Se chupó otra vez los dedos y miró alrededor buscando algo con qué limpiarse, pero no encontró nada. Sentada con las piernas cruzadas, se inclinó hacia adelante, sacó el volante de las enaguas, y se limpió con eso.
Jens rió, sorprendido, mirándole la coronilla.
– Señorita Lorna, ¿qué dirá su madre?
– A mi madre no le dolerá lo que no sepa. A mí tampoco. -Se arregló la falda y dijo-: Gracias. Estoy segura que nunca olvidaré este almuerzo tan maravilloso.
Jens le sonrió, mirándola a los ojos. Ella también. Como siempre, fue él quien trató de aligerar las cosas.
– Dígame, ¿cómo estuvo el concierto del señor Sousa?
– Fervoroso. Patriótico.
– ¿Lo conoció?
– Desde luego. Tiene un rostro magnífico, y usa unas galas ovaladas diminutas con marcos de oro, pequeños bigotes y una barbilla que le dan una apariencia formidable con el uniforme. De paso, era blanco, con trencilla dorada y gorra de capitán. Ah, y guantes blancos, que no vi que se quitan ni una vez, ni cuando comió con los dedos. La velada de mamá fue un gran éxito.
– ¿Y el señor Du Val también estaba?
– Sí -respondió, sosteniendo la mirada de Jens-. Parece que el señor Du Val está siempre donde yo voy. -Casi susurrando, agregó-: Salvo aquí.
A Jens le llevó un instante recuperarse, y responder con sensatez:
– Es lógico, a fin de cuentas son novios.
– No del todo.
– ¿No? Pero me dijo usted que sí.
– Quizá lo haya dicho, y puede ser que pase mucho tiempo con él, ¡pero yo no dije que fuéramos novios! ¡Todavía no! -A medida que hablaba, se agitaba cada vez más-. Ya es bastante que todos en mi familia lo digan, pues tienen buenos motivos… Oh, Harken, no sé, estoy tan confundida…
– ¿Con respecto a qué?
– A esto. -Se tocó el reloj que llevaba en el pecho-. Me lo regaló Taylor, ¿sabe? -Jens le echó un segundo vistazo y sintió una oleada de celos-. Me lo dio el sábado por la noche, después del concierto, diciendo que no era un regalo de compromiso, pero en mi familia creen que sí. Y todavía no quiero prometerme a Taylor, ¿entiende?
Jens dijo lo que supuso que debía decir:
– Pero es buen mozo, rico, y de la misma clase que usted. La trata bien, los padres de usted lo aprueban. Sería sensato casarse con un hombre así.
Por la expresión afligida de sus ojos, aún antes de que hablase, debía de haber intuido que habría sido mejor no pronunciar las palabras siguientes. Las dijo con voz queda, mirando a Jens a los ojos:
– ¿Y si hay alguien que me gusta más?
Mientras la confesión penetraba en ambos, el tiempo transcurría. Jens podría haber tomado la mano de Lorna, sencillamente, y el curso de la vida de ambos habría cambiado. En cambio, prefirió el camino de la prudencia, y replicó:
– Ah, señorita Lorna, ese sí que es un dilema.
– Harken…
– Sería mejor que lo pensara bien antes de dejar pasar una oportunidad como Du Val.
– Harken, por favor…
– No, señorita Lorna. -Se estiró para tomar la olla y se preparó para levantarse-.Yo ya le di mi opinión, y creo que es un buen consejo. Pero creo que de ahora en adelante sería conveniente que hable con alguna otra persona acerca de esto.
Levantó la olla y se la llevó.
Lo siguió con los ojos.
– ¿Con quién?
– ¿Qué tal su amiga Phoebe?
Lorna se levantó, agarró los zapatos y se sentó en el banco para ponérselos.
– Phoebe no me sirve. Está tan enamorada de Taylor que no conserva ni una pizca de objetividad. Lo único que repite siempre es: "Si no lo quieres, yo lo tomaré".
– Bueno, ¿lo ve? Es un buen partido.
Tras dejar la olla sobre la pila de madera, Jens se dio la vuelta y vio a Lorna caminando hacia él. No se detuvo hasta que estuvo tan cerca que podría haberle revuelto el cabello con el aliento.
– ¿Sabe que, a veces, usted es exasperante? -dijo la muchacha.
– Usted también.
– ¿No le gusta que venga aquí?
– Desde luego que me gusta. Pero usted sabe tan bien como yo cuál es el problema.
Lorna lo observó de cerca, y los profundos ojos castaños insistían en ese beso que él, prudente, decidió no darle nunca. Al ver que no llegaba a nada, Lorna apartó la vista, mirando distraída la madera apilada. De repente, alzó los ojos y lo dejó atónito al preguntar:
– Harken, ¿acaso jamás piensa besarme?
Jens soltó un suspiro que era mitad risa de sorpresa, mitad autodefensa.
– Claro: el día que me admitan como miembro del Club de Yates de su padre.
Comenzó a alejarse, pero Lorna lo detuvo poniéndole la mano en el brazo. Sintió como si cinco soles minúsculos se posaran donde estaban los dedos, y le dejaran la marca de fuego sobre la carne.
Nada se movió. Ni él, ni ella, la tierra o el tiempo. Todo se detuvo, expectante.
– Pensé en ordenarle que lo hiciera, pero ya intenté antes algo así y no resultó.
Jens se inclinó y le dio un beso tan leve y fugaz que terminó antes de que cualquiera de los dos pudiese cerrar los ojos.
– Harken, no -se burló-. No me trate como a una niña, porque no lo soy.
Los dos estaban en el umbral de la tentación, la sangre atrapada en las gargantas, sensibilizados porque sabían que, entre ellos, los besos eran un tabú inquebrantable. Mas al encontrarse, compartir comidas campestres, hacerse amigos, ya habían roto ese tabú muchas veces. ¿Qué ley insignificante podía pesar en comparación con lo que ya sentían el uno por el otro?
– Está bien -dijo Jens-. Una vez, y después se va.
– Y después me voy -aceptó.
Jens sabía que una vez que lo hiciera estaría perdido, pero encerró en sus manos las mangas almidonadas y dio un paso fatal que puso en contacto los pezones de Lema con sus tirantes. Inclinó la cabeza en el instante mismo en que Lorna lo hacía. Cerraron los ojos, los labios se unieron, y todo quedó en suspenso, excepto los corazones de ambos. Apretó las manos sobre los codos de Lorna, e inclinó más la cabeza. Abrieron los labios y se saborearon por primera vez, invadiendo la textura y la humedad del otro hasta que comenzó un delicioso movimiento, una cabeza balanceándose sobre la otra y, alrededor, la lluvia seguía su serenata y el perfume del cedro llenaba el aire del cobertizo.
Un beso. Sólo uno.
Lo hicieron durar, durar… hasta que todo les dolió ante la perspectiva de acabarlo.
Se escuchó un golpe sordo sobre el tejado; se apartaron sobresaltados y, al levantar la vista, vieron a una ardilla aterrizar y resbalar por las tejas de madera.
Se miraron a los ojos, las bocas aún entreabiertas, el aliento agitado, el corpiño de Lorna que subía y bajaba rápidamente como el vientre de un gato durmiendo, al tiempo que Jens seguía aferrándole las mangas, frotando el algodón blanco con los pulgares.
La muchacha habló con voz aguda:
– Algún día, cuando sea vieja como la tía Agnes, les contaré a mis nietos este momento, igual que ella me cuenta lo de su amor perdido, el capitán Dearsley.
Jens sonrió y recorrió ese rostro con la mirada: los labios, las mejillas, los párpados, la raíz del pelo, donde colgaban de la masa oscura finos mechones dispersos.
– Señorita Lorna, usted tiene ideas románticas que son muy imprudentes.
Lo observó con expresión embelesada, como si el beso la hubiese transportado más allá del plano temporal.
– A menos que me besan, ¿cómo podía saber?
– Ahora ya lo sabe. ¿Se siente más dichosa?
– Sí, me siento infinitamente más dichosa.
– Señorita Lorna Barnett -movió la cabeza-, es una joven impetuosa, y para un hombre es difícil rechazarla. -Sacó las manos de las mangas-. Pero tengo que hacerlo. -Y agregó con suavidad-: Ahora, váyase.
Lorna suspiró y miró alrededor, como si volviese a la tierra.
– Muy bien pero, pensándolo bien, creo que podría hablar con mi amiga Phoebe. Pues aunque no tenga criterio en lo que a Taylor se refiere, es mi mejor amiga y si no hablo con alguien acerca de esto, siento que estallaré.
¿Qué se podía hacer con una mujer como esta? Desplegaba sus sentimientos como un verdulero sus mejores productos, orgulloso de los colores vivaces y la frescura, invitándolo a servirse, apretar y juzgar por sí mismo.
– ¿Cree que eso es prudente?
– Puedo confiar en Phoebe. Hemos compartido muchos secretos.
– De acuerdo, pero recuerde que esto no tiene que volver a suceder. ¿Estamos?
Lorna contempló los ojos azules, mordiéndose el labio inferior.
– No haré ninguna promesa que no esté segura de poder mantener.
Jens no pudo más que mirarla, preguntándose cómo era posible que un hombre común como él pudiera provocar una expresión tan enamorada en el rostro de una muchacha bella y privilegiada como esta.
– ¿Me acompaña hasta la puerta?
Lorna caminó manifestando renuencia a cada paso que daba. Jens la siguió, deseando que se quedara el resto de la tarde y le hiciera compañía mientras trabajaba, deseando por primera vez ser un hombre rico. En la puerta, la muchacha se detuvo y giró.
– Gracias por el pescado.
– Fue un placer, señorita Lorna.
– Ya está otra vez con ese señorita Lorna. ¿No importa que me haya besado?
La respuesta estuvo cargada de sentido:
– Importa muchísimo.
Lorna atrapó en la suya la mirada de Jens y los dos sintieron el desgarro de la separación que los impulsaba en dos direcciones. Jens veía con claridad el deseo de que volviese a besarla. El también quería hacerlo. Abrió lo suficiente como para pasar los hombros, y se quedaron en el haz de humedad exterior, oyendo las gotas de lluvia que sonaban blandas sobre la alfombra vegetal del bosque.
Jens quiso decir: "Vuelve otra vez, me encanta tenerte aquí, charlar contigo sobre el barco, compartir mis sueños; adoro tu cabello, tus ojos, tu sonrisa y muchas otras cosas".
Pero sólo dijo:
– No se olvide de los pepinos.
Lorna sonrió y respondió:
– No me olvidaré.
Lo último que vio fue su silueta que corría por el sendero, levantándose la falda hasta las rodillas.
A Lorna la sorprendió su propio rechazo a contarle a Phoebe Armfield su encuentro íntimo con Jens Harken. Lo atesoró para sí y se acostó temprano esa noche para extraerlo y examinarlo sola, en la oscuridad. Tendida de espaldas, con medallones de pepino sobre el rostro, lo trajo a la memoria. En el recuerdo, toda esa tarde adquirió una cualidad especial, hecha de madera y lluvia, simplicidad y honestidad. Qué placer descubrió en el pasatiempo plebeyo de sentarse con las piernas cruzadas en medio del suelo de madera recién cortada y comer sobras de pescado. Qué alegría gozó estando delante, muy cerca de Jens Harken, y observando las expresiones que recorrían una gama de reacciones, de la risa a la reflexión, pasando por la admiración. Y, por último, cuando el beso acabó, el mismo deseo desnudo que ella sentía.
Si lo supiera su madre se sentiría mortificada.
Lorna estaba descubriendo que no era como su madre. Era un ser humano sensible y sensual, para el cual Jens Harken se había convertido en un hombre, no en un criado sino en una persona a la que podía respetar, gustarle, admirar incluso, que tenía un sueño y actuaba en consecuencia. La atracción física hacia él no sólo traspasaba las barreras de clase sino que las negaba. Cuando estaban juntos, no eran otra cosa que un hombre y una mujer, no un hombre pobre y una mujer rica. Estar con él le daba felicidad. Observarlo trabajar, la fascinaba. Escucharlo hablar era tan arrebatador como escuchar las marchas de John Philip Sousa.
Se sintió abrumada por la intensidad de sus propias reacciones a meros aspectos físicos del hombre. Por supuesto, el bello rostro noruego, pero también las manos, el cuello, las venas en la parte interna de los brazos, los tirantes cruzados, hasta la forma de los dedos en los calcetines… cada uno de esos rasgos le despertaba una tempestad de sensaciones, sólo porque formaban parte de él. Cuando se movía, cada ángulo de sus miembros se convertía en un ballet ante los ojos de la muchacha, cada giro de la cabeza, una perfección. Hasta le parecía que la ropa susurraba de un modo completamente distinto a la de otros hombres.
Y besarlo… oh… besarlo era una delicia de una magnitud inimaginable. Olía como el cobertizo, a cedro, a madera, casi sabía así, y cuando la lengua de Jens tocó la de ella, sintió como si hubiese absorbido todo el cálido resplandor ambarino de alrededor en un solo punto y se lo hubiera traspasado a ella. El solo hecho de pensarlo la excitaba. Acostada en el dormitorio, un piso debajo de Jens, decidió que lo único que le impediría volver a besarlo era que la encarcelaran.
Jens Harken había descubierto que era mucho más fácil sacar a Lorna del cobertizo que de su cabeza. El resto de la tarde lo persiguió, sonriéndole desde el recuerdo, alzando el rostro para que la besara, dejándolo levantado cuando el beso terminó.
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