Alzó la cabeza, y los ojos se encontraron.
– Lorna -dijo.
Sólo Lorna.
– Jens -respondió ella, con el mismo anhelo de pronunciar el nombre.
Por un rato, no hicieron más que mirarse aceptando el plano al que habían llegado, al fin.
– ¿Puedo decirlo ahora? -preguntó Jens.
– Sí… lo que sea,
– Eres la mujer más hermosa que he conocido jamás. Lo pensé la primera noche que entraste en la cocina.
– Y yo pensé que eras el hombre más apuesto. Fue muy duro no decirlo.
– Ha sido muy duro no decir un montón de cosas.
– Dilas ahora.
– Muchacha hermosa, ¿sabes cuántas veces pensé en hacer esto?
– ¿Besarme?
– Besarte, abrazarte, pasar las manos sobre tu contorno.
Sin quitar las palmas de los lados de los pechos, estiró los pulgares y acarició muy cerca de los dos sitios más sensibles.
– ¿Cuántas?
– Cincuenta, cien, mil. Tantas, que me pasé noches enteras imaginándolo.
– Yo también. En verdad, me arruinaste el sueño,
– Me alegro.
Lorna inició el siguiente beso, alzándose de puntillas y abriendo la boca en una invitación que Jens aceptó sin reservas, hundiéndose por completo. Las lenguas resbaladizas se movieron en una danza, hondo, a la superficie, adentro otra vez. El hizo como que le mordía el labio de arriba y luego le pasaba la lengua para curar la herida imaginaria, y el beso se centró una vez más. En la mitad, movió las manos hacia adentro y le cubrió los pechos, apretándolos con suavidad.
Apoyada contra la mejilla de él, Lorna contuvo el aliento.
Contra la boca de Jens, la de Lorna se aflojó:
– Oh… -susurró, y otra vez-. Oh…
Después se quedó muy quieta, con los párpados cerrados y los brazos sobre los hombros de Jens. La caricia era lenta y fluida, con los nudillos hacia afuera como si sostuviese un globo, dándole tiempo a que se acostumbrara al contacto. Cuando juzgó que así era, la exploró con los pulgares.
Los párpados se abrieron de pronto, y la punta de la lengua asomó entre los dientes. Los pechos subían y bajaban en las manos de Jens, marcando el ritmo de la respiración acelerada. Siguió haciendo pequeños círculos sobre esos puntos de placer hasta que la sacudió un estremecimiento, y entonces la rodeó con los brazos y la acercó a sí.
Habló con la boca sobre el pelo de ella:
– Aquí no es seguro.
– Tenemos que encontrar un lugar que lo sea.
– ¿Estás segura?
– Sí. Estoy segura desde hace mucho tiempo. Oh, Jens.
Lo apretó con fuerza, sintiéndose tan contrariada, amenazada y frustrada como él, pues no estaba acostumbrada a hacer planes en semejantes situaciones, hasta dudosa de que lo que estaban aceptando fueran semejantes situaciones. Surgió una vaga sensación de transgresión, y una más intensa aun de fatalidad. Se sintieron ligados por ambas.
– ¿Puedes esperar hasta el domingo? -preguntó Jens.
– Si es necesario, pero siento como si fuese a morirme si me separo de ti.
– Hay un bosque al sur de la cabaña de Tim, donde la playa es inhóspita y rocosa, y no va nadie. Encontrémonos allí. Pediré prestado el bote a Ben. ¿A la una?
– A la una en punto.
– Ah, Lorna.
– ¿Qué, Jens?
– Si sabes lo que te conviene, usarás un alfiler muy afilado.
El domingo había sol. Lorna preparó una canasta con el almuerzo. Y una manta. Se vistió de azul y clavó un alfiler de casi veintitrés centímetros, recién afilado, en el sombrero. Cruzó el lago remando y vio que el bote de Jens ya estaba allí, en la parte pedregosa de la costa, donde había una pequeña escarpadura que subía hasta el bosque, allá arriba. Cuando se acercó, Jens apareció de entre los árboles y bajó el sendero para esperarla en la costa, con un traje negro dominguero y un sombrero en forma de hongo, también negro. Ahí estaba de pie, con el peso sobre una pierna y la otra encogida; Lorna observó el atuendo por encima de su hombro.
– ¡Hola! -exclamó Jens, mientras Lorna levantaba los remos y el bote derivaba hacia la orilla.
– ¡Hola!
Estaba esperando para agarrar la amarra y atarla a un arbusto. El bote chocó y se raspo contra las piedras semisumergidas cuando Lorna se levantó y se enderezó. Salió del bote alcanzándole la manta y el cesto, y se balanceé antes de tomar la mano que le ofrecía y saltar a la orilla. La sujetó con firmeza, balanceándola un poco hacia atrás y apoyándola con gracia sobre la tierra escabrosa.
Dejó las manos en la cintura de la muchacha, y ella, las suyas en los hombros de él. Quedaron inmovilizados por la presencia del otro y el don de ese día estival.
Lorna aprecié la apariencia del hombre, tan distinta con esa ropa dominguera formal, la camisa blanca y la corbata negra bajo el traje y el sombrero que le modificaba la forma del rostro. Constituía toda una sorpresa.
Jens la contempló, contento de que hubiese escogido la misma falda de rayas que llevaba el día del primer picnic, las mismas mangas blancas hinchadas y el mismo sombrero de paja con cintas azules que colgaban.
– ¡Hola! -repitió con voz más queda, sonriendo casi con timidez.
Lorna respondió con una risa tímida y un suavísimo:
– Hola.
Había barcos sobre el agua, a distancia visible. Jens se agaché para recuperar la manta y se la entregó. Llevando la canasta, y a Lorna de la mano, la llevó a la orilla donde las piedras y las malezas hacían peligroso el caminar.
– Con cuidado, que está resbaladizo.
Cuando comenzó a resbalarse, Jens la alzó hasta que llegaron a un plano más arriba, donde el bosque era lo bastante denso para ocultarlos pero aun así permitía ver el agua, hacia el Oeste. Ahí, entre los sauces y los arces, extendieron el manto de tartana y fingieron que el propósito era un almuerzo campestre.
Pero hubo miradas furtivas de admiración. Jens la sorprendió en una que se convirtió en una franca contemplación en el mismo instante en que él se levantaba después de haber puesto la canasta sobre la manta. Se quedaron de pie sobre la hierba, con la manta preparada entre los dos.
– ¿Qué pasa? -preguntó Jens.
– Hasta ahora, nunca te vi con traje.
Jens se miró.
– Es un traje muy viejo, el único que tengo.
– Ni con sombrero.
Se lo quitó, y lo tuvo entre sus manos, una cortesía que, hasta entonces, no había tenido tiempo de manifestarle.
– Es domingo.
– No, no te lo quites. Me gusta cómo te queda.
– Está bien. -Volvió a ponérselo con las dos manos, y le dio una levísima inclinación-. Por ti.
La mirada de Lorna lo recorrió empezando por el sombrero en forma de hongo, pasando por el rostro recién afeitado y la corbata de nudo grueso entre las puntas del cuello redondeado de la camisa. La chaqueta, completamente abotonada, era un poco ajustada y corta de mangas, como si Jens hubiese crecido desde que la compró. A ojos de la muchacha, no hacía más que subrayar las agradables proporciones.
– Tal vez una dama no debería decirle a un hombre que está tan apuesto que quita el aliento.
Jens no pudo ocultar una sonrisa.
– No, creo que es el hombre el que se lo dice a la dama. -Suprimió la sonrisa y agregó-: Señorita Lorna, su belleza quita el aliento. Espero que lo tomes como un cumplido si te digo que siempre admiré tu silueta con esas mangas enormes y las faldas estrechas.
– ¿En serio? Lo tomaré como mi elogio preferido, aunque estas mangas siempre se enganchan en las puertas, se llenan de polvo al pasar sobre las cosas y se arrugan. Y la falda sólo es estrecha adelante. Atrás es muy amplia, ¿ves? -Giró presentándole la espalda, también bien formada, con la falda hinchada, la blusa ajustada y las cintas azules del sombrero, que caían. Al completar el giro, tenía las mejillas sonrosadas-. Silueta ajustada, en verdad bromeó.
Jens no pudo pensar en otra cosa que en lo mucho que ansiaba besarla, pero primero tenían que ocuparse del picnic, compartir un poco de conversación cortés sobre asuntos como el clima, la pesca en la zona y los progresos del barco si no quería parecer exageradamente ansioso.
– Señorita Barnett, ¿tendría la amabilidad de sentarse, por favor, así también puedo sentarme yo?
– Oh, caramba, no me di cuenta.
Se arrodilló y vio cómo la silueta alta se inclinaba y flexionaba, hasta encontrar una pose cómoda y relajada: el peso sobre una nalga, un pie extendido, la rodilla del otro lado levantada y una palma apoyada sobre la manta, detrás de él.
Se miraron. Contemplaron el agua.
– No podríamos pedir un día mejor, ¿no es cierto? -comentó Jens.
– No, es perfecto.
– Salieron muchos a pescar.
– Sí.
– Y también a navegar.
– Ahá.
– Es agradable salir de ese cobertizo por un día.
Si bien cumplió con las banalidades, sabía que lo hacía sólo por una cuestión de cortesía. Los ojos de ambos se atrajeron otra vez, con la expresión evidente de lo que no decían.
– ¿Haremos el picnic ahora mismo?
– Me parece bien. ¿Qué tienes ahí?
Lorna abrió el cesto y comenzó a diseminar las cosas sobre la manta.
– Pollo frío con una salsa especial de setas, alcauciles de Jerusalén envueltos en tocino, taitas de almendras y peras glaseadas en almíbar de piña.
– Estás consintiéndome.
– Me encantaría poder hacerlo -dijo, mientras se dedicaba a llenar el plato-. No obstante, pienso que haría falta más que glasé y alcauciles para apartarte de tu predilección por el pescado frío. Eso es lo que me agrada de nuestros picnics. Los míos son exóticos, y los tuyos, satisfactorios. Así, aprendemos un poco uno sobre el otro, ¿no?
Le dio el plato con una sonrisa radiante y empezó a llenar otro para ella. Jens la observó, admirando cada movimiento, cada rasgo, los dedos delicados, el cuello largo embutido en su cilindro blanco, tantos botones en el centro de la parte delantera, el modo en que el cabello se inflaba bajo el ala del sombrero, el leve abultamiento de la barbilla cuando la tenía baja.
– ¿Le pediste a la señora Schmitt que preparase la canasta? -preguntó.
– Sí.
– ¿Y qué dijo?
Siguió llenando su plato, pero habló de manera entrecortada.
– No se le paga para decir nada. Aún más, no respondo ante la señora Schmitt, y tú tampoco. ¿Pediste prestado el bote de tu amigo?
Le lanzó una mirada directa.
– En efecto.
– ¿Qué le dijiste?
– La verdad: que iba a encontrarme con una chica.
– ¿Te preguntó quién era?
– Lo sabe.
– ¿Sí?
– Encontró la flor en el alféizar de la ventana y me preguntó cómo apareció ahí. No sirvo para mentir.
Se hizo un silencio que centelleó entre los dos, cargado con las verdades adivinadas acerca de los sentimientos de ambos y el significado de esos encuentros clandestinos. Después de un rato, Jens prosiguió:
– Lorna, quiero que sepas que si en algún momento nos descubren, si tu madre y tu padre se enteran, y me preguntan, les diré la verdad.
Lo miró directamente a los ojos, y respondió:
– Yo también.
El plato de cada uno estaba lleno de excusas. Por encima de la canasta del almuerzo, las miradas de los dos decían con total claridad que ese caprichoso retraso de los besos estaba conviniéndose en algo más de lo que podían soportar.
Jens apoyó el plato en la hierba. Se estiró sobre el cesto y le pidió el de ella con un gesto, también lo dejó a un lado junto con el cesto y los recipientes. A continuación, se quitó el sombrero.
– Es un almuerzo encantador -dijo-, pero no tengo nada de hambre.
Las mejillas de Lorna se encendieron y el corazón le palpitó con fuerza cuando Jens se arrodilló junto a ella con la vista firme sobre el rostro de ella vuelto hacia arriba, con la actitud cargada de intención, mientras que ella permanecía sentada con recato sobre sus talones y las manos unidas en el regazo. La sujetó de los brazos aplastando las mangas almidonadas y la alzó hasta poder abrazarla. Gozosa, Lorna aceptó el abrazo que llevaba a un beso de gran significado, pues fue lo primero que desearon mutuamente, mucho antes de que llegase ese día, esa hora, ese minuto. Lo desearon cada uno solo en su cama. Lo desearon arrastrándose a través de las horas diurnas. Remando hasta esta cita en distintos botes, lo desearon. Y ahora, por fin, sucedía, empezaba con torpeza porque él tuvo que inclinarse y meter la cabeza bajo el ala del sombrero de ella para llegar a los labios. Unidos como el hueso de la suerte del pecho de las aves, las bocas juntas, intercambiaron el verdadero saludo. Jens abrió los labios de Lorna con la lengua, sintió la punta de la de ella que le salía al encuentro con timidez y la acarició: Ven más cerca, no tengas miedo, déjame amarte.
Las gaviotas pasaron a poca distancia, chillando. Las moscas zumbaban sobre los platos. A lo lejos se oyó la sirena de un vapor. Pero ellos sólo tenían oídos para las voces que retumbaban en sus cabezas, diciendo: Por fin, por fin.
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