Lorna siguió mirando el toldo.

– Se trata de algo que me dijo mi madre esta mañana, y es… bueno, es confuso. -Alzó una mirada perturbada y pregunté-: ¿Jack te besó alguna vez?

Phoebe se sonrojó.

– Un par de veces.

– ¿Alguna vez… eh… te tocó?

– ¿Si me tocó? Claro que me tocó. La primera vez que me besó me sujetaba por los hombros, y la segunda, me rodeó con sus brazos.

– Creo que mi madre no se refería a eso. Dijo que los hombres trataban de tocar alas mujeres, hasta Taylor, y que si lo hacían yo debía entrar de inmediato en la casa. Cuando lo dijo, estaba muy incómoda. Tenía la cara tan roja que creí que se le saltaría el botón del cuello. Pero no sé qué quiso decir. Pensé que tal vez… bueno que quizá tú supieras.

La expresión de Phoebe se volvió desdichada.

– Lorna, algo está pasando, pues mi madre tuvo el mismo tipo de conversación conmigo un día, esta primavera, y también se puso toda roja y miró a cualquier parte, menos a mí.

– ¿Qué fue lo que te dijo?

– Dijo que yo ya era una joven dama, y que cuando saliera con Jack debía conservar las piernas cruzadas.

– ¡Las piernas cruzadas! ¿Eso qué tiene que ver con todo lo demás? -No lo sé. Estoy tan confundida como tú.

– A menos que…

La idea abrumadora las golpeé a las dos al mismo tiempo y se miraron, sin querer creerlo.

– Oh, no, Lorna, no es posible. -Reflexionaron un momento, hasta que Phoebe pregunté-: Otra vez, ¿qué fue lo que dijo tu madre?

No se dieron cuenta de que hablaban susurrando.

– Dijo que Taylor quizás intentara tocarme, y que no debía permitírselo. ¿Qué dijo tu madre?

– Que cuando estoy con Jack tengo que mantener las piernas cruzadas.

Lorna se puso las yemas de los dedos en los labios, y murmuré:

– Oh, no es posible que hayan querido decir ahí, ¿no es cierto?

Phoebe susurré:

– Claro que no se refirieron a eso. ¿Qué motivos tendría un hombre para hacer algo así?

– No lo sé, pero, ¿por qué nuestras madres se ruborizaron?

– No lo sé.

– ¿Por qué murmuramos?

Phoebe se encogió de hombros.

Tras unos momentos de meditación silenciosa, Lorna propuso:

– Tal vez puedas preguntarle a Mitchell en algún momento.

– ¡Estás loca! ¡Preguntarle a mi hermano!

– No, parece que no es muy buena idea.

– Puede enseñarnos a navegar cada vez que logremos escabullirnos, pero preferiría morir en la ignorancia antes que preguntarle cualquier cosa semejante.

– De acuerdo, ya dije que no era buena idea. ¿A quién podríamos preguntarle?

A ninguna de las dos se le ocurrió nada.

– En cierto modo -aventuré Lorna -, está relacionado con los besos.

– Yo imaginé lo mismo, pero mi madre jamás me advirtió que no aceptara los besos.

– La mía tampoco, aunque descubrió que ya lo había hecho. Ese pequeño meón de Theron nos espió a Taylor y a mí con los prismáticos, y se lo contó a mamá. Así empezó todo esto.

– Lorna, ¿alguna vez viste a tu madre y a tu padre besándose?

– Cielos, no. ¿Y tú?

– Una vez. Estaban en la biblioteca, y no sabían que yo estaba en la puerta.

– ¿Dijeron algo?

– Mi madre dijo: "Joseph, los niños".

– ¿"Joseph, los niños"? ¿Eso es todo?

Phoebe volvió a encogerse de hombros.

– ¿La tocó?

– Le sujetaba los antebrazos.

Guardaron silencio y se contemplaron sus faldas, luego entre sí, sin poder llegar a ninguna conclusión. La primera en tenderse de espaldas fue Lorna. Después, Phoebe la imito.

Se quedaron largo rato mirando hacia arriba, hasta que Lorna dijo:

– Oh, es tan confuso.

– Y misterioso.

Lorna suspiró.

Y Phoebe suspiró.

Y se preguntaron cuándo y cómo se aclararía el misterio.

4

La navegación a la luz de la luna se retraso por la lluvia, y eso obligó a Lorna a postergar la conversación con su padre hasta el sábado por la noche, cuando ella y Tim Iversen asistieron al baile a bordo del vapor Dispatch.

Se puso un vestido de lujoso organdí de seda de intenso color rosado. La chaquetilla estaba bordeada con encaje blanco, y llevaba graciosos adornos que emergían en dos cintas anchas en los hombros y se encontraban en el centro de la cintura, tanto en el frente como en la espalda. La falda, ajustada por delante, se abría en pliegues que caían por detrás hasta los talones en una pequeña cola, y la seguían cuando cruzó el dormitorio hasta el tocador.

Ernesta, la niñera, era de una ignorancia abismal en lo que se refería a peinados, sobre todo para hacer los nuevos rodetes estilo "muchacha Gibson", pero Lorna los había practicado hasta dominarlos, y despidió a Ernesta para que se ocupara de la cena de Theron mientras ella se preparaba para el baile.

Jenny y Daphne arrastraron sendos taburetes y se sentaron a ambos lados de Lorna, mientras le daba los toques finales al peinado. Las más jóvenes observaron, fascinadas, cómo Lorna formaba con tenacillas de rizar una niebla de finos tirabuzones alrededor del rostro y de la nuca. Los estiró y frunció el entrecejo al ver que se rizaban de nuevo. Entonces, se humedeció un dedo, tocó jabón y con eso se pegó dos rizos sobre la piel.

– ¡Por Dios, Lorna, eres tan afortunada…! -dijo Jenny.

– Cuando tengas dieciocho, a ti también te dejarán ir a los bailes.

– ¡Pero aún faltan dos años completos! -se quejó Jenny.

Daphne cruzó las muñecas sobre el corazón, y fingió que se desmayaba.

– ¿Y por quién suspirará cuando Taylor Du Val ya esté casado contigo?

– ¡Tú te callas, Daphne Barnett!

– Basta, chicas, y ayúdenme a sujetarme esto en el pelo.

Lorna sostenía un racimo de guisantes de olor de seda adornados con perlas en forma de lágrimas, ensartadas en alambre. Jenny conquisto el honor, y lo sujeto en el cabello de su hermana, mientras esta se colocaba pendientes de perlas y se rociaba el cuello con colonia de azahar.

El resultado final extasió a Daphne, que canturreaba:

– ¡Por Dios, Lorna, no me extraña que Taylor Du Val esté fascinado contigo!

Lorna se levantó, dio una palmada en las mejillas regordetas de Daphne, y acercó su rostro al de ella:

– Oh, Daph, eres muy dulce.

Las hermanas más pequeñas elogiaron a la mayor que hacía susurrar la cola bordeada de tafetas sobre el suelo, hasta el espejo de pie. Hizo una pose, aplastó la falda sobre el vientre y se volvió para ver todo lo que podía de la cola.

– Creo que ya estoy.

Jenny puso los ojos en blanco y cruzó hasta ella, imitando a su hermana: alzó una falda invisible, e inclinó los hombros con gracia:

– ¡La-ri-ra…! creo que ya estoy. -Se puso seria y añadió-: Serás la chica más linda en ese barco, Lorna, no finjas que no lo sabes.

– De todos modos, ¿a quién le importa ser linda? Preferiría ser aventurera, deportista e interesante. Preferiría ser la organizadora del primer club de yates para mujeres del estado de Minnesota, o cazar tigres en la estepa de África. Si pudiera hacer que nadie dijese: "Ahí va Lorna Barnett, ¿no es hermosa?", me gustaría que dijesen: "Ahí va Lorna Barnett, que pilota barcos tan bien como los hombres y caza con los mejores. ¿Sabes que tiene una docena de trofeos sobre la repisa de la chimenea, y la cabeza de un tigre encima?" Esa clase de mujer me gustaría ser.

– En ese caso, buena suerte, pues si papá se enterase de que te habías ido a África a cazar, colgaría tu cabeza encima de la chimenea. Entretanto, creo que tendrás que conformarte con Taylor Du Val como compañero de baile.

Lorna sintió pena por Jenny y también le dio palmadas en las mejillas.

– Jenny, tú también eres dulce, y le diré a Taylor que si tuvieses dieciocho años, le dejarías firmar tu carnet de baile varias veces esta noche, ¿qué te parece?

– ¡Lorna Barnett, no te atrevas a decirle semejante cosa a Taylor! ¡Si pronunciaras una sola palabra ante él creo que moriría de vergüenza!

Riendo, Lorna tomó el abanico de marfil, agitó tres dedos en señal de despedida, y salió del cuarto.

En el pasillo se encontró con la tía Agnes que salía de su propio cuarto.

– ¡Oh, pero si es la pequeña Lorna! Espera un minuto y déjame echarte un vistazo. -Tomó a Lorna de las manos y las sostuvo a los lados-. ¡Señor, estás radiante! Ya tan crecida, y vas a bailar…

La sobrina le dedicó un giro.

– En un barco.

– Con ese joven señor Du Val, supongo.

La tía guiñó los ojos.

– Sí. Me espera en el muelle.

– Es un joven apuesto. Cuando te vea, querrá llenar todo tu carnet de baile.

– ¿Lo dejo? -bromeó la muchacha.

La expresión de tía Agnes se volvió traviesa:

– Eso depende de qué otro te lo pida. Cuando el capitán Dearsley me cortejaba, yo procuraba que siempre me sacan algún otro a bailar, y así lo dejaba con la duda, pero ninguno bailaba como él. -Con expresión embelesada, cerró los ojos e inclinó la cabeza. Se tocó con una mano el corazón y alzó la otra en el aire-. Ah, bailábamos el vals hasta que el salón giraba, y la orla dorada de las charreteras se balanceaba, y nos sonreíamos… parecía que los violines sólo tocaban para nosotros.

Lorna ocupó el lugar del capitán Dearsley, y bailó con la tía Agnes por las escaleras hacia el vestíbulo, tarareando Cuentos de los bosques de Viena. Giraron juntas, sonriendo, mientras el vestido de la joven crepitaba y las dos canturreaban:

– Ta-rara-rará- ta-ra-ta rá…

– Oh, tía Agnes, apuesto a que eras la más bella de la fiesta.

– Una vez, tuve un vestido de un color muy parecido al tuyo, y el capitán Dearsley me dijo que era igual a un pimpollo de rosa. La noche que lo estrené, él estaba todo de blanco, y me atrevo a decir que todas las mujeres del salón hubieran querido estar en mis zapatos.

Siguieron bailando el vals.

– Cuéntame cómo eran tus zapatos.

– No eran zapatos, eran sandalias. Sandalias blancas de satén, de tacón alto.

– ¿Y el cabello?

– En aquel entonces era caoba intenso, recogido en los lados, y el capitán Dearsley a veces decía que atrapaba el color del atardecer y lo proyectaba de nuevo al cielo.

Alguien ordenó:

– ¡Agnes, deja ya a esa chica! ¡Los padres están esperándola en la puerta cochera!

El vals se interrumpió. Lorna se volvió y vio a la tía Henrietta de pie en la cima de las escaleras.

– La tía Agnes y yo estábamos recordando.

– Sí, lo oí. Otra vez, el capitán Dearsley. Caramba, Agnes, a Lorna no le interesan en lo más mínimo tus fantasías sobre ese hombre.

– ¡Oh, sí, me interesan! -Agnes crispé las manos como para retorcerlas, y Lorna les dio un último apretón-. Me gustaría que vinieras al baile esta noche, y también el capitán Dearsley. Taylor se anotaría en tu carnet de baile: ¡imagínate… podríamos intercambiar compañeros!

La tía Agnes le dio un beso en la mejilla.

– Eres un amor, Lorna, pero esta es tu época. Ve, con él y que tengas una velada grandiosa.

– Sí. ¿Y tú qué harás?

– Tengo que secar algunas flores, y creo que le daré cuerda al tocadiscos y escucharé un poco de música.

– Bueno, que tengas una velada agradable. Le diré a Taylor que un pimpollo de rosa le mandó saludos. -Hizo una profunda reverencia formal-. Y muchas gracias por el vals. -Al pasar junto a Henrietta, con su perpetua expresión negativa, dijo-: Cuando la tía Agnes ponga música, ¿por qué no la sacas a bailar?

La tía Henrietta resoplé por la nariz y Lorna terminó de bajar la escalera.

Fue al baile con los padres en un landó abierto. El viaje no llevó más que unos minutos, pues la isla de Manitou tenía apenas un kilómetro y medio de largo y poco más de doscientos metros cuadrados de superficie. Se comunicaba con tierra firme por un corto puente arqueado de madera, y tres manzanas después comenzaba una ringlera de impresionantes hoteles, a orillas del lago, constituyendo la ciudad de White Bear Lake en sí misma.

Al cruzar el puente de Manitou, los cascos de los caballos generaban un eco melodioso, que se atenuó cuando el coche giró hacia el sur, por la Avenida Lake. El atardecer, con dieciocho grados, dorado, era glorioso. Más allá de los árboles que rodeaban la orilla del lago, se extendían cintas de sombras hacia el este, sobre el azul del agua. Encima, las gaviotas blancas surcaban el cielo, y los veleros se deslizaban por la bahía West.

Lorna los observaba mientras Gideon, que iba con un formal atuendo negro y con las manos cruzadas sobre el puño del bastón, señaló:

– Tu madre dice que habló contigo acerca de Taylor.

– Sí.

– Entonces, ya sabes lo que sentimos por él. Tengo entendido que será tu acompañante en el baile de esta noche.

– Sí.

– Excelente.

– Pero eso no significa que no bailaré con otros, papá.