequeña torre con vistas al lago hacia el Norte. Las puertas del ropero estaban abiertas de par en par, exhibiendo vestidos nuevos que Phoebe lució para su amiga: uno para navegar a la luz de la luna, viaje organizado por el Club de Yates, y otro para un baile a bordo del vapor de excursión Dispatch, el fin de semana siguiente.
– Iré con Jack.
Jackson Lawless era el joven que iba a heredar la propiedad de la ferretería de su padre en Saint Paul. La casa de campo de la familia Lawless estaba en Wildwood, al otro lado del lago.
– ¿Tú irás con Taylor? -preguntó Phoebe, mientras giraba apretando contra sí el vestido.
Era una muchacha menuda, con cabello color canela y de carácter burbujeante.
– No sé. Creo que sí.
– ¿Qué es eso de que crees que sí? ¿No te gusta Taylor?
– Claro que me gusta. Es que tengo la sensación de que él está en cualquier sitio donde estén la familia de él y la mía. Si no me gustara, no tendría cómo escapar de él.
– Bueno, si no lo quieres, dímelo. A mí me parece encantador, y a mi papi le parece inteligente. Heredará los millones de su padre y los duplicará rápidamente.
– Phoebe, ¿no te aburres a veces de tener un padre millonario?
Phoebe se detuvo en medio de un giro y miró, atónita, a Lorna. Colgó la percha en la puerta del guardarropa y se tiró sobre la cama haciendo que esta se hundiera.
– Lorna Barnett, ¿qué es lo que te pasa? ¿Acaso preferirías ser pobre?
Lorna se echó hacia atrás y contempló el toldo tejido a ganchillo sobre la cama de Phoebe.
– No sé lo que digo. Lo que pasa es que estoy de malhumor. Pero piénsalo, si no tuviésemos tanto dinero, ¿les importaría a nuestros padres quiénes son nuestros amigos, o si es propio de una dama navegar y jugar al tenis? Estoy harta de que mi padre me diga qué debo hacer. ¡Y mi madre!
– Lo sé. Yo también. -De súbito, Phoebe se puso triste-. A veces, me pongo como tú. ¡Quisiera hacer algo para afirmarme, y hacerles comprender que tengo dieciocho años y no tengo por qué vivir según sus estúpidas reglas!
Lorna observó a su amiga y, de pronto, sintió que el secreto explotaba en ella. Dijo:
– Hice algo.
Phoebe salió del sopor.
– ¿Qué? ¡Lorna Barnett, cuéntame! ¿Qué hiciste?
Lorna se sentó, con los ojos resplandecientes.
– Te lo diré, pero debes prometerme que no se lo dirás a nadie, porque si mi padre se enteran me metería en un convento.
– Prometo que no lo diré. -Phoebe se persigné sobre el pecho y la insté-: ¿Qué fue lo que hiciste?
– Estuve de picnic con el criado de la cocina.
Los ojos y la boca de Phoebe se abrieron, y permaneció así hasta que Lorna le puso un dedo bajo la barbilla y empujé.
– Cierra la boca, Phoebe.
– ¡No me digas, Lorna!
– Oh, no es toque parece. También estaba ahí Tim Iversen, y hablamos de barcos. Pero es tan excitante, Phoebe! Harken piensa que puede…
– ¿Harken?
– Jens Harken, así se llama. Cree que puede diseñar un barco que revolucionará las carreras de veleros. Dice que derrotará a cualquier otra cosa que ande sobre el agua, pero ninguno de los miembros del club quiere escucharlo. Hasta llegó a poner una nota en el postre de mi padre, el sábado por la noche, y papá se enfadé tanto que hizo una escena lamentable.
– ¡Así que de eso se trataba! En la isla, todos hablaban de eso.
Lorna completé la historia, desde la discusión entre su padre y su madre en el pasillo de la cocina hasta sus propios planes de interceder ante su padre en favor de Harken.
Cuando concluyó, Phoebe preguntó:
– Lorna, no pensarás verlo otra vez, ¿verdad?
– ¡Por Dios, no! Ya te dije que sólo pienso convencer a mi padre de que lo escuche. Además, mi madre me habló esta mañana respecto de Taylor. Ella y papá creen que es el marido perfecto para mí.
– Por supuesto. Tú misma me lo dijiste.
Sin embargo, Lorna estaba pensativa. Posó la mirada sobre el toldo tejido y, distraída, metía el dedo una y otra vez y lo soltaba.
– Phoebe, ¿puedo preguntarte algo?
– Claro… -A Phoebe la afligió el rápido cambio de ánimo de su amiga, y le tocó la mano-. ¿Qué pasa, Lorna?
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