– Gracias -dijo, tan bajo que Jens casi no la oyó.
Le dio el sombrero y vio cómo lo sujetaba con el alfiler, pensando en un modo de devolverle la alegría.
– ¿Comemos el almuerzo ahora?
– No tengo mucha hambre.
– Yo sí-repuso. Cualquier cosa para hacerla sonreír otra vez.
– Muy bien. -Obediente, se volvió a buscar los platos y, para su horror, se le llenaron los ojos de lágrimas. No giró la cabeza para ocultarlas, y trató de controlar la voz-. Me temo que nuestro almuerzo… se ar… ruinó. Las hormigas están… -Intentó agregar una palabra más-. Por todos…
Tragó con fuerza pero las lágrimas siguieron manando y se le cerró la garganta. Se le escapó un sollozo y se aflojó, cayendo hacia adelante, ciega, y dejando caer los platos al suelo. Ahí se quedó, con los platos apretándole el dorso de las manos sobre la tierra.
De inmediato, Jens se incorporó sobre las rodillas y la atrajo a sus brazos.
– Oh, Lorna, ¿qué te pasa? No llores, mi amor, no llores… me romperás el corazón.
Lorna se colgó de su cuello.
– ¡Oh, Dios, mi Dios!, Jens. Te amo.
Jens cerró los ojos. Tragó. La apretó contra el pecho mientras entremezclaba sollozos con palabras entrecortada:
– Te amo t… tanto que no me im… importa… nada más… sólo verte…, e…estar contigo. Oh, Jens, ¿qué va a pasar?
No tenía respuestas. Durante todos los días que precedieron a este momento, no las necesitó porque las palabras quedaron sin decirse. Ahora que estaban dichas, se amontonaron con otras que brotaban de Lorna:
– Pensar que esta primavera, cuando vine aquí, a la casa de campo… ni sabía de tu existencia… y ahora tu sola existencia es lo más… importante de mi vida.
– Si nos detuviésemos ahora mismo…
– ¡No! ¡No lo digas! ¿Cómo podemos interrumpirlo, si es lo único que importa? ¡Si me siento más viva desde que te conozco que nunca! Si mi día comienza pensando en ti y termina deseándote. Si estoy acostada en mi dormitorio y pienso en ti en el piso alto, y me imagino escabulléndome por la escalera de los criados y buscando tu cuarto.
– ¡No! ¡Nunca tienes que hacer eso, Lorna, nunca! -Se echó hacia atrás y la aferró con severidad por las mangas-. ¡Prométemelo!
– No lo prometeré. Te amo. ¿Tú me amas, Jens? Sé que sí. Lo vi en tus ojos cientos de veces, pero no lo dirás, ¿verdad?
– Pensé… que si no lo decía sería más fácil.
– No, no será más fácil en absoluto. Dilo. Silo sientes, dilo. Concédeme eso.
El desafío pendió del aire entre los dos hasta que, al fin, derrotado, Jens admitió:
– Te amo, Lorna.
Se acurrucó contra él y lo abrazó como si quisiera quedarse así para siempre.
– Entonces, soy feliz. Por este momento, soy feliz. Creo que desde el principio supe que esto pasaría. Desde la noche que entré en la cocina y pregunté qué había pasado que mi padre estaba tan furioso. Cuando admitiste que habías puesto la nota en el helado, comencé a admirarte en ese instante.
– Maldita sea esa nota -dijo, desesperado.
– No -susurró Lorna-. No. Estaba destinado a suceder, esto tenía que suceder. ¿No lo sientes, acaso?
Compartieron un momento apacible, abrazándose, pero en lo más íntimo Jens sabía que les esperaba la angustia a los dos. Se sentó y le sostuvo las manos, frotándole los nudillos con los pulgares:
– ¿Y qué pasa con Du Val? -preguntó-. ¿Qué pasa con el reloj que te obsequió, y con el deseo de tus padres de que te cases con él? ¡Y que yo soy un criado de la cocina!
– Jamás. -La expresión feroz de Lorna no admitía discusiones-. ¡Nunca más, Jens Harken! Eres constructor de barcos, y un día tendrás tu propia empresa, y gente de toda Norteamérica vendrá a que le fabriques un barco. Tú me lo dijiste.
Jens le puso la mano en el mentón y la hizo callar con el pulgar.
– Ah, Lorna, Lorna…
Lanzó un suspiro largo y melancólico. Miró hacia el bosque y dejó pasar un rato largo.
Lorna rompió el triste silencio, preguntando:
– ¿Cuándo podemos encontramos otra vez?
Jens pareció volver de la distancia y la hizo ponerse de pie. Con ternura, la miró a los ojos.
– Piénsalo. Piensa si en realidad lo deseas, y en todas las veces que llorarás si seguimos viéndonos, y todas las mentiras y los ocultamientos que tendremos que hacer. ¿Eso es lo que quieres, Lorna?
Por supuesto que no lo era, y se lo dijo con la mirada.
– Dijiste que no mentirías -le recordó.
– Sí, es verdad.
La verdad no dicha les reveló que los dos mentirían si se veían obligados. A los dos les disgustó esa revelación acerca de sí mismos.
– Es tarde -dijo él-. Tienes que irte.
Las lágrimas asomaron a los ojos de Lorna, que desvió la vista hacia los platos, todavía llenos de hormigas.
– Sí -susurró, desanimada.
– Vamos, te ayudaré a recoger las cosas.
Se arrodillaron y tiraron la deliciosa comida sobre la hierba, apilaron los platos y doblaron la manta en abatido silencio. Jens tomó la canasta, Lorna la manta, y caminaron de vuelta a la cresta del sendero. El fue adelante, sosteniendo con la mano a la muchacha, que lo seguía. En los botes, Jens guardó las cosas, soltó la amarra del de ella, y se dio la vuelta. Se quedaron enfrentados sobre las rocas grises.
– No te pregunté cómo iba el barco -dijo la muchacha.
– Bien. Va bien. Pronto curvaré las costillas.
– ¿Podría ir a mirar?
Jens alzó la cara al cielo, cerró los ojos y tragó.
– Está bien -aceptó Lorna-. No iré. Pero dime una vez más que me amas, para que pueda recordarlo.
Jens la besó primero, cubriendo la mandíbula delicada con las dos manos y sostuvo la boca con firmeza bajo la suya, tratando de poner en el beso el dolor que él también sentía. Las lenguas se unieron en una triste despedida, mientras encima el sol ardía y detrás de ellos chispeaba el agua azul:
– Te amo -dijo, y la vio partir con los ojos llenos de lágrimas.
9
Cuando regresó a casa tras la cita amorosa con Jens, Lorna se alegro de que fuese domingo. Como había una cena fría, no tendría que enfrentarse a sus padres ante una cena formal. De todos modos, no tenía hambre y pasó la hora de la cena sola en su cuarto, dibujando el nombre de Jens en letras rococó, enmarcadas en rosas, cintas y nomeolvides. Mojó la pluma y empezó a dibujar un pájaro azul, pero cuando había terminado sólo una de las alas, arrojó la pluma, se cubrió la cara con las manos y apoyó los codos sobre la mesa del tocador.
¿Tendría intenciones de volver a verla? Al decir: "Piensa silo deseas, Lorna… Piensa en todas las veces que llorarás, y todas las mentiras y los encubrimientos que tendremos que hacer", ¿ese era el significado último?
Tenía ganas de llorar.
"Así que esto era el amor", pensó, "esta desolación doliente, acongojada que siento dentro de mi." No imagino que afectara de manera tan total, que se adueñara de una vida que, hasta el momento, había seguido su curso, y la arrojaba así a la deriva; que era capaz de tomar gris un carácter alegre.
Dibujó de nuevo el nombre, rodeado de flores de cabezas caídas. Les hizo a las flores rostros llenos de lágrimas, y cuando sintió que las propias amenazaban con brotar, escondió los dibujos dentro de un sombrero de verano, y tapó otra vez la sombrerera.
Inquieta, vagabundeó por la casa. Las hermanas miraban álbumes de recortes. Theron estaba acostado. Gideon fumaba un cigarro en la terraza trasera. Levinia y Henrietta estaban muy concentradas en una partida de backgammon. Inclinadas sobre el tablero, no advirtieron cuando Lorna pasó al salón pequeño. Se detuvo un instante en la puerta y observó a las dos mujeres, que parecían irritadas con las recientes jugadas de la otra, y volviendo al piso alto, golpeó con suavidad la puerta de la tía Agnes.
Agnes respondió:
– Entre -y dejó el libro cara abajo sobre la colcha.
Lorna entró y vio a su tía reclinada en las almohadas, con la colcha vuelta encima del regazo. Como una niña pequeña, perdida, preguntó:
– ¿Qué estás leyendo?
– Uno de mis preferidos, de Harper. Se llama Anne.
– No tendría que interrumpirte.
– Oh, cielos, no seas tonta. Ya leí esta historia cientos de veces. Caramba, caramba… ¿Qué es esto? -La tía Agnes puso cara larga-. Eres la imagen misma del rechazo. Ven aquí, pequeña.
Extendió un brazo y Lorna se tiró sobre la cama, al abrigo de ese brazo.
– Dile a la vieja tía Agnes qué te pasa.
– Oh… nada. Y todo. Estoy creciendo, me preocupa mi madre, estas noches de domingo, tan tranquilas.
– Ah, sí, llegan a ser muy largas para las mujeres solas, ¿no? ¿Dónde está ese muchacho tuyo? ¿Por qué no estás haciendo algo con él?
– ¿Taylor? Oh, no lo sé. Esta noche, no tengo ganas.
– ¿Discutiste con él? ¿Quizá por eso estas tan triste?
– No, no exactamente.
– ¿Y qué me dices de tus hermanas, y Phoebe… donde están?
– Sencillamente, no tenía ganas de estar con ellas.
Agnes lo aceptó, y dejó de sonsacarle. Afuera, caía el crepúsculo mientras Lorna permanecía acunada por aromas consoladores de algodón almidonado, violetas y alcanfor.
Después de un rato, dijo:
– Tía Agnes.
– ¿Qué?
– Cuéntame algo de ti y del capitán Dearsley… cómo fue cuando os enamorasteis.
La anciana contó una vez más el relato gastado del hombre del uniforme blanco y charreteras de trencillas doradas que se balanceaban, de uniformes militares de gala, y una mujer abrumada de amor.
Cuando terminó el relato, Lorna siguió acostada y miró, más allá del pecho de la tía, las rosas y las cintas que trepaban por la pared.
– Tía Agnes… -Eligió con cuidado las palabras antes de seguir.
Cuando estabas con él, ¿alguna vez sentiste la tentación?
Agnes pensó: Con que se trataba de eso, pero se contuvo de decirlo. Respondió con sinceridad:
– La tentación está en la naturaleza del amor.
– ¿El también se tentó?
– Sí, Lorna, estoy muy segura de que sí.
Pasó un prolongado momento, durante el cual se comunicaron en silencio. Por fin, Lorna dijo en voz alta:
– Cuando la tía Henrietta me advierte que use el alfiler del sombrero, ¿qué es lo que me advierte, en realidad?
Tras una pausa de segundos, la tía respondió:
– ¿Le preguntaste a tu madre?
– No, no me contestaría con sinceridad.
– ¿Acaso tú y tu muchacho estuvisteis galanteando?
– Sí -murmuró Lorna.
– ¿Y se volvió… personal?
– Sí.
– Entonces, ya sabes. -Abrazó más fuerte a su sobrina-. Oh, Lorna, querida, ten cuidado. Ten mucho, mucho cuidado. Las mujeres podemos terminar muy mal cuando hacemos esas cosas con un hombre.
– Pero lo amo, tía Agnes.
– Lo sé, lo sé. -Agnes entornó los párpados arrugados y besó el cabello de la muchacha-. Yo también amaba al capitán Dearsley. Nosotros pasamos por lo mismo que tú estás pasando ahora, pero tienes que esperar hasta la noche de bodas, cuando ya no habrá restricciones. Podrás compartir tu cuerpo sin vergüenza, y cuando lo hagas, los dos gozaréis la mayor de las alegrías.
Lorna levantó la cara y le dio un beso en la mejilla blanda y suavizada por la edad.
– Tía Agnes, te quiero. Eres la única en esta casa con la que puedo hablar.
– Yo también te quiero, pequeña. Y, lo creas o no, también eres la única con la que yo puedo hablar. Todos los demás me creen más imbécil que la viruela boba, sólo porque disfruto de mis recuerdos. Pero, ¿qué otra cosa me queda, excepto la parquedad de tu madre, Henrietta, que vive disminuyéndome, y tu padre…? Bueno, estoy muy agradecida a tu padre por el hogar que me ofrece, pero también me trata como si fuese idiota. Nunca me pide opinión acerca de nada importante. Pero tú, tú eres especial. Tienes algo más valioso que todo el dinero, el poder y el prestigio social que pueden adquirirse en este mundo. Tienes amor por la gente. Te preocupas por ella, y eso te hace especial. Muchas veces di gracias a Dios por tu existencia en esta casa. Y ahora… -Agnes le dio una palmada en el trasero-. Me parece que oigo acercarse a mi hermana. Si te encuentra aquí, arrugando su parte de la cama, tendrá algún comentario insidioso que hacer. Será mejor que te levantes.
Henrietta entró antes de que pudiese levantarse. Al ver a Lorna saltando de la cama, se detuvo y luego cerró la puerta.
– Jovencita, creí que tendrías la prudencia suficiente para no subirte a la cama de otra persona con los zapatos puestos. Y tú, Agnes, podrías haberte fijado.
Para aliviar la riña de Henrietta, Lorna se apoyó en una rodilla y se estiró para darle un beso a Agnes en la mejilla.
– Te quiero -murmuró. -Al pasar ante la otra tía, que tenía un gesto en la boca como si fuese a escupir un grillo, dijo-: Buenas noches, tía Henrietta.
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