Quedaron un rato en silencio, y luego Tim agregó:

– Dice que un navío de once metros y medio pesaría dos toneladas y media en vez de las tres habituales. Gideon, ¿te imaginas de lo que sería capaz un barco tan liviano con un poco de viento?

– Papá, lo único que sugerimos es que hables con él.

– El puede explicártelo mucho mejor que yo, Gid.

– Y si no te convences de que su idea es buena, no pongas el dinero. Pero es tu mejor oportunidad de ganar el año que viene, lo sabes.

Gideon se aclaró la voz, escupió sobre la borda y lanzó la ceniza al agua.

– Lo pensaré -les dijo, y sacudió los dedos en el aire como si se limpian las migas del regazo-. Y ahora, vete y deja de fastidiarme, Lorna. Esto es un baile. Ve y baila con el joven Taylor.

La joven rió y le hizo una reverencia juguetona.

– Sí, papá. Hasta luego, Tim.

Cuando se fue, Gideon le dijo a Tim:

– Esa chica está detrás de algo, y que me condenen si sé de qué se trata.

El Dispatch amarró a las once y cuarto. Lámparas de gas iluminaban el mirador mientras los miembros del club desembarcaban y se dispersaban en grupos pequeños. Algunos de la vieja guardia decidieron tomar los aperitivos y los postres en el hotel Chateaugay, entre ellos, los padres de Lorna y de Taylor. Lorna le dio las buenas noches a Phoebe, y Taylor la tomó del brazo.

– El coche está por ahí -dijo.

– ¿Tienes que volver a recoger a tus padres?

– No. Vinimos en vehículos separados.

Caminaron por la calle entre charcos de luz de gas. Tras ellos, acabó el estrépito del motor a gasolina. En el patio del hotel, las hamacas colgaban como capullos de gusano de seda vacíos, cuyos habitantes hubiesen volado. El olor de la orilla del lago se mezclaba con el de los caballos que pasaban en fila, soñolientos, aún atados a los vehículos. Pasaron varios coches, el golpeteo de los cascos se fue desvaneciendo en la oscuridad, mientras Taylor ayudaba a Lorna a subir al coche, acercándose al caballo por el lateral para ajustarle la cincha; luego subió él al carruaje.

– Hace un poco de frío -dijo Taylor, dándose la vuelta para agarrar algo detrás de ellos-. Creo que correré la capota.

Instantes después, cuando la capota se extendió sobre las cabezas de ambos, desapareció la luz de la media luna y se renovó el olor a cuero.

Taylor tomó las riendas y las sacudió, pero el caballo inició un andar letárgico.

– Esta noche, la vieja Tulip tiene pereza. No le gusta que le interrumpan la siesta. -Miró a Lorna-. ¿Te molesta?

– En absoluto. Es una noche deliciosa.

Al paso cansino impuesto por Tulip, regresaron a la isla Manitou, a veces yendo por una sombra densa, a veces pasando por charcos de luz de luna que tomaban de color lavanda el corpiño del vestido de Lorna. Ya en la isla, pasaron bajo una avenida de olmos añosos, que ocultaban hasta el más mínimo rayo de luz que pudiese llegar desde arriba. El camino cortaba la isla en dos, dividiendo las propiedades en las de la orilla norte y la orilla sur, en cada una había una gran casa de campo con los prados que las rodeaban, por la parte de atrás, a través de lotes densamente arbolados. Pasaron junto a la casa de los Armfield, pero salieron del camino muy cerca de Rose Point y se metieron en un sendero tan estrecho que los rayos de las ruedas rozaban la maleza.

– Taylor, ¿a dónde estamos yendo?

– Un poco más allá, a un sitio desde donde podamos ver el agua. Vamos, Tulip.

El pequeño carruaje se detuvo en un pequeño claro bañado por la luna, desde el cual se divisaba una porción del lago entre los sauces, y la trasera de un cobertizo a la izquierda de ellos. En algún lado, cerca, relinchó un caballo.

– ¡Pero si estamos en la parte de atrás del establo de los Armfield!, ¿no?

Taylor puso el freno y ató las riendas alrededor del asa.

– Así es. Si nos esforzáramos en atisbar entre los árboles, hasta podríamos ver la luz del dormitorio de Phoebe.

Taylor se relajó y estiró un brazo sobre el respaldo de cuero del asiento, al tiempo que Lorna se inclinaba hacia adelante, buscando la luz de Phoebe.

– No la veo.

Taylor sonrió y le acarició el hombro desnudo con el dorso de un dedo.

– Taylor, aquí hay mosquitos.

– Sí, creo que sí, pero en cambio no hay hermanos pequeños.

Con gentileza, la hizo meterse otra vez dentro del carruaje, le sujetó la mano izquierda y comenzó a quitarle el guante. Hizo lo mismo con la derecha, la sostuvo en la suya y buscó el rostro de la muchacha.

– Taylor -susurró Lorna, con el corazón agitado-. En realidad, tendría que ira casa…

– Cuando digas -murmuro, ocultando con su cabeza la luz de la luna y rodeándola con los brazos mientras su boca se abatía sobre ella para el primer beso.

La barba era suave, los labios tibios, y el pecho que se acercó al de ella era firme. Lorna también lo abrazó, y sintió que la alzaba y la apretaba hasta que se amoldaron uno a otro de manen exquisita, y Taylor abrió la boca. El calor y la humedad de esa lengua disipó cualquier pensamiento sobre los mosquitos y Phoebe de la mente de Lorna. Al mover la cabeza y girar con un diestro movimiento, Taylor generó una magia entre las bocas unidas. La mano derecha descansó sobre la cadera, masajeando en sentido contrario de la lengua invasora. En algún sitio, se oyó una rana y, debajo de la capota, llegaron los mosquitos zumbando, zumbando, se posaron y fueron apartados a manotazos mientras el beso se prolongaba.

Al terminar, a desgana, ya sin aliento, permanecieron con las frentes y las narices tocándose.

– ¿Me perdonas por haberte traído al bosque? -preguntó él, rozándole los labios.

– ¡Oh, Taylor, nunca me habías besado así!

– Quería hacerlo. Lo supe en el instante en que bajaste hoy del coche de tu padre. ¿Cuánto tiempo crees que tardarán nuestros padres en tomar el postre?

– No lo sé -murmuró.

La boca se abatió otra vez, y la de Lorna le salió al encuentro. Con el segundo beso, las manos de Taylor ascendieron por el tórax y la espalda, como si quisiera darle calor después de un enfriamiento. Lorna pensó: "Esto no debe tener ninguna relación con los toqueteos a los que aludía mi madre, pues es una sensación sublime, y no tengo la menor gana de huir a meterme en casa".

Taylor puso fin al beso con una especie de gruñido suave de frustración y, al mismo tiempo, rodeando la cintura de Lorna con los brazos, cambió posiciones de modo que ahora, la que tapaba la luz de la luna era ella. Se inclinó hacia un lado, se estiró sobre el asiento del coche y atrajo a la muchacha hacia su propio pecho.

– Lorna Barnett -dijo con la boca apoyada en el cuello de ella -eres la criatura más bella que Dios depositó sobre esta tierra, y tienes un perfume tan exquisito que me dan ganas de comerte.

Le lamió el cuello, cosa que la tomó por sorpresa y le provocó unas risitas.

– Taylor, termina con eso. -Intentó apartarlo, pero la lengua le dejó una marca húmeda sobre la piel y avivó el perfume de azahar como una fresca brisa del sur en la noche norteña. Dejó de resistirse cerró los ojos, y dijo jadeando-: Eso debe saber horrible.

Ladeó la cabeza para complacerlo y sintió un brusco estremecimiento de advertencia que le llegaba desde el vientre. Taylor le dio un leve mordisco, como los potros mordisquean a las yeguas en la primavera, y tomando el lóbulo de la oreja de Lorna con los labios, lo succionó antes de ocuparse otra vez de los labios.

– Sencillamente espantoso… -murmuró, pasándole el sabor del perfume de su lengua a la de ella.

Donde él guiaba, ella lo seguía, abriendo la boca para disfrutar de tan excitantes sensaciones. ¡Besarse con la boca abierta…! Qué convención maravillosa y hechicera… Con la mano muy abierta sobre el costado de Lorna, Taylor recorrió con el pulgar la seda del corpiño, y con la yema rozó el costado del pecho, provocándole deliciosos temblores en todo el cuerpo.

Lorna liberó la boca y dijo, trémula:

– Taylor, tengo que irme a casa… por favor…

– Sí -murmuro, buscándole la boca con la propia, y sin dejar de acariciar con el pulgar por debajo del pecho de la muchacha-…Yo también…

– Taylor, por favor…

El joven daba señales de resistirse cuando un mosquito le picó la frente. Cuando lo apartó de una palmada, Lorna se incorporó y puso distancia entre los dos, aunque la falda quedó atrapada bajo la pernera del pantalón.

– No me gustaría que mis padres tuviesen que arrastrarme a casa, Taylor.

– No, claro que no. -Se enderezó y se pasó las manos por el cabello-. Tienes razón.

Lorna recuperó la falda, se acomodó el corpiño, se tocó el pelo y dijo:

– ¿Estoy despeinada?

Le hizo girar la cara con la mano. La observó, con una sonrisa agradable, recorriendo la raíz del cabello y la mirada se posó en la boca.

– Nadie sospecharía nada -respondió. Cuando Lorna iba a apartarse, Taylor la retuvo y, pasándole el pulgar por la barbilla, dijo-: Eres tan tímida… Eso me resulta muy atractivo. Le besó la punta de la nariz-. Señorita Barnett -bromeé- este verano me tendrás rondando alrededor de ti con mucha frecuencia.

La joven lo contemplé con la sensación de maravilla de una muchacha que ingresa por primera vez al reino seductor de lo carnal, y se siente subyugada por ese reino y por el hombre que la introdujo en él.

– Señor Du Val -replicó, sin pudor-, así lo espero.

5

El martes después del baile a bordo del Dispatch, por la tarde, un pequeño bolso de Levinia, de esos que se cierran con un cordón, apareció en la cocina con la orden de que lavasen las monedas con agua y jabón. Jens Harken estaba haciéndolo, cuando entró el ama de llaves, Mary Lovik.

Era una mujer parsimoniosa, con una cara como una tortita, afinada por la expresión severa que reducía la boca a un tercio del tamaño normal, y daba a los ojos la expresión de una comadreja. Llevaba una gorra blanca en forma de soufflé, que se diferenciaba del de las otras criadas por los pliegues y por lo diminuta. Cabello negro, vestido gris y delantal tan almidonado que hacía el mismo sonido que una hoja metálica cuando caminaba.

Los subordinados de la señora Lovik nunca la veían de otro modo que no fuera con ese aire de superioridad. En la escala de los criados, estaba en la cima, junto con Chester Poor, el mayordomo, y todos los demás estaban por debajo de ella, cosa que le daba mucho placer recordarles a cada paso.

– ¡Harken! -vociferó, cerrando la puerta de la cocina y entrando como una tromba-. El señor Barnett quiere verlo en el estudio.

Las manos de Harken quedaron inmóviles sobre el agua jabonosa.

– ¿A mí?

– ¡Sí, a usted! ¿Acaso ve aquí a otra persona llamada Harken? ¡Al señor Barnett no le gusta esperar, de modo que, suba de inmediato!

– Sí, señora. En cuanto termine con estas monedas.

– Ruby puede terminar. Ruby, termine de lavar y secar las monedas de la señora Barnett, y cerciórese de que no falte ni una.

Harken dejó caer las monedas en el fregadero, y tomó una toalla para secarse las manos.

– Lovik, ¿sabe qué es lo que quiere?

– Para usted, señora Lovik, y por cierto que no sé lo que quiere, aunque no me sorprendería que lo despidiese por charlar demasiado de barcos. ¡Señora Schmitt! ¿Acaso sus ayudantas no tienen nada mejor que hacer que quedarse paradas con la boca abierta cada vez que alguien entra aquí? Chicas, a trabajar. Ruby, su delantal está sucio. Cámbielo enseguida. ¡Harken, muévase!

En cuanto Harken lo hizo, la señora Lovik lo reprendió antes de que traspasara la puerta de vaivén:

– Por el amor de Dios, dé la vuelta a los puños y abotónese el cuello. No puede entrar en el estudio del patrón como la gentuza de la cocina.

Mientras se abrochaba el cuello y empujaba la puerta de costado, respondió:

– Soy la gentuza de la cocina, señora Lovik, y el patrón lo sabe.

– No me importan mucho sus opiniones. Harken, y podría agregar esto: si por mí fuese, usted se habría ido la misma noche que puso esa nota tan irrespetuosa en el helado del patrón.

– Pero no dependía de usted, ¿no es cierto? -Le dirigió una sonrisa desvergonzada y, señalando con un gesto el pasillo que daba al comedor, dijo-: Después de usted, señora Lovik.

Con un crujido del delantal, la mujer pasó junto a él con la nariz levantada y la gorra balanceándose. Con aire formal, abrió la marcha hasta el pie de la escalera principal, y le hizo ademán de que subiera.

– ¡Arriba! Y vuelva a la cocina de inmediato cuando el patrón lo haya despedido.

Arriba.

¡Dios del cielo, sí que había escalones! Nunca hasta entonces había estado ahí, ni visto la resplandeciente barandilla de caoba, ni los querubines del poste de la escalera. Los pequeños desnudos sostenían lámparas de gas y le sonreían mientras subía pisando una alfombra turca azul, roja y dorada. Encima, una ventana arqueada con un cabezal de vidrio daba al patio, y un segundo par de angelotes sostenían otra lámpara. Al llegar a ellos, se vio sobre una "T" donde se detuvo, mirando a derecha e izquierda. En ambas direcciones, había puertas que daban al pasillo, y no tenía noción de cuál de ellas accedía al estudio del señor Barnett.