Otoño en el corazón

1

Lago White Bear, Minnesota

1895


El comedor de Rose Point Cottage vibraba con las conversaciones. En tomo a la inmensa mesa de caoba se sentaban dieciocho personas, al resplandor de la lámpara de gas, y disfrutaban del tercer plato consistente en espárragos helados rodeados de semillas de berro en conserva, bollitos moldeados en forma de cisnes, y trocitos de manteca como hojas de nenúfar. La mesa, cubierta de mantel de hilo de Irlanda con el emblema de la familia Barnett, lucía cubiertos de plata de Tiffany, y vajilla de Wedgwood Queen. El centro de mesa estaba constituido por cincuenta rosas Bourbon Madame Isaac Pereire, de los mismos jardines de la casa de campo, y el intenso aroma de las flores apenas se disipaba en la brisa de las nueve de la noche, que entraba por las ventanas que daban al lago.

Las paredes del salón estaban cubiertas de papel William Morris, que exhibía racimos de uvas y hojas de acanto sobre fondo granate. El enmaderado, de cerezo color rubí al nivel de los hombros rodeaba los ventanales de casi tres metros de ancho, y en cada esquina remataba en molduras hechas a mano, desde las cuales sonreían a la concurrencia unos querubines, también tallados a mano.

En la cabecera, presidía Gideon Barnett, un individuo robusto, de bigote gris de morsa, y papadas tan abultadas como un postre espeso, derramado. En el otro extremo, Levinia, su esposa, con enormes pechos tan alzados como una vela hinchada por el viento. Usaba el cabello de acuerdo con su condición, con una diadema sobre la coronilla, y a los lados, enrollado en un perfecto rizo plateado, sujeto con peinetas y una rosa de organza de seda. Esa noche, los cuatro hijos de los Barnett, que iban desde los doce a los dieciocho años, tenían permiso para quedarse en la mesa, igual que las tías Agnes y Henrietta, las hermanas solteronas de Gideon. Estaban presentes, además, los miembros de la elite, socios del Club de Yates de White Bear, amigos de los Barnett que, como ellos, venían de Saint Paul a sus respectivas casas junto al lago, como todos los veranos.

La cena debió ser una celebración de triunfo, pues el Club de Yates de Minnetonka, con mucho bullicio y mucha publicidad para ese floreciente deporte, desafió al Club de Yates de White Bear a una serie trianual de regatas, la primera de las cuales se corrió ese día. En una sociedad en la que la navegación a vela se había convertido en una obsesión, y en la que sus miembros tenían un ansia casi rabiosa de ganar, la derrota de esa tarde dejó un sabor tan amargo como si hubiesen perdido un juicio.

– ¡Maldición! -explotó Gideon, dando un puñetazo en la mesa-. ¡No puedo creer que no haya ganado ninguno de nosotros!

Todavía usaba los pantalones blancos y el suéter azul con las iniciales del club en grandes letras blancas sobre el pecho.

– ¡Cualquiera sabe que el Tartar es más veloz que el Kite!

Barnett golpeó otra vez la mesa y las copas tintinearon.

Desde el extremo opuesto de la mesa, Levinia arqueó la ceja izquierda y le lanzó una mirada de reproche: la cristalería era Waterford, y pertenecía a un juego de veinticuatro piezas.

– ¡Tendríamos que haber cambiado los planes de navegación! -continuó Gideon

– ¿Cambiar los planes de navegación? -repitió el amigo, Nathan Du Val-. La nave ya lleva más de doscientos metros de vela, Cid, y tú sabes que eso es más de lo que puede cargar un barco de cinco metros.

– Tendríamos que haberlas hecho de seda, para que fuesen más livianas. ¿No dije yo, acaso, que teníamos que probar con velas de seda?

Nathan continuó, con mucho más control sobre sí mismo que Gideon:

– Gid, el problema no es con el velamen, sino con el arrastre. Me parece que el fondo del Tartar es muy pesado.

– ¡Entonces, tenemos que reducir ese peso! Recuerda lo que digo: ¡reduciremos el peso y el año que viene ganaremos la segunda carrera!

– ¿Cómo?

– ¿Cómo? -Barnett alzó las manos-. ¡No sé cómo, pero me niego a perder diez mil dólares con esos malditos sinvergüenzas de Minnetonka, en particular teniendo en cuenta que ellos nos desafiaron a esta carrera de tres años seguidos!

Levinia dijo:

– Nadie te obligó a apostar una suma tan alta, Gideon. Podrías haber puesto cien dólares.

Pero se disfrutaba tanto de las apuestas como de las carreras en sí mismas, y los miembros del club ponían con gusto los diez mil dólares.

Un criado se acercó a la derecha de Gideon y le preguntó con voz queda:

– ¿Terminó con los espárragos, señor?

Gideon lo desechó con un gesto y ladró:

– Sí, llévatelos.

Y rezongó a la esposa:

– Todos los hombres que están en esta mesa pusieron la misma cantidad en la regata, Levinia, y ninguno de nosotros quiere perder contra esa banda, pues todos los periódicos del país nos observan, y Tim está aquí fotografiando los eventos.

Se refería a Tim Iversen, miembro del club y fotógrafo de éxito, que registraba la regata desde el comienzo.

– Y dejando de lado el tema del dinero, yo soy el presidente de este club, y odio perder. Por lo tanto, la cuestión pendiente sigue siendo: ¿cómo conseguimos un barco que derrote a los de ellos?

Lorna, la hija de Gideon, consideró que ya se había mordido la lengua demasiado tiempo:

– Podríamos contratar a los hermanos Herreshoff para diseñar y construir un barco.

Todos los ojos de los presentes en el salón se volvieron hacia la hermosa joven de dieciocho años, que mantenía la vista clavada en su padre. Tenía un peinado estilo "chica Gibson", con una serie de rizos en la nuca y una línea lánguida que resultaban mucho más favorecedores que la corona de trenzas de su madre. Se peinaba así desde el verano anterior, cuando el señor Charles Dana Gibson fue huésped del Rose Point Cottage, y le ofreció largas disertaciones acerca de la personificación de "sus chicas", y del mensaje que expresaban: que las mujeres podían seguir siendo femeninas y, al mismo tiempo, conservar la libertad y la individualidad. Tras la visita de Gibson, Lorna no sólo cambió el peinado sino que también reemplazó los complicados polisones y las sedas por una sencilla blusa camiseta y una falda, que era lo que usaba esa noche. Al enfrentarse a su padre, los ojos castaños de la muchacha parecían lanzar chispas de desafío: -

– ¿Podemos, papá?

– ¿Los hermanos Herreshoff? -repitió el padre-. ¿Los de Providence?

– ¿Por qué no? Sin duda, podemos permitírnoslo.

– ¿Qué sabes tú de los hermanos Herreshoff?

– Sé leer, papá. Los nombres de ellos figuran en casi todos los números de la revista Outing. ¿Conoces a alguien más capaz?

Lorna Barnett sabía bien que al padre le fastidiaba el interés de la hija por los deportes poco femeninos como la navegación a vela, por no hablar del tenis: si fuera por él, Lorna tendría que quedarse callada durante toda la cena, como una verdadera dama. Pero para Lorna las verdaderas damas eran lo más aburrido del mundo. Más aún, saber que el padre se culpaba a sí mismo por la recién descubierta atracción de la hija hacia los deportes que el señor Gibson había incentivado, aliviaba la sensación de desquite de Lorna. A fin de cuentas, ¿quién había invitado al señor Gibson sino el padre de Lorna? En cuanto llegó el joven artista, con sus ideas revolucionarias sobre la liberación de las mujeres norteamericanas, Lorna adoptó los hábitos y la vestimenta de la "chicamuchacho" de Gibson. Gideon explotó:

– ¡Esto es indignante! ¡Una hija mía revoloteando por ahí en una cancha de tenis, mostrando los tobillos…! ¡Y obligando a las amigas a formar el grupo femenino del Club de Yates de White Bear! ¡Si cualquier estúpido sabe que el lugar de una mujer es el salón!

Y nada menos que en una cena, delante de todos los amigos de Gideon, Lorna tenía la audacia de proponer una solución a los problemas de ellos:

– ¿Conoces a alguien más capaz? -repitió Lorna, al ver que su padre la miraba, furibundo.

El apoyo llegó a través de Taylor Du Val, sentado junto a Lorna.

– Gideon, debes admitir que tiene algo de razón.

Gideon pasó la vista de la hija a Taylor. Este, a los veinticuatro años, se parecía al padre tanto en apariencia como en habilidad comercial, y era un joven brillante que, sin duda, se abriría camino. En tomo a la mesa, los hombres intercambiaron miradas: Gideon, Taylor, Nathan, Percy Tufts, George Whiting y Joseph Armfield, que no sólo constituían el grupo más poderoso e influyente del Club de Yates de White Bear sino también el de la vida financiera de Minnesota. Aparecían en el Who’s Who de Minnesota, como poseedores de vastas fortunas extraídas de ferrocarriles, minas de mineral de hierro, molinos harineros y, en el caso de Gideon Barnett, la madera. Lorna tenía razón: sin duda podían permitirse contratar a los hermanos Herreshoff para que construyesen un balandro ganador, y si las esposas se oponían…

Pero las esposas no harían tal cosa. Las regañinas de Levinia no significaban gran cosa, pues la dedicación de los esposos al yachting les daba notoriedad a ella y a las otras integrantes del círculo social. Se consideraba elegante, propio de privilegiados, y como suscitaba el interés de los periódicos, las mujeres aparecían en fotografías junto a sus esposos. Cada una de las presentes comprendía que su medida estaba en la extensión de la sombra de su marido, y ninguna de ellas presentaría la menor objeción por encargar un velero a los diseñadores más famosos de Norteamérica.

– Se podría hacer. Podríamos encargarlo -dijo Barnett.

– Esa gente de Nueva Inglaterra siempre supo construir barcos.

– También conocen los méritos relativos de las velas de seda.

– ¡Podemos telegrafiarles mañana mismo!

– Y contar con un dibujo a escala hecho a mano a finales del verano, y el barco mismo en mayo próximo, justo para la temporada de navegación.

Mientras los hombres pasaban revista a todas las posibilidades, con los rostros encendidos, el disgusto de antes fue reemplazado por entusiasmo.

Entretanto, ya habían retirado de la mesa el tercer plato. Un criado se acercó a Levinia y le anunció con voz queda:

– Señora, el plato principal.

Levinia alzó la vista y, mientras el hombre se limitaba a permanecer de pie con la fuente de tapa dorada, se le formaron dos pliegues en el entrecejo:

– ¡Pero, por el amor de Dios, déjelo! -le ordenó, en sordina.

Desde cierta altura, Jens Harken dejó caer la fuente caliente, la tapa abovedada se inclinó hacia un lado y sonó como la campana de una boya.

Levinia alzó la mirada. Como el resto de las damas presentes, si bien con respecto al esposo no era más que una sombra, a la cabeza del personal doméstico reinaba sin discusión. Inquieta por la posibilidad de que su grandeza como anfitriona quedara empanada por la incompetencia del personal, preguntó con vivacidad:

– ¿Dónde está Chester?

– Se fue a su casa, señora. Su padre está enfermo.

– ¿Y Glynnis?

– Le duele un diente.

– ¿Usted quién es?

– Jens Harken, señora, el ayudante para todo servicio de la cocina.

El rostro de Levinia se puso encarnado. ¡El ayudante para todo servicio, la noche de una cena importante, nada menos…! ¡El ama de llaves tendría que oírla! Ceñuda, miró al robusto joven, trató de recordar si lo había visto antes, y ordenó:

– Quite la tapa.

El obedeció, poniendo al descubierto una cerceta asada, rodeada de alcachofas de Jerusalén y coles de Bruselas. Alrededor, un arabesco de puré de patatas dorado en el horno, formaba un perfecto marco ovalado.

Levinia examinó la obra de arte, eligió un tenedor, pinché el ave, y dirigiendo a Jens un gesto de aprobación, le indicó:

– Proceda.

Con calma, Jens atravesó la puerta vaivén. Ya en el otro lado echó a correr por el pasillo absurdamente largo, traspasó una segunda puerta vaivén y por fin entró en la cocina.

– ¡Demonios, casi cinco metros de pasillo para que los olores no llegaran al comedor…! ¡Los ricos están locos!

Hulduh Schmitt, la cocinera principal, le depositó con fuerza dos platos en las manos y le ordenó:

– ¡Ve!

Recorrió ocho veces más el largo de ese pasillo, frenando centímetros antes de llegar al comedor, y disimulando la agitación cuando entraba y colocaba los platos delante de los comensales. En cada viaje, oía retazos de conversación acerca de la regata del día, los motivos de que el Tartar, el balandro de Barnett, hubiese perdido, cómo garantizar que ganara la carera del año siguiente, y si las causas del fracaso eran el peso del anda, las velas, la distribución de los sacos de arena o el capitán contratado. No cabía duda de que todos ellos eran entusiastas, a todos les había picado el bicho de la navegación con tanta virulencia que se había extendido sobre ellos como una erupción, en el anhelo de superar al club Minnetonka.