Al día siguiente, uno después del picnic de Lorna y Jens, la madre de esta había concertado un partido de croquet. Como estaba preparado desde dos semanas atrás, Lorna no pudo evitar asistir. Levinia había planeado el evento por la noche temprano, con una reunión para gente joven, y dijo:

– Croquet a las seis de la tarde, seguido de una cena en el jardín, al atardecer.

Esa tarde, cuando llegaron los invitados, el césped parecía terciopelo bajo las sombras alargadas. Los pantalones blancos de los hombres y las faldas de colores pastel parecían más intensos en contraste con esa alfombra verde. En el límite Sur del jardín, había mesas para cuatro. Todas estaban cubiertas de blanco encaje antiguo, recogido en los' bordes con ramilletes de rosas rosadas y orquídeas blancas, con cintas que caían, onduladas, sobre la hierba. Sobre cada mesa, una vela protegida del viento por un globo rodeado de flores similares a las del mantel, esperaba el anochecer. Había suntuosidad en cada detalle, con el fondo del lago y las damas con sombreros de ala ancha, también adornados con flores.

Lorna llevaba uno nuevo, blanco, con metros de tul de gasa enroscado alrededor como la tela de miles de arañas y, en el velo, tres rosas color lavanda que armonizaban con el vestido cortado en la cintura.

Había superado la melancolía del día anterior y, en realidad, disfrutaba del juego de croquet. Estaban incluidos algunos de los más jóvenes: Jenny, por supuesto, y sus amigas Sissy Tufts y Betsy Whiting. Estaban Jackson Lawless y Taylor, y también Phoebe y su hermano Mitch. En total, eran dieciséis, que formaban dos equipos jugando en canchas paralelas. Mitch estaba en el de Lorna y coqueteaba con ella desde que empezó el juego, sugiriéndole que salieran a navegar una vez más, antes de que él tuviese que volver al colegio en la ciudad. Riendo, la muchacha lo rechazó por tercera vez, cuando Mitch le dio un vigoroso golpe a la pelota azul rayada y la hizo chocar con la de Lorna.

Balanceándose y riendo, observó la bola de rayas rojas de Lorna con expresión maliciosa.

– Bueno… podría ser generoso y dejarla donde está… o mandarla al cielo. ¿Cuál prefieres?

– ¡Mitch, no serías capaz!

– ¿Por qué no? Si hubieses sido buena y dijeras que ibas a navegar conmigo, tal vez podría tenerte lástima.

– ¡Oh, Mitch, por favor…! -Empezó a halagarlo-. Mira lo cerca que estás de ese aro. ¡Si con dos tiros libres podrías pasarlo y quedar a mitad de camino del próximo!

Sin embargo, Mitch se colocó en posición para mandar la bola al otro mundo. La muchacha le dio un empujón que le hizo perder el equilibrio, y él la apartó a un lado para volver a la bola. Iniciaron un forcejeo amistoso.

– ¡Malcriado!

Del otro lado del campo, Taylor gritó:

– Lorna, ¿quiere mandarla?

– ¡Creo que sí! Si lo hace, ¿vendrás a darle un golpe?

– Aquí va.

Mitch midió la bola, sujetó la propia con el pie, y… ¡crack!, mandó la bola de rayas rojas rodando, salió del prado, cruzó un camino de grava hasta un cerco de arbustos que bordeaba el jardín.

Lorna la vio irse.

– Mitch, pedazo de bruto. Espera a que…

Las palabras se ahogaron en su garganta. Viniendo hacia ella por el límite del jardín, en el que no podía entrar, estaba Jens Harken. Todavía llevaba ropa de trabajo, las rodilleras blancas de serrín, las mangas enrolladas hasta el codo. Sin duda, iba a la cocina a cenar. Se detuvo cuando la vio y los dos se miraron, paralizados.

Tras ella, Taylor se acercó a darle golpes amistosos a Mitchell y después puso una mano posesiva sobre el hombro de Lorna.

– Ya me desquité, Lorna -dijo Taylor.

La muchacha no se engañó, sabía qué aparentaba pan Jens el cuadro que tenía ante la vista: una niña rica, privilegiada, jugueteando con sus iguales sobre el verde campo de croquet, mientras detrás de ellos las mesas festoneadas de flores y encaje esperaban la hora en que los criados contratados llevarían la extravagante comida. Entonces, los jóvenes de trajes de lino blanco desplazarían los asientos de las jóvenes damas de sombreros y vestidos caros, a la luz de las velas. En ese ambiente retozaba ella, la misma mujer que ayer juró amar a Jens Harken, y que usaba un pequeño reloj de oro en el pecho, y que fue sorprendida en mitad de unos juegos amistosos con el apuesto heredero del molino harinero con el que los padres esperaban que se casara.

Contemplando a Jens Harken en el crepúsculo de final del verano, Lorna quiso tirar el mazo y correr hacia él, tranquilizarlo: “Lo que viste no significa nada, es el modo en que vivimos aunque no siempre queramos. Preferiría estar contigo en el cobertizo antes que aquí, en la velada organizada por mi madre. Preferiría ver cómo tus manos dan forma a la madera que estar aquí sosteniendo este mazo, y golpeando esa estúpida bola por el césped.”

– Lorna -dijo Taylor tras ella, apretándole el hombro-. Creo que te toca a ti.

La joven miró hacia atrás y vio los ojos de Taylor fijos en Jens, que se encaminaba hacia la casa.

Desde el otro campo de croquet, alguien gritó:

– Eh, Du Val, ¿qué haces allí? ¡Tú juegas en este campo!

– ¡Sí, vuelve, Taylor!

– Lorna -dijo el aludido-, ¿qué pasa?

– ¡Nada! -exclamó, con demasiada vivacidad, deseando que se fuera, que le quitara la mano del hombro, que dejara de escudriñarle los ojos con tanta atención-. Sólo trataba de sacar la bola de ese arbusto, nada más. -Hizo un gesto como para quitarse la mano del hombro y dijo con fingida alegría-: Gracias por defenderme.

"¿Y quién me defenderá de Jens Harken?", pensó. "¿Quién le contará que fui corriendo hasta ese arbusto para que no me vieran los ojos llenos de lágrimas?" Pensaría con justa razón que Lorna desplegaba sus encantos femeninos ante dos hombres a la vez. Incluso tres, pues ahí estaba Mitchell, dos años menor que ella, y con el que estaba enzarzada en in, forcejeo juguetón en el mismo instante en que Jens venía por el sendero. ¿Por qué no iba a pensar que se comportaba como una coqueta consumada? Peor todavía: ¿por qué un pobre y esforzado constructor de barcos pensaría que una mujer con una vida tan privilegiada tendría el menor escrúpulo?

– ¡La cena! ¡Venid todos, la cena! -Desde el extremo más lejano del jardín, Levinia agitaba un pañuelo-: ¡Tenéis que terminar el juego!

Detrás de ella Gideon, con los pulgares y los índices en los bolsillos del chaleco, observaba a la gente joven. Habían encendido las velas de las mesas. En cada sitio se habían colocado compotas de frutas, la superficie de la vajilla de cristal atrapaba la luz de esas velas y las esparcía a su alrededor como estrellas caídas.

– ¡Venid ya! ¡Dejad esos mazos!

Taylor se deslizó por detrás de Lorna y la aferró del codo, apretándola con firmeza contra su pecho.

– Ven ya -imitó a Levinia, quitándole a Lorna el mazo de la mano-. Deja ese mazo y ven a cenar con el tipo que te considera la chica más linda del campo de croquet. A menos que tengas intenciones de sentarte con Mitchell Armfield que, por si no lo notaste, todavía está con la leche en los labios.

Ahí estaba Taylor, llevándola del codo. Y el padre, observando. Y la madre, cuyos únicos éxitos se medían por las cenas que daba. Y alrededor, los iguales a Lorna riendo, sin darse cuenta del drama que acababa de suceder en el linde del jardín, donde el ayudante de cocina, combinado con constructor de naves se enfrenté a la beldad de la alta sociedad a la que el día anterior había besado y acariciado en secreto.

Atrapada en la telaraña social de la que, al parecer, no había escape, Lorna se dejó llevar por Taylor hasta la mesa.


El sueño le rehuyó esa noche. Sintió que le debía Jens una explicación, una disculpa. Las noches se habían vuelto más frescas y olían a crisantemo, el heraldo del otoño. Faltaba poco para que llegara septiembre, y con él las noches frías, las heladas que maltrataban los caños de la casa y hacían que la familia volviera a Saint Paul, clausurando la temporada de verano. Cuando regresaran a la casa de la Avenida Summit, Jens Harken quedaría allí para terminar el barco que había comenzado. ¿Y entonces? ¿Acaso el encuentro veraniego quedaría relegado sólo al recuerdo, más bien olvidado, de una cita amorosa entre una muchacha confundida y un inmigrante que buscaron un placer pasajero en la mutua compañía?

Sentía que era más que eso.

Sentía que era amor.

Era amor y por eso eran necesarias una explicación y una disculpa.


A la mañana siguiente, enseguida después del desayuno, Lorna fue directamente al cobertizo. Lo olió mucho antes de llegar: la fragancia de la madera eran tan densa que estaba segura de que su ropa olería a ella cuando volviera a la casa. Al llegar a las puertas dobles se topé con el motivo: dentro, Jens había montado la cámara de vapor para curvar las costillas del molde. Estaba encendida, cargada y lanzaba pequeñas columnas de humo blanco por las hendiduras de los tubos. Delante de la cámara, observando la operación estaba su padre. Junto a él, Ben Jonson, al que reconoció del bote pesquero Fotografiando el suceso para las paredes del club náutico y cualquier periódico que tuviese interés, Tim Iversen.

Gideon vio a Lorna al mismo tiempo que ella a él.

– Lorna, ¿qué estás haciendo aquí?

– Vine a ver cómo avanza la construcción. A fin de cuentas, si no fuese por mí no habría sido diseñado. Buenos días, señor Iversen. Buenos días, señor Harken. -No por nada Lorna tenía parte de la soberbia de Gideon: entró en el cobertizo con tanta naturalidad como si hubiese esperado que el padre estuviese allí-. Creo que no nos conocemos -le dijo a Jonson-. Soy Lorna Barnett, la hija de Gideon.

El aludido se quitó la gorra y aceptó la mano que le tendía.

– Ben Jonson. Me alegro de conocerla, señorita Barnett.

– ¿Trabaja usted para mi padre?

– No exactamente. Trabajo en el depósito de madera, pero ahora que ha terminado la temporada escasea el trabajo allí, y me he tomado las mañanas libres para ayudar a Jens a curvar estas costillas.

– Espero que no le moleste si miro.

– En absoluto.

Gideon interrumpió:

– ¿Sabe tu madre que estás aquí?

En voz alta, respondió:

– Creo que no -mientras sus ojos decían:

Padre, ¿no advertiste que ya tengo dieciocho años?

– Este es trabajo de hombres, Lorna. Vuelve a la casa.

– ¿A hacer qué? ¿Prensar flores? Con todo respeto, padre, ¿te gustaría que te mandaran de vuelta a casa cuando aquí se está construyendo un barco que podría cambiar la historia de la navegación a vela, aquí, en nuestro propio cobertizo? Por favor, déjame quedarme.

Tim interrumpió: mientras lo decides, ¿te molesta si tomo un* fotografía? Tengo la cámara lista. -Fue hasta el trípode y el capuchón negro-. Tal vez, algún día, sea importante en los anales del Club de Yates de White Bear: el constructor del barco, el dueño y la hija del dueño, que lo convenció de intentarlo. Gid, no te olvides de que yo estaba allí cuando te lo pidió.

– Oh, de acuerdo, toma tu maldita fotografía, pero rápido. Tengo que alcanzar el tren.

Tim tomó la maldita fotografía y muchas más, y Gideon Barnett se olvidó de alcanzar ese tren a la ciudad porque estaba por comenzar el verdadero proceso de curvar las costillas, y le fascinaba tanto como a la hija. Jens había construido la cámara de vapor con un tubo de metal de gran diámetro, tapado en un extremo por un retén de madera y, en el otro, por trapos y el vapor provenía de una caldera de agua caliente. La caldera emitía un suave siseo y quitaba el frío matinal mientras Jens explicaba lo que hacía.

– Basta con una hora en la cámara de vapor para que el grano de la madera se expanda y la deje flexible. Cuando este roble blanco salga de aquí, estará blando como un fideo, pero no dura mucho tiempo en ese estado. Por eso hoy necesito a Ben. Como ve, el molde está listo… -Lo señaló-. Ya están hechas las muescas en los largueros. -Había tres largueros longitudinales-. Y las tablas de borda están dentro y los laterales, encima. Sólo faltan las costillas. ¿Qué tal Ben -Jens y Ben intercambiaron una mirada ansiosa con los ojos brillantes-, estás listo para jugar a la patata caliente?

Los dos se pusieron guantes y Jens quitó tos trapos que obturaban un extremo del tubo. Emergió una nube de vapor fragante. En cuanto se disipó, se acercó y sacó el listón de roble blanco. Tenía una pulgada de espesor y una de ancho y, por cierto, estaba laxo como un fideo cocido. Ben tomó una punta. Jens la otra, y los dos corrieron a colocarlo sobre el barco, de borda a borda, encajado en tres muescas que lo estaban esperando.

– ¡Uy, está caliente!

Uno a cada lado de la estructura, la ajustaron, se quitaron los guantes y la clavaron en cada uno de los tres largueros. La curvaron con las rodillas sobre la regala, la recortaron con sierras de mano y la clavaron. Todo el proceso llevó unos minutos.