Taylor echó un vistazo, y murmuro:
– Me parece que también tiene pelo en las orejas.
Con una sonrisa especial, íntima, dirigida a los ojos castaños de Lorna, dijo:
– Te veré en el intervalo.
El concierto estuvo inspirado. La música de Sousa, originaria de América, hizo que a Lorna se le erizan el vello de los brazos y la hizo temblar por dentro. Provocó una tempestad de aplausos y sonrisas en todo el público.
Durante el intervalo, en el vestíbulo, Taylor le dijo a Lorna:
– Te eché de menos.
– ¿Sí?
– Por cierto, pienso buscar compensación más tarde, en tu casa.
– Calla, Taylor. Podrían oírte.
– ¿Quién va a oírme? Todos están conversando.
Le tomó la mano, la puso sobre su propia palma y pasó la mano sobre ella una y otra vez, como si quisiera alisar una página arrugada.
– ¿Tú me echaste de menos?
– No.
– Una dama no responde esas cosas -respondió.
Taylor rió y le besó las uñas.
A la recepción en Rose Point asistieron cincuenta personas de la elite de White Bear Lake. El comedor estaba festoneado de flores rojas, blancas y azules. Una torta con forma de tambor, con el águila americana aferrando las flechas de oro en las garras, se recortaba sobre la aurora boreal. El té estaba aromatizado con geranios rosas, y los sandwiches diminutos tenían tal colorido que podrían tomarse por joyas. El gentío era más ruidoso que de costumbre, porque la presencia del patriota gentil pero feroz, cuya fama se extendía más allá de las costas de América -desde que renuncio al puesto de director de la Banda de la Marina de Estados Unidos y comenzó a hacer giras mundiales- reavivaba los ánimos. Con la perilla de chivo, las gafas ovaladas y el uniforme blanco con tres medallas sobre el pecho, Sousa se inclinó sobre la mano de la tía Agnes, mientras Lorna observaba desde lejos.
– Mira a la tía Henrietta -le dijo a Taylor-. En cuanto Sousa se dé la vuelta, dirá algo para estropear la alegría de tía Agnes.
En efecto, la boca de Henrietta se puso tensa como el cordón de cierre del bolso cuando le dedicó una severa reprimenda a su hermana. La animación de Agnes cesó de inmediato.
– ¿Qué hace a la gente comportarse así?
– Lorna, tu tía Agnes está un poco chiflada, y Henrietta no hace más que contenerla.
– ¡No está chiflada!
– ¿Te fijaste en el modo en que siempre recuerda al joven capitán Dearsley? ¿No te parece que eso es un poco delirante?
– Pero ella lo amaba. A mí me parece que es muy dulce que lo recuerde así, y que la tía Henrietta es demasiado cruel. Le dije a mi madre que creo que odia a los hombres. Uno de ellos la engañó cuando era joven, y no puede decir nada bueno de ellos.
– ¿Y qué me dices de ti?
Como no respondió, Taylor dijo:
– Creo que te he perturbado, Lorna. Lo siento. Precisamente esta noche, no quería hacer eso.
Taylor estaba detrás de Lorna. Lorna sintió que le acariciaba el centro de la espalda. Sintió un estremecimiento que le subía por los brazos, al mismo tiempo que sorpresa, pues estaban en medio de un vestíbulo colmado, y el padre estaba a pocos metros, en el arco que daba al salón pequeño, y la madre en el otro extremo del comedor. Semejante audacia bajo las narices mismas de sus padres… Taylor le preguntó:
– ¿Crees que nos echarán de menos si salimos al jardín unos minutos?
Cosa rara, en ese momento pensó en Harken. Harken, que ocupaba sus pensamientos casi todo el tiempo que estaba alejada de Taylor.
– Creo que no debemos hacerlo.
– Tengo algo para ti.
Lorna miró sobre su hombro, y casi chocó la sien con la barbilla de él. Su barba oscura era fascinante, los ojos y los labios le sonreían… y este era el hombre con el que sus padres querían que se casara.
– ¿Qué?
En ese espacio secreto entre los dos, los dedos parecían encontrar y contar las vértebras bajo el vestido.
– Te lo diré en el jardín.
Era una muchacha joven, núbil, susceptible a cada sutileza del cortejo, a las caricias y los halagos y a las insinuaciones en sí mismas.
Se volvió y encabezó la marcha hacia la puerta.
Afuera, Lorna caminó junto al joven sobre los senderos de grava, entre las preciosas rosas de su madre, alrededor de las fuentes cantarinas, más allá de los canteros de los que se cortaban los fragantes crisantemos y las caléndulas. Cuando se detuvo en el camino iluminado por la luna, que se veía desde varias ventanas, Taylor la tomó del codo y dijo:
– Aquí no.
La llevó a la parte más alejada del jardín, en el invernadero, donde había humedad, intimidad, y olía a humus. Se detuvieron en un camino de piedra entre filas de macetas donde crecían troncos de moreras que Smythe cultivaba para el invierno.
– No tendríamos que estar aquí, Taylor.
– Dejaré la puerta abierta y así, si viene alguien a buscarnos, lo oiremos. -Le tomó ambas manos y las sostuvo sin apretar-. Esta noche estás hermosa, Lorna. ¿Puedo besarte… al fin?
– Oh, Taylor, me pones en un aprieto. ¿Cuál crees que debería ser la respuesta de una dama?
El hombre le hizo volver la palma de la mano derecha hacia arriba y besó las yemas de los dedos.
– Una dama no responde -dijo, y puso las manos de Lorna sobre sus propios hombros.
La tomó de la cintura mientras inclinaba la cabeza, ocultando la luz de las estrellas que entraba por el techo de cristal. Posó los labios sobre los de la muchacha con discreción, tibios y cerrados entre la tersura de la barba, insinuando una apertura, pero sin concretarla. El beso fue breve, y después se apartó, metió la mano dentro de la chaqueta de su traje, y en el bolsillo del chaleco, del que sacó un pequeño estuche de terciopelo.
– Ya hace tiempo que sé que nuestros padres verían con agrado que tú y yo nos casáramos. Mi padre me habló de ello hace casi un año, y desde entonces te observé crecer y te admiré. A menos que me equivoque, tus padres también estarían de acuerdo con que nos casáramos. Por eso, te he comprado esto… -Volcó el contenido del estuche en la palma de la mano, y la joya reflejó una chispa de luz al caer-. No es una sortija de compromiso, porque creo que sería un poco apresurado. Pero es lo más cercano y va con mi sincera intención de pedir tu mano cuando los dos estemos convencidos de conocernos lo suficiente. Esto es para ti, Lorna.
Le puso en la mano un diminuto arco de oro del que pendía un delicado reloj ovalado.
– Es hermoso, Taylor.
– ¿Puedo?
¿Qué podía responder Lorna? ¿Que había estado coqueteando con el ayudante de la cocina en el cobertizo, detrás del jardín? ¿Que pensaba en él mucho más a menudo que en Taylor? ¿Que intentó hacer que la besara, y él no lo hizo?
– Oh, sí… claro.
Taylor tomó el reloj de la mano de ella y se lo prendió en el corpiño, con mucho cuidado de no tocarle el pecho, cosa de por sí seductora. El leve roce de los dedos sobre el vestido y de este sobre la piel le provocó una reacción sensual en la superficie de los pechos. Una vez colocado el reloj, lo tocó con las yemas de los dedos y contempló la cara entre sombras de Taylor.
– Gracias, Taylor. Eres dulce.
El le tomó la barbilla entre el pulgar y el índice y la alzó.
– Lorna, creo que sabes que estoy enamorándome de ti.
La besó otra vez, empezando con suavidad y esperó hasta sentir que la reserva daba paso a la curiosidad para volverse más exigente. Abrió los labios y la abrazó contra sí como Lorna había imaginado, poco tiempo antes, estar con Harken. ¿Cuántas veces estuvo de pie junto a él, sintiendo un choque con cada encuentro de sus miradas, deseando que se rindiera y la besara así, que la estrechase contra su cuerpo largo y respondiese todas las vagas preguntas que ella se formulaba? Pero no lo hizo. Y ahí estaba Taylor, con la lengua en su boca, el brazo izquierdo aferrando con firmeza su cintura, y la mano derecha, por fin, cubriéndole uno de los pechos por completo. Nunca en su vida un solo contacto se había expandido de esa manera por su cuerpo, a regiones alejadas del contacto en sí, como si un hilo uniese puntos lejanos. No la extrañaba que su madre la hubiese advertido.
Los dos recuperaron la sensatez al mismo tiempo, y el beso terminó de golpe, con las barbillas bajas las cabezas juntas, mientras se les regularizaba la respiración.
Taylor no pidió disculpas.
Lorna tampoco.
Los dos minutos precedentes fueron demasiado aturdidores para pedir disculpas. Por fin, se apartaron y Taylor buscó y aferró las manos de Lorna.
Tarde, Lorna dijo:
– Tenemos que volver a entrar, Taylor.
– Sí, claro -murmuró, con voz ronca-. ¿Qué harás mañana?
– ¿Mañana?
Al día siguiente era domingo, y pensaba remar hasta donde estaba Tim, para ver si volvía a encontrarse con Harken.
– ¿Quieres ir a navegar conmigo?
Como callaba, Taylor la instó:
– Saldré a navegar y te recogeré en el muelle, a las dos en punto. ¿Qué te parece?
Lorna comprendió que Harken era un imposible. No sólo se mantenía empecinadamente cortés y sumiso sino que, si se diese por vencido y satisficiera la curiosidad de los dos, ¿a dónde llevaría eso? Hasta él comprendió que en lo mejor cuando la mandó que fuese con Taylor, que era su lugar.
Lorna respondió como las circunstancias la impulsaban a hacerlo:
– Está bien. ¿Le pido a la señora Schmitt que nos prepare un almuerzo?
Taylor sonrió:
– Tenemos una cita.
7
El reloj regalado por Taylor provocó agitación en la familia de Lorna. Todos lo consideraron un regalo de compromiso, pese a las protestas en contra de la muchacha. La madre sonreía con aire triunfal, y decía:
– Espera a que se lo diga a Cecilia Tufts.
El padre no puso límites al tiempo que pasaría navegando con Taylor. El hermano dijo:
– Yo dije que Taylor y Lorna estaban enamorados.
Daphne andaba con los ojos brillantes y Jenny, en cambio, melancólica, al comprender que sólo era cuestión de tiempo perder a su ídolo de manera completa e irrevocable. La tía Henrietta lanzó la advertencia de usar el alfiler de sombrero en el barco. Y Agnes dijo:
– ¡Qué afortunada eres! Yo nunca tuve oportunidad de ir a navegar con el capitán Dearsley.
Taylor recogió a Lorna a las dos en punto. Pasaron toda la tarde en el agua, en el falucho de Taylor. Actuando como tripulación de Taylor, Lorna estaba en la gloria, pese a que la embarcación sólo tenía una vela. La dejó manejar el timón y durante los virajes, en ocasiones, el cabestrante. Navegaron desde la isla Manitou hasta la bahía Snyder, después al Este, a Mahtomedi y, desde allí, alrededor de West Point hasta el muelle Dellwood, donde pasaron ante la cabaña de Tim. Pero no había nadie allí. Después, otra vez al Sur, hacia Birchwood, en cuyo muelle arriaron la vela y comieron el almuerzo, balanceándose sobre el agua. Lorna no tuvo necesidad de usar el alfiler del sombrero ni habría sido posible, pues se quitó el sombrero más de una hora antes, y puso la cara al sol.
Mientras comían, el viento refrescó y, cuando cruzaban el lago otra vez Lorna, eufórica, expuso la nariz al viento como un mascarón en la proa de un gran velero. La parte delantera del vestido estaba mojada, y el cabello se le enredó mientras navegaban por el borde del bajío donde se pescaba, en la bahía North, donde estaban anclados varios botes de remo cuyos ocupantes dormitaban bajo el sol de la tarde, con las cañas de pescar en las manos.
Lorna lo distinguió de inmediato por la línea de los hombros y lo familiar de su figura. Hasta con un amplio sombrero de paja, la mitad inferior oculta por el bote, supo quién en. Estaba con otro hombre, un extraño al que Lorna no había visto jamás.
Por extraño que pareciera, Lorna supo que la descubrió en el mismo momento en que ella a él. Incluso a través del brillo cegador del agua, sintió la conexión con él en el preciso instante en que se reconocieron uno a otro.
La muchacha sonrió, e hizo fervorosos gestos de saludo con la mano por encima de la cabeza.
– ¡Jens! ¡Hola!
Jens devolvió el saludo:
– Hola, señorita Lorna!
Lorna contestó con una pregunta:
– ¿Pican?
En respuesta, se inclinó sobre el lateral del bote y alzó una sarta de peces de buen tamaño:
– ¡Vea usted misma!
– ¿Qué son?
– ¡Sollos!
– ¡Mis preferidos!
– ¡También míos!
– ¡Guárdeme uno! -bromeó, y se sentó.
El falucho se alejó del alcance de Harken, que sólo fue un bultito de bordes ondulados contra el agua chispeante.
Al verla sonreír al bote, Taylor preguntó:
– ¿Quién era ese?
– ¡Oh! -Rápidamente, recobró la compostura-. Era Harken, el ayudante de cocina de mi casa.
Taylor la observó con atención.
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