– ¿Y le gusta?
Pensó un instante:
– En cierto modo. No obstante, Taylor no cree en nada de la manera que usted cree en su barco. La familia de él está en la industria de los molinos harineros y, pan ser sincera, es un tema bastante tedioso: la cosecha de trigo, la proyección de los precios del mercado, el suministro de bolsas de algodón. Claro que, cuando estamos juntos, hablamos de otras cosas, pero suelen ser repetitivas: mi familia, la familia de él, qué bailes habrá en el club, qué fiestas habrá en el Pabellón Ramaley.
– ¿Participa en las carreras?
– La familia. Son dueños del Kite.
– Lo vi. Tiene una quilla pesada.
En los ojos de Lorna brilló una chispa divertida y traviesa.
– ¿No lo son todos, comparados con lo que usted se propone construir?
Durante un rato, permanecieron los dos sonriéndose, compartiendo la expectativa de construir el bote y verlo navegar por primera vez, preguntándose, inquietos, qué pasaría hasta entonces. Una mosca zumbó en un rayo de sol cerca de la puerta abierta, y una brisa pasajera llevó un tierno mensaje entre los árboles y se alejó.
Lorna Barnett era el ser más hechicero que hubiese conocido. Y como parecía tan sensata y carente de pretensiones como cualquier miembro del personal de la cocina, decidió confiar en ella.
– Señorita Lorna, ¿puedo decirle algo?
– Lo que sea.
– En cuanto este barco participe en carreras, pienso no volver a poner un pie en la cocina.
– Bien, Harken. De todos modos, yo no creo que ese sea lugar para usted.
Estaban lo bastante cerca para que Lorna viese la decisión en los ojos de Jens, y este, la corroboración en los de ella, para que oliera el perfume de azahar de la colonia, y ella, el agua con vinagre que Jens usaba para limpiar las ventanas y sobre todo para darse cuenta de lo impropio que era y no darle importancia.
– ¿Qué hará? -preguntó la muchacha.
– Quiero tener mi propio astillero.
– ¿De dónde sacará el dinero?
– Estoy ahorrando. Y tengo un plan. Quiero traer a mi hermano de New Jersey, para trabajar conmigo.
– ¿Lo echa de menos?
Respondió con un chasquido de lengua y una mirada nostálgica, cargada de recuerdos.
– Es mi único familiar.
– ¿Le escribe?
– Casi todas las semanas, y él me contesta.
Lorna dibujó una sonrisa cómplice:
– Harken, ¿esta semana tendrá algo para contarle, eh?
Jens también sonrió y, por un instante, compartieron la victoria, unidos por una sensación subyacente de lo mucho que disfrutaban estando juntos. El lapso de silencio se alargó, transformándose en un estado de conciencia en el que se dedicaron otra vez a admirar el rostro del otro, por primera vez en intimidad total. Afuera, el bosque estaba tranquilo, no se oía ni el piar de un pájaro. En el otro extremo del cobertizo seguía zumbando la mosca, y la luz verdosa proyectaba sombras de hojas sobre el suelo tosco y la cara interior de la pared, formando un encaje sobre los pernos oxidados y las chapas cubiertas de polvo. Dentro, donde estaban Jens y Lorna, la luz de la ventana a medio lavar sólo les iluminaba un lado de la cara. La de ella, tersa y curva, alzada por el alto cuello de encaje que casi le tocaba los lóbulos de las orejas. La de él, polvorienta y angulosa, acariciada por el cuello abierto de la rústica camisa de cambray.
Después de un largo momento de observación silenciosa, Jens habló con suavidad:
– No creo que su padre apruebe la presencia de usted aquí.
– Mi padre fue a la ciudad. Y mi madre está durmiendo la siesta con un paño frío en la frente. Peor todavía, yo siempre fui una hija indócil, y ellos lo saben. Yo soy la primera en admitir que les di bastante trabajo para educarme.
– ¿Por qué será que no me sorprende?
En respuesta, Lorna sonrió. Cuando volvió a hacerse el silencio y no se les ocurría un modo apropiado de llenarlo, empezaron a sentir una fuerte conciencia de soledad.
Lorna se miró las manos.
– Creo que tengo que irme, y dejar que siga trabajando.
– Sí, creo que sí.
– Pero antes hay algo que tengo que decirle, con respecto a ayer.
– ¿Ayer?
Otra vez, alzó la mirada hacia él.
– Es decir, cuando fui a la cocina y comí pastel con usted. Después, cuando ya era tarde, advertí que hice sentirse a todos muy incómodos. Quería agradecerle por entenderlo, Harken.
– No es nada, señorita. Tenía derecho de estar ahí.
– No. -Le tocó el brazo con cuatro dedos sobre su piel desnuda, encima de la muñeca, con la ligereza de un colibrí. Advirtiendo el error, la retiró rápidamente y apretó los dedos con el puño-. Le dije que soy rebelde. A veces, hago cosas de las que me arrepiento. Y cuando la señora Schmitt puso esa bandeja de plata con mi porción, la mejor cubertería de plata y la servilleta de lino… habría dado cualquier cosa por estar en otro lado. Usted lo supo e hizo lo que pudo para aliviar mi incomodidad. No lo pensé, Harken. De todos modos, gracias por la rapidez de su reacción.
Aunque Jens podía seguir insistiendo en que estaba equivocada, los dos sabían que no era así.
– Me alegro, señorita -respondió-. Debo admitir que me siento un poco más cómodo conversando con usted aquí, lejos de los otros. Ellos…
Se interrumpió con brusquedad, dejándole a Lorna la sensación de que habría preferido no decir nada.
– ¿Ellos qué?
– Nada, señorita.
– Sí, hay algo más. ¿Ellos qué?
– Por favor, señorita
Ella volvió a tocarle el brazo, esta vez con insistencia.
– Harken, sea sincero conmigo. ¿Ellos qué?
Jens suspiró al comprender que no tenía modo de eludir la pregunta.
– A veces interpretan mal las intenciones de usted.
– ¿Qué dicen de mis intenciones?
– Nada específico.
Se ruborizó y apartó la vista, al tiempo que se quitaba del hombro el trapo sucio.
– No es sincero conmigo.
Cuando los ojos se encontraron otra vez, la mirada de Jens tenía la pasividad bien entrenada del personal doméstico.
– Si me disculpa, señorita Lorna, su padre me dio un límite de tiempo y tengo que volver a trabajar.
Hacía mucho tiempo que Lorna Barnett no se enfadaba tanto, tan rápido:
– ¡Oh, es igual que él! -Incrustó los puños en las caderas-. ¡A veces, los hombres me enfurecen! Puedo hacerlo hablar, ¿sabe? ¡Prácticamente, usted es mi empleado!
Jens quedó tan abrumado por ese arrogante y súbito arranque que quedó atónito, mudo. Por un instante, apareció la estupefacción en su semblante, seguida de inmediato por la desilusión y un rápido retomo a la realidad.
– Sí, lo sé.
Se dio la vuelta antes de que Lorna viese los manchones de color que subían a sus mejillas. Se puso de cuclillas para volver a tomar el trapo del balde, lo retorció y, sin añadir otra palabra, trepó al barril y reanudó la limpieza de la ventana.
Tras él, la cólera de Lorna se derrumbó con la misma velocidad que surgió. Se sintió mortificada por la desconsiderada explosión, y dio un paso hacia Jens, alzando la vista.
– Oh, Harken, no quise decir eso.
– Está bien, señorita.
Sintió que le ascendía calor por el cuello; qué ridículo debió parecerle el perder de vista su propia condición y permitir que se manifestara su atracción por ella.
La joven avanzó otro paso.
– No, no está bien. Es que… es que me salió sin pensar, eso es todo… por favor. -Se estiró como para tocarle la pierna, pero retiro la mano-. Por favor, perdóneme.
– No hay nada que perdonar. Usted tenía razón, señorita.
Ni la miró, ni dejó de limpiar el cristal de la ventana. Mientras secaba, el trapo chirrió contra el cristal, a la vez que lo ocultaba de la muchacha.
– Harken.
No hizo caso del ruego que vibraba en su voz y siguió su tarea, obstinado.
Lorna esperó, pero la intención de Jens era evidente, el dolor era evidente, y la barrera entre ellos era tan palpable como las paredes del cobertizo. Se sintió como una tonta arrebatada, pero no supo cómo aliviar la herida que ella misma había causado.
– Bien -dijo en voz queda, llena de remordimiento-. Lo dejaré en paz. Lo siento, Harken.
No tuvo necesidad de dame la vuelta para saber que se había ido. Al parecer, el cuerpo de Jens había desarrollado sensores que se erguían cada vez que Lorna entraba en su radio de acción. En el silencio que había sobrevenido después de irse, la sensación se marchito, perdió fuerza, y Jens quedó de pie sobre el barril de madera, con las palmas de las manos apoyadas con fuerza contra el borde inferior de la ventana, y el trapo colgando inmóvil de una de ellas. Giró la cabeza, miró fuera, sobre su hombro izquierdo, al polvo encendido por el sol por donde ella había barrido un surco con sus enaguas. La mirada regresó a la escena fuera de la ventana, que era un conjunto boscoso de ramas, hojas, moho y espesura. Exhaló un gran suspiro, bajó lentamente del barril y se quedó ahí, inmóvil. Herido. "En última instancia", pensó, "es tan aristocrática como sus padres, y a mí no me conviene olvidarlo. Tal vez Ruby tenía razón y Lorna Barnett era una chica rica aburrida, que jugueteaba con el criado sólo para divertirse."
Con súbita vehemencia, arrojó el trapo al balde, salpicando agua sucia en el piso, donde ennegreció las planchas polvorientas, y después dio una patada al barril, que cayó rodando.
El resto del día estuvo antojadizo y descontento. Esa tarde, salió con Ruby a pasear y la besó en la huerta de hierbas antes de entrar por la puerta de la cocina. Pero besar a Ruby era como besar a un cocker spaniel cachorro: resbaladizo y difícil de controlar. Se sorprendió de sentirse impaciente por limpiarse la boca y librarse de las ganas de la muchacha que le rodeaban el cuello.
Más tarde, en la cama, pensó en Lorna Barnett… vestida con rayas blancas y rosas y oliendo a azahares, con sus excitados ojos castaños y la boca como fresas maduras.
¡A esa mujer le convendría mantenerse lejos del cobertizo!
Eso fue lo que hizo Lorna durante tres días; al cuarto, estaba de vuelta. Eran más o menos las tres de la tarde y Jens estaba sentado sobre un barril, dibujando una larga línea curva en una hoja de papel manila sobre una mesa hecha con tablas y caballetes.
Terminó y se echó hacia atrás para observarlo, hasta que sintió unos ojos sobre él. Miró a la izquierda, y ahí estaba, inmóvil como una estatua en el vano de la puerta, con una camisa azul de mangas anchas, y las manos a la espalda.
El corazón le dio un vuelco, y enderezó lentamente la espalda:
– Bien -dijo.
Lorna no se movió, y siguió con las manos a la espalda.
– ¿Puedo entrar? -preguntó, humilde.
La contempló un momento, con el lápiz en una mano y una curva de barco en celuloide en la otra.
– Como guste -respondió, y continuó el trabajo, consultando una tabla numérica que tenía a la derecha del dibujo parcialmente terminado.
Lorna entró con pasos medidos y cautelosos y se detuvo al otro lado de la mesa, permaneciendo ante Jens en pose de penitente.
– Harken -dijo en voz muy suave.
– ¿Qué?
– ¿No piensa mirarme?
– Si usted lo dice, señorita…
Obediente, alzó la vista. De los párpados de Lorna colgaban unas lágrimas inmensas. El labio inferior temblaba, contraído en un puchero.
– Lo siento mucho, mucho -susurró- y jamás volveré a hacerlo.
"¡Oh, dulce Señor!", pensó, "¿acaso esta mujer no sabe el efecto que tiene sobre mí, ahí de pie, tan infantil con las manos a la espalda y unas lágrimas del tamaño de las uvas que hacen devastadores a esos ojos?" Esto era lo último que podía esperar. Verla, le provocó un terremoto en el corazón y un nudo en el estómago. Tragó dos veces, pues sentía el bulto de las emociones como si fuese un copo de algodón que le bajaba por la garganta. Señorita Lorna Barnett, pensó, si sabe lo que le conviene, se irá de aquí a toda velocidad.
– Yo también lo siento -respondió-. Olvidé mi lugar.
– No, no… -Sacó una de las manos y tocó el papel como si fuese un amuleto-. Yo tuve la culpa por querer obligarlo a decir cosas que usted no quería decir, por tratarlo como a un inferior.
– Pero tenía razón: yo trabajo para usted.
– No. Trabaja para mi padre. Usted es mi amigo, y me sentí desdichada durante tres días, creyendo que había arruinado nuestra amistad.
Jens se contuvo y no dijo que él también. No supo qué decir. Le costaba un esfuerzo tremendo quedarse en el barril y dejar que la mesa se interpusiera entre ambos.
En voz muy queda, como si les hablara a los planos, Lorna dijo:
– Creo que sé lo que dicen en la cocina. No es muy difícil imaginárselo. -Alzó la vista-. Que yo estaba coqueteando con usted, ¿no es cierto? Que me divertía con un criado.
Jens fijó la vista en el lápiz.
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