Muchacha maldita, adorable, incorregible.

Esa noche, en el dormitorio mismo, Lorna estaba aún en la cabeza de Jens, casi dentro del corazón. Para impedir que abriese camino dentro de él en otras direcciones, escribió a su hermano:


Querido Davin:

Creo que, por fin, hice un avance. Encontré a alguien que financie el barco de casco plano del que estuve hablando durante años: mi patrón, el señor Gideon Barnett, ¿qué te parece? Me hizo instalar en un cobertizo, me dejó comprar herramientas y madera, y ya estoy terminando el lofting. Creo que sigue pensando que estoy loco, pero está dispuesto a invertir dinero por la posibilidad de que no lo esté. Me otorgó tres meses, aunque el buque no correrá hasta el próximo verano. Cuando lo haga tienes que estar listo pan venir aquí. La nave ganará a lo grande, y todo el país se enterará, y tú y yo entraremos en la industria. Estuve ahorrando hasta el último centavo, y espero que tú también lo hayas hecho, pues necesitaremos cada centavo si queremos que Astilleros Harken se convierta en realidad. Cuando así sea, tendremos algo con qué empezar, pues yo pagué los materiales del molde con mi propio dinero y, por lo tanto, puedo conservarlo, que es más de lo que teníamos cuando estaba en el Este.

Me gustaría que estuvieras aquí, y así podríamos hablar del diseño del barco y trabajar juntos en él. Conocí a un nuevo amigo llamado Ben Jonson, y creo que le pediré que me ayude cuando llegue el momento de arquear las costillas. Es nórdico, como habrás adivinado, y nadie es capaz de alisar un barco como nosotros, los nórdicos, ¿no es cierto, hermano? Trabaja en el almacén donde compré la madera, pero el trabajo disminuye aquí en el otoño cuando termina la temporada de construcción, y pienso que estará disponible para ayudarme. Me llevó a pescar el domingo, y sacamos una buena cantidad de sollo, que aquí abunda.

Ah, de paso, compartí parte del pescado con una dama.


"Compartí parte del pescado con una dama." Eso era todo lo que Jens se atrevía a contar. El torbellino de sentimientos que Lorna despertó en él le exigía que lo dijese pues, igual que ella, si no se lo contaba a alguien estallaría. Pero no diría nada más.

Cuando cerró la carta y apagó la luz, se acostó otra vez en el cuarto del ático, de manera parecida a como lo hacía Lorna un piso más abajo, recordando la imagen de ella y el placer de pasar el tiempo con ella, de besarla.

Cerró los ojos, enlazó los dedos sobre el pecho y comprendió una cosa trascendental. Hasta ese momento, cuando soñaba en construir una nave veloz, soñó por sí mismo, por el placer de contemplarla volar en el viento, y por las consecuencias que acarrearía: iniciar un negocio para él mismo y para el hermano Davin, con más clientes de los que pudiesen atender.

Ahora, por primera vez, soñó en ganar por Lorna, para ser digno de ella a los ojos de su padre y conquistar el respeto de otros hombres como su padre, y que no pudiese ordenarle más que regresara a la cocina.

Se imaginó la regata, él deslizándose, siempre deslizándose, y Lorna Barnett en el muelle con otras mujeres cubiertas de sombrillas, animándolo mientras él planeaba a favor del viento, con la proa levantada y las velas hinchadas. Se imaginó el barco pasando como una exhalación ante la boya de la meta, oyó los aplausos de la multitud desde el jardín del club cuando se acercaba, y a Tim Iversen tomando la fotografía para colgarla de la pared del Club de Yates, y a Gideon Barnett estrechándole la mano y diciendo:

– ¡Bien hecho, Harken!

Un solo beso fue capaz de engrandecer su sueño hasta ese extremo. Pero en su fuero íntimo sabía que era imposible. Jens no era del miembro club, y tal vez nunca lo sería. Quizá, tampoco condujera su barco, pues solían contratar pilotos con récords ganadores y los traían de todos los países en el esfuerzo por ganar las grandes carreras. Jens no tenía récord ni barco propio, ni riqueza ni status.

Y tampoco tenía el menor derecho de enamorarse de la hija de Gideon Barnett.

8

Corrían los días soleados del verano. El tiempo se volvió caluroso, la lluvia desapareció, y los jardines florecieron. Las rosas de Levinia se pavoneaban y las moras de Smythe se hicieron grandiosas. Los prados que rodeaban Rose Point Cottage vibraban todos los días con el rumor de las segadoras, y flotaba sobre ellos la fragancia de la hierba recién cortada. Allá en el cobertizo, bajo la bóveda de los árboles, las grandes puertas dobles quedaban abiertas catorce horas por día, dejando entrar la brisa estival y a Lorna Barnett, cada vez que se le antojaba.

Esperó cuatro días para volver. El día que lo hizo, fue primero a ver a su madre en los jardines donde se recogían las flores para la casa, donde Levinia juntaba las largas espigas azules de las espuelas de caballero en una canasta plana que le colgaba del brazo.

– ¡Madre… buenos días! -le gritó desde lejos.

Levinia alzó la vista, y entorno los ojos bajo el ala de un amplio sombrero de paja. Tenía guantes verdes y unas tijeras de podar.

– Buenos días, Lorna.

– Es un día glorioso, ¿no?

Lorna oteó el cielo.

– Hará un calor espantoso, tendrías que haberte puesto sombrero.

– Oh, lo siento, madre, lo olvidé.

– ¿Lo olvidaste? ¡Pero si todavía estás pelándote del sol del verano pasado! Cuando te salgan pecas. ¿cómo te librarás de esas cosas horribles?

– La próxima vez trataré de acordarme.

– ¿Qué tienes ahí?

– Bizcochos. Estaban horneándolos, sentí el olor y bajé a la cocina a investigar. Son de manzana y canela. ¿Quieres uno?

Lorna levantó la servilleta blanca. Levinia se sacó un guante y se sirvió.

– Se las llevo al señor Harken en el cobertizo, si no te parece mal.

– Por el amor de Dios, Lorna, no me gusta que remolonees así alrededor de los criados.

– Ya sé, pero a veces sigue trabajando durante la hora del almuerzo, y pensé que le agradaría recibir una pequeña merienda. ¿Estás de acuerdo, madre?

– Bueno… -Levinia miró vacilante la huerta y el bosque, luego otra vez a Lorna y la servilleta que tenía en la mano. No será de nuestras servilletas buenas, ¿verdad?

– Oh, no. Es de las que usan los criados, y le diré a Harken que la' devuelva a la cocina cuando termine.

Levinia lanzó otra mirada indecisa al cobertizo.

– Bueno, entonces, creo que está bien.

– Estuve yendo de vez en cuando a visitarlo y controlar los progresos del barco. En realidad, es fascinante. Lo dibuja a escala completa, directamente sobre el suelo. ¿Quieres venir conmigo?

– ¿A ese cobertizo mohoso? Cielos, no. Además, tengo que hace los ramos.

– Bueno, entonces, iré sola. -Lorna recorrió el jardín con una mirada de admiración-. Madre, este verano tus flores están magníficas. ¿Puedo llevar una de estas?

– Tómala… pero, Lorna, no te quedes mucho tiempo en el cobertizo, ¿eh?

Levinia adoptó aire afligido.

– Oh, no. -Lorna eligió una espuela de caballero y, al olerla, sorprendió descubrir que no tenía perfume-. Me quedaré el tiempo suficiente para ver cómo va el trabajo y darle estos bizcochos al señor Harken y después iré al muelle de la casa de Phoebe. Me invitó a almorzar en terraza.

– Ah, qué lindo. -Levinia pareció aliviada-. Dale mis saludos, también a su madre. Entonces, querida, ¿a qué hora volverás?

Lorna retrocedió y se encogió de hombros.

– No muy tarde. A eso de las tres, como máximo, y después, si no h demasiado calor tal vez convenza a Jenny para jugar al tenis. Adiós, madre.

Levinia, con el bizcocho mordido en la mano, la vio alejarse:

– No lo olvides -le gritó- ¡no te quedes mucho!

– No, madre.

– Y la próxima vez, usa el sombrero.

– Sí, madre.

Levinia suspiró, y vio cómo desaparecía esa hija caprichosa.

Lorna rodeó el invernadero, pasó junto a la huerta y entró en el bosque. Oyó el motor antes de llegar al cobertizo. Pup… pup… pup… pequeñas explosiones, seguidas de pausas largas. Escuchó un momento y siguió el corto sendero por la curva abrupta que la conducía a la entrada de Harken. En la curva, se detuvo para comprobar su aspecto. Juntó los bizcochos y las flores en una mano, y se inspeccionó el cabello pasando la mano del suave rodete a las dos gruesas horquillas ornamentales que sobresalían del peinado Gibson como palillos chinos con cabeza de perla. Se estiró la falda, miró el talle con sus rayas verdes y blancas que se encontraban como flechas en el centro. Se tocó el moño de gro que llevaba en el cuello.

Satisfecha, al fin, pasó la espuela de caballero a la mano derecha y traspasó la entrada a los dominios de Harken.

Jens estaba aserrando un trozo de madera y no advirtió la presencia de la muchacha. Esperando que cesan el chirrido agudo de la sierra, Lorna disfrutó observándolo: llevaba una camisa muy desteñida que quizás alguna vez fue del color del zumo del tomate. Estaba tan usada y gastada que le colgaba como un cachete fláccido de la mandíbula. La acompañaba con los eternos tirantes y pantalones negros. Trabajaba con la cabeza descubierta y el contorno del cabello estaba húmedo de sudor, tenía el color del trigo del año anterior.

La sierra enmudeció, pero el motor continuó con su ruido intermitente y explosivo. Silbando con suavidad, examinó el trozo de madera que acababa de cortar, pasando los dedos por el borde aserrado.

– ¡Hola, Jens!

Alzó la vista. Los dedos se detuvieron. El beso estaba allí, entre ellos, como si hubiese sucedido hacía instantes, y exigía ser recordado aunque los dos sabían que tenían que olvidarlo.

– Pero miren quién está aquí.

– Y traigo regalos. -Lorna entró y se acercó con el plato cubierto por la servilleta y la flor, y el hombre la esperó junto al aparejo de la sierra-. Ahora me tocaba a mí. Hoy, bizcochos de manzana y canela, recién sacados del horno de la señora Schmitt… y algo que armonice con sus ojos.

Primero, le ofreció la flor. Jens miró la espuela de caballero después a Lorna, y dudó cuando la atracción mutua que los dominaba los derribaba a los dos con amorosa quietud. El motor lanzó otro pup. Jens se estiró para aceptar la ofrenda: los delicados pétalos azules formaban un contraste agudo con las manos sucias y la desteñida ropa de trabajo.

– ¿Cómo se llama?

– Espuela de caballero.

– Gracias.

En efecto, la flor copiaba el azul de los ojos del hombre. Lorna necesitó hacer un esfuerzo para arrancar la mirada de ellos y recordar que habla traído algo más.

– Y aquí están los bizcochos.

Los deposité sobre la mano ancha.

– Gracias, otra vez.

– Hoy no puedo quedarme. Voy a casa de Phoebe, a almorzar en la terraza, pero quería pasar y ver cómo le iba.

Jens se dio la vuelta, fue hasta el motor y tocó algo que lo apagó.

– Voy bien -dijo, desde una distancia prudente-. Y mire lo que conseguí: su padre me permitió comprar este maravilloso motor eléctrico a vapor.

– Electro-vapor.

– Cuatro caballos de potencia.

– ¿Eso es mucho?

– Ya lo creo. Necesita una chispa de esta pequeña batería que está aquí, y funciona con gas de iluminación.

– ¿Con gas de iluminación? ¿No me diga?

– Lo único que tengo que hacer es girar el interruptor, y puedo serrar madera sin esfuerzo físico. ¿No es un milagro?

Lorna observó el motor. Tenía un volante grande y poleas que lo conectaban con la sierra. Para poner distancia entre los dos, Jens fue hasta el otro extremo de las poleas.

– Ya lo creo que es un milagro. Veo que ya estuvo usándola.

En el suelo, donde antes estaban los listones, vio cinco moldes parados, a unos sesenta centímetros de distancia, con la forma invertida de las secciones del barco. Ya podía distinguir cómo definían la forma del casco. Cuando lo interrumpió, Jens estaba cortando otro.

– Está progresando.

– Sí.

– Me gustaría poder observarlo mientras trabaja, pero tengo que irme. Me esperan en la casa de Phoebe al mediodía.

– Bueno… gracias por los bizcochos. Y por la flor.

– Fue un placer.

Lo contempló un momento muy largo desde varios metros de distancia y, en el preciso instante en que salía, dijo:

– Sí, tenía razón. Son del mismo color que las espuelas de caballero.


En la casa de Phoebe, mandaron a Lorna directamente a la fresca habitación de verano, del color de la espuma del mar, donde estaba la señora Armfield escribiendo cartas, sentada en una silla ante una puerta cristalera abierta, con un escritorio portátil sobre el regazo. Le ofreció las dos manos, y la mejilla para que la besara:

– Lorna, me alegro mucho de verte. Me temo que hoy Phoebe no se siente bien, pero me dijo que te mandara a su habitación.

Arriba, Phoebe estaba acurrucada en la cama, apretando la almohada contra el abdomen.