– Lo llamaste Jens.

Lorna comprendió tarde el desliz, y trató de restarle importancia.

– Sí, Jens Harken, el que está construyendo un barco para mi padre.

– ¿Y dónde podrías comer pescado con él?

– ¡Oh!, Taylor, no seas tonto. No lo dije literalmente. -dijo Taylor.

Pero Lorna se dio cuenta de que no estaba convencido. Lo que era peor, tras el encuentro con Jens el día se arruinó. El deseo de navegar perdió intensidad, sintió pesada la ropa húmeda y empezó a molestarle la quemadura de sol en el rostro.

– Taylor, si no tienes inconveniente, quisiera irme a casa.

Taylor la observó con tanta intensidad que Lorna se dio la vuelta y tomó el sombrero, para escapar al escrutinio. Se lo puso sobre el pelo enredado por el viento y lo sujetó con el alfiler.

– Me parece que me he quemado, y mamá me matará si me ve con este vestido mojado.

– En ese caso, podríamos esperar a que se seque.

– No, Taylor, por favor. No quisiera pescar un resfriado.

Por fin, Taylor dijo:

– Como quieras -e hizo la maniobra de regreso hacia la isla Manitou.


Jens Harken limpió el pescado y lo dejó en la caja de hielo con una nota en la que le pedía a la cocinera que los friese para el desayuno del personal, a la mañana siguiente.

A las cinco y media de la mañana, cuando entró en la cocina, la señora Schmitt estaba cumpliendo el favor pedido: sumergía el pescado en suero de leche y luego lo pasaba por harina de maíz, mientras Colleen traía la grasa de tocino para la sartén y Ruby ponía la mesa.

– Buenos días -saludó Jens.

La señora Schmitt respondió:

– Puede ser.

Jens se acercó, miró primero a Ruby, después a Colleen y luego el moño canoso de la cabeza de la señora Schmitt.

– Veo que esta mañana está de excelente humor.

La cocinera siguió preparando el pescado.

– Hubiese preferido que fuera a pescar solo.

– De hecho, no fue así.

– ¡Jens Harken, si llevaste contigo a esa muchacha, no tienes ni el sentido común que Dios le da a un tocón!

– ¿Qué muchacha?

– ¡Qué muchacha, dice! Como si no lo supiera… Lorna Barnett.

– ¡Yo no llevé a Lorna Barnett conmigo!

– Entonces, ¿para qué pidió ayer una cesta de picnic para dos?

– ¿Yo qué sé? Tiene amigos, ¿no?

La cocinera le dirigió esa mirada que casi le hacía saltar los ojos de las órbitas, y parecía decir:

“¡No me mientas, muchacho!”

– Para que lo sepa, yo estaba con un amigo nuevo, Ben Jonson, Lo conocí en el almacén de maderas, tiene más o menos mi edad, es soltero, y tiene su propio bote de pesca: por eso salimos juntos.

La cocinera deslizó una espátula de metal bajo un filete de pescado, lo dio vuelta provocando un siseo de grasa, y dijo, como para la sartén:

– Bueno, así está mejor.

Sin embargo, Ruby siguió lanzándole miradas mortíferas a Jens por el rabillo del ojo, mientras ponía los platos sobre la mesa como si estuviese arrojando anclas.

Jens la ignoró, y le dijo a la señora Schmitt:

– Fríalos todos. Me llevaré lo que sobre al cobertizo, para comerlo al mediodía. Así, no tendré que volver aquí donde las gallinas viejas me acechan para sacarme los ojos a picotazos.


Ella había ido. Con tanta seguridad como conocía la forma de sus propias manos, Jens supo que fue a explicarle por qué había ido a navegar con Taylor Du Val. También estaba seguro de que el hombre del falucho era Du Val, un tipo apuesto con una elegante gorra de navegación de coronilla blanca, visera negra y una trencilla dorada… la clase de individuo a la que pertenecía Lorna.

Era un día lluvioso, del color del peltre. La lluvia había empezado mucho antes de amanecer, y seguía bien avanzada la mañana. Sobre el techo del cobertizo, el golpeteo de las gotas sonaba como el agua que se juntaba en las hojas y goteaba rítmicamente. En las dos pequeñas ventanas, las gotas se unían para luego derramarse en riachuelos zigzagueantes por los cristales.

Dentro, el ambiente estaba seco y fragante, iluminado por la linterna de gas, y repleto de madera nueva: roble blanco, abeto y cedro. El cedro, sobre todo, emitía un aroma tan rico y fragante que parecía comestible. Estaba contra un costado, apilado en listones.

Jens pasó la mañana arrodillado, clavando láminas de pino sobre el suelo, formando una extensión de madera clara de más de once metros de largo. Dio al ambiente una sensación de mucha claridad, con su resplandor ambarino hacia los cabrios oscuros, y ese olor de recién molido. Alrededor del contorno de la madera nueva, el suelo viejo formaba un marco de polvo gris. Encima de él, Jens había dejado las pesadas botas, y trabajaba en calcetines, midiendo, marcando, clavando con clavos un listón de goma negra mucho más largo que él sobre las láminas nuevas de pino.

Oyó chirriar la puerta y miró.

Tal como esperaba, Lorna Barnett entró y cerró tras ella. -Hola -dijo, a dos tercios de distancia del cobertizo, tan lejos, que la voz formó eco.

– Hola.

– Volví.

Había vuelto, y llevaba una prenda elegante, de mangas abullonadas, que revelaba las líneas más armoniosas que hubiese visto en el más hermoso de los barcos. Se permitió una sonrisa de respuesta, y permaneció arrodillado, con una mano sobre la cabeza del martillo, y el mango apoyado en el muslo.

– ¡Válgame Dios! ¡Qué bien huele aquí! -comentó, acercándose. -Es madera nueva.

– Ya veo. -Rodeo el contorno de las láminas de pino, más allá de la madera apilada-. Y lámparas nuevas.

Las observó mientras se detenía en un sitio más cercano a Jens.

– Sí.

Jens se sentó sobre los talones y la observó pasar de la sombra a la luz. La falda estaba adornada con campanillas azules, el chaleco, blanco puro. El rostro, que alzó fugazmente hacia la linterna, convirtió en fatuas las mejores intenciones del hombre.

– Me parece que ayer se expuso demasiado al sol -señaló.

Lorna se tocó las mejillas.

– Habría estado bien si no me hubiese quitado el sombrero, pero no pude resistir.

– ¿Le duele?

– Sí, un poco, pero sobreviviré.

Echó una mirada a una serie de marcas que Jens había hecho sobre la madera limpia, unidas por la línea curva larga y graciosa del listón negro.

– ¿Qué está haciendo?

– Por fin, lofting.

– Así que este es el lofting… alisar el barco, ¿no es cierto?

– Así es.

– Fijarse que no haya bultos ni asperezas, ¿verdad?

– Sí.

– Cerciorarse de que esté liso como una fruta.

Jens se limitó a sonreír.

– ¿Cómo se hace?

Como explicarlo era mucho menos peligroso que admirarla, Jens se lanzó a hacerlo:

– Bueno, hago un dibujo a escala del barco, primero un perfil de lado, y después un corte transversal del antes y el después, algo así como incluidas unas dentro de otras. Cuando termine, habrá toda una serie de marcas sobre el suelo. Una cualquiera de esas marcas con el listón, me indicará si todas las curvas están ajustadas. Si no, si una de ellas sobresale, aunque sea un octavo de pulgada, digamos, esa estación de la nave quedará irregular cuando se construya. Entonces, modifico la curva del molde en ese punto, y lo arreglo antes de hacer el molde.

– Ah.

Jens vio que no comprendía las explicaciones verbales, pero la curva del listón en el suelo no dejaba lugar a dudas.

– Bueno, continúe -dijo Lorna-. No quiero interrumpirlo.

Jens rió con suavidad y replicó:

– Ya me interrumpió. Podría aprovechar para comer. -Sacó el reloj del bolsillo y lo miró-. ¡Oh, cómo se ha ido la mañana! La última vez que lo miré todavía no eran las nueve. -En realidad, hacía más de dos horas que estaba hambriento, pero pospuso la comida esperando que tal vez ella llegase antes: era por el pescado que había pedido-. Señorita Lorna, ¿le molestaría si como mientras está usted de visita?

– En absoluto.

Dejó el martillo y los clavos, se levantó, cruzó las planchas de pino en calcetines, fue a buscar un recipiente que estaba encima de la pila de madera, y lo destapó.

– ¿Le gustaría compartirlo? -propuso, acercándose a Lorna y ofreciéndole la cazuela.

Lorna miró dentro:

– ¿Qué es?

– Sollo frito.

– ¡Caramba, sí! -El semblante pareció florecer de sorpresa: las cejas alzadas, las mejillas redondeadas, la sonrisa sujeta por los dientes en el labio inferior-. ¡Es el que pescó ayer!

– Me dijo que le guardara un poco.

– ¡Oh, Jens, usted es un sujeto asombroso! ¿En serio trajo un poco para mí?

– Por supuesto. -Indicó con un gesto el banco de jardín-. ¿Por qué no se sienta?

Mirando alrededor, Lorna dijo:

– De acuerdo, pero no ahí. Sentémonos en el barco.

– ¿En el barco?

– Claro, ¿por qué no? Haríamos nuestro primer picnic, antes aún de que esté en el agua.

Jens rió entre dientes, y dijo;

– Como quiera, señorita Lorna. Espere que busque un mantel.

Mientras iba a buscar un trozo de papel de planos, Lorna se quitó los zapatos y los dejó junto a las botas de Jens.

– Oh, no es necesario que haga eso -gritó-. De todos modos, la madera terminará por ensuciarse. Sólo que a mí me gusta mantenerla limpia un tiempo.

– Si usted se descalza, yo también me descalzo.

Cuando cruzó el suelo, los talones de Lorna hicieron un ruido hueco. Los zapatos, junto a las botas de Jens, le dieron una sensación de intimidad cuando pasó junto a ellos para extender el papel sobre la curva del listón y colocar encima el recipiente con pescado. Disfrutó de verla sentada a la manera india, con la falda como una campanilla azul. La blusa tenía las habituales mangas anchas, finas alforzas y como treinta botones que la cerraban hasta más arriba de la garganta. Encima del pecho izquierdo, llevaba prendido un reloj colgante que Jens nunca vio antes, y que atraía la mirada hacia esa curva turgente. Apartó la vista y se puso de cuclillas frente a ella.

– Sírvase.

Lorna se estiró, sacó un trozo de pescado y lo deslumbró con una sonrisa.

– Nuestro segundo picnic -señaló.

Jens también se sirvió y los dos, navegando un barco imaginario recubierto de fragantes láminas de pino recién cortadas, comieron el pescado frío con pan viejo, pensando que nunca supo tan sabroso ningún manjar porque estaban juntos, como les gustaba estar, conversando, sonriendo, explorándose con los ojos.

– Realmente se ha quemado con el sol -observó Jens-. Su pobre nariz parece una señal luminosa.

– Me impidió dormir casi toda la noche.

– ¿Se puso algo?

– Suero de leche, pero no sirvió de mucho.

– Pruebe con pepinos.

– ¿Pepinos?

– Es lo que usaba mi madre cuando éramos niños. Pídale uno a la señora Schmitt, o recoja uno de la huerta cuando vuelva a su casa.

– Lo haré.

Con la excusa de la quemadura de sol, le observó el rostro por un lapso más prolongado.

– De cualquier modo, es casi seguro que se pelará.

Sin prestar mucha atención, Lorna se tocó la nariz.

– Tendré el aspecto de un viejo pino despellejado.

– No lo creo. Creo que nunca tendría el aspecto de un viejo pino despellejado, señorita Lorna.

– ¿Ah, no? -Adquirió una expresión descarada ante el elogio disimulado-. ¿Qué aspecto tendré?

En un ambiente de buen humor, las miradas se encontraron. Jens mordió, masticó y tragó, gozando del discreto juego del coqueteo tanto como la muchacha. Por fin, con sonrisa ladeada, le ordenó:

– Coma el pescado.

Terminaron las primeras porciones y empezaron las segundas.

– El que estaba con usted ayer, ¿era su señor Du Val?

– Era el señor Du Val, no mi señor Du Val.

– Me imaginé que era él. Era el que estaba sentado junto a usted la noche que yo serví la cena en el comedor. Es un sujeto apuesto.

– Sí.

– También es un discreto marino.

– Apuesto a que usted es mejor.

– Para ser marino, antes uno tiene que tener barco.

– Un día lo tendrá, cuando tenga su propio astillero. Sé que lo tendrá.

Lorna se lamió un dedo.

– Entonces, usted y Du Val estuvieron de picnic ayer, ¿no es verdad?

– Señor, qué chismosos son en la cocina…

– Sí, señora, lo son. El problema es que creyeron que el picnic era conmigo.

– ¿Qué?

– A la señora Schmitt le gusta hacer de madre conmigo, pero esta mañana se sobrepasó. Me echó una buena regañina porque supuso que la llevé a usted a pescar y me dijo que eso era muy poco apropiado. Pero no se preocupe: ya la desengañé. Le dije que no era yo. Yo estaba con otra persona.

– ¿Y me dirá de quién se trataba?

– Un amigo nuevo, Ben Jonson. Lo conocí en el almacén de maderas, cuando fui a encargar esto. Era el bote de él.

– Un amigo nuevo… qué bien. Mi mejor amiga es Phoebe Armfield. Nos conocemos desde que éramos niñas pequeñas. Dígale al suyo que me alegro de que lo haya invitado a usted. El pescado estaba delicioso.