– Cuando hayamos terminado con las costillas, los contornos se verán casi con tanta claridad como si estuviese terminado, y le garantizo, señor Barnett, que sus líneas están tan ajustadas como pueden estarlo las de un barco. Ahí viene otra costilla -anuncio Jens, y sacó otra de la cámara de gas, la colocó sobre el molde y repitieron el procedimiento: ajustar, clavar, recortar, clavar.

Cada seis pulgadas a lo largo de los cortes, ajustar, clavar, recortar, clavar.

Como los guantes se habían humedecido, tenían que manipular con agilidad las costillas calientes. A veces, gritaban y se soplaban los dedos enrojecidos. Se les humedecieron las rodillas y, en más de una ocasión, se quemaron.

Lorna observó, fascinada de ver cómo iba surgiendo la forma del barco, costilla a costilla. Vio al hombre que amaba sacarse los guantes con los dientes, martillar, aserrar, sudar a medida que avanzaba por la longitud del molde dejando un fragante esqueleto blanco tras de sí. Vio el placer que le daba el trabajo, la destreza y la habilidad en cada movimiento, el agudo sentido de unión con Jonson para trabajar en común. Los dos ajustaban los movimientos hasta que el ritmo era perfecto y conseguían terminar cada costilla al mismo tiempo. Cuando se apartaban de la que acababan de poner, intercambiaban una mirada de satisfacción y concordia que reconocía en el otro decisión, talento y habilidad.

Después, desde dentro del buque, Jens se puso de cuclillas, observó las níveas costillas de roble y examinó la línea desde cada ángulo posible. Iba hasta el extremo opuesto de la estructura y miraba hacia la puerta, el costado de babor, el de estribor, hasta que Lorna comprendió con más claridad la importancia de aquellas marcas en el suelo, mientras hacía el lofting. Cuando al fin transfirió esa exactitud a las tres dimensiones, el constructor escandinavo de barcos quedó satisfecho.

– Sí, está correcto -murmuró, más para sí mismo que para cualquiera de los presentes.

En menos de dos horas todas las costillas quedaron colocadas en el molde. Gideon aún estaba allí, observando. Tim Iversen había tomado muchas fotos. Lorna contempló todo el proceso y seguía esperando alguna clase de reconocimiento por parte de Jens Harken.

Este fue hasta el extremo distante del cobertizo y volvió con un largo listón. Entre él y Jonson lo sostuvieron contra el molde:

– Esta es la línea de flotación del barco -le dijo a Barnett-. Poca parte bajo el agua, ¿eh?

– Poca -admitió Barnett-, pero me pregunto si no se irá de banda y se hundirá.

Harken se volvió y dijo con un definido matiz de superioridad:

– ¿Qué cree usted?

Barnett se mordió la lengua. A decir verdad, cuanto más observaba a este Harken, más se convencía, como el mismo constructor, de que ese navío se comportaría como él decía: que haría que todos los demás en el agua parecieran albatros.

Tim aprovechó el silencio para hablar, quitándose la pipa de la boca:

– Gid, ¿cómo piensas llamarlo?

Gideon pasó la vista al ojo bueno de Tim:

– No sé. Algo que sugiera velocidad, como Seal (foca), o Gale (ventarrón).

– ¿Qué te parece, más bien, una demostración de lealtad? -El ojo de Tim saltó a Lorna, y luego volvió al amigo.- Como Lorna, aquí presente, que creyó en él mucho antes que tú. Me parece que sería justo que el velero se llamara como tu hija. Lorna, ¿cuál es tu segundo nombre?

– Diane.

– ¿Qué te parece Lorna D? Suena bien. Me gusta la aspereza de la D con la suavidad de la A. -Tim exhaló varias veces el humo de la pipa, lanzando aroma de tabaco, que fue a mezclarse con el de la madera sometida al vapor-. El Lorna D. ¿Qué opinas, Gid?

Gideon reflexionó. Se mordió la punta izquierda del bigote. Observó a Lorna, que trataba de no mirar a Jens, como lo había hecho durante toda la mañana.

– ¿Qué dices, Lorna? ¿Te gustaría que el velero se llamara con tu nombre?

La muchacha se imaginó a Jens ahí, en el cobertizo, dando forma al Lorna D cada día con sus manos grandes, anchas, diestras, pasándolas por las líneas puras del barco, haciéndolo veloz, seguro y ágil.

– ¿Lo dices en serio?

– Podríamos llamarlo justicia divina. En especial, si gana.

– Fueron tus palabras, no las mías. -Incluso cuando increpaba al padre, no pudo impedir que el entusiasmo le hiciera brillar los ojos-. Me encantaría, papá, ya lo sabes.

Al oír que le llamaba papá, Gideon comprendió qué cierto era pues, desde que maduró, hacía mucho que no lo llamaba así. Sólo lo hacía cuando estaba muy contenta con él.

– Muy bien: se llamará Lorna D.

– ¡Oh, papá, gracias!

Cruzó el cobertizo casi a saltos, y le echó los brazos al cuello, mientras Gideon se inclinaba hacia adelante sin saber dónde poner las manos, siempre incómodo cuando las hijas le hacían tales demostraciones de cariño. Por supuesto, amaba a sus hijas, pero su manera de demostrarlo consistía en gruñir órdenes, como cualquier padre victoriano que se preciara de tal, al pagar las facturas de las fiestas y la vestimenta costosa. Devolver el abrazo delante de otros hombres que miraban estaba fuera de lugar para Gideon Barnett.

– Maldición, muchacha, me arrancarás los botones del cuello.

Cuando la hija lo soltó, Gideon estaba ruborizado y jadeante.

– ¿Puedo decírselo a mis amigos? -preguntó Lorna.

– ¿Tus amigos? Bueno, diablos… no me molesta.

– ¿Eso significa que es oficial?

Lorna ladeó la cabeza.

Gideon hizo un gesto con la mano.

– Adelante, cuéntaselo, te dije.

– ¿Y puedo traerlos aquí para que lo vean?

– ¿Y que este sitio se llene de gente? -la reprendió Gideon.

– No a todos, sólo a Phoebe.

– Te juro que todas vosotras, las muchachas jóvenes, os comportáis como los muchachos más traviesos que jamás he visto. Oh, está bien, trae a Phoebe.

– Y me gustaría venir a menudo a ver los progresos del Lorna D.

No te molesta, ¿no es cierto, papá?

– Estorbarás a Harken.

– Oh, de ninguna manera. Hoy éramos tres aquí, además de la cámara, y no lo estorbamos, ¿verdad, Harken?

El desafío fue directo a los ojos de Harken, y fue el primer contacto firme que hubo desde que Lorna entró en el cobertizo.

La mirada del joven se desvió enseguida hacia el padre.

– Yo… eh… -Se aclaró la voz-. No, no me molesta, señor.

– Muy bien, pero si lo fastidia, échela. Juro por Dios que no sé cómo permito que una muchacha merodee por un taller de construcción de barcos. A tu madre le dará un ataque. -Al mismo tiempo que se autoflagelaba, Gideon tiró la faltriquera y sacó el reloj de oro del bolsillo del chaleco-. ¡Maldición, es casi mediodía! ¡Tengo que ir a la ciudad antes de que sea la hora de volver a casa! Harken, venga a yerme para arreglar lo del cheque cuando esté listo para encargar las velas a Chicago. Y a usted, Jonson, ¿cuánto le debo por la ayuda de hoy?

– Nada, señor. El sólo hecho de volver a trabajar en un barco es un placer.

– Está bien. Me voy, Lorna, y tú también. Hazme un favor: concédele a tu madre al menos un mínimo de actividades femeninas esta tarde.

– Sí, papá -contestó con humildad.

– Yo también me voy -dijo Tim-. Gracias por dejarme entrar y tomar las fotos. Pronto las verás, Jens.

Lorna se marchó con los demás, sin obtener nada similar a una despedida personal.


Cuando se fueron, el cobertizo quedó en silencio. Ben y Jens se ocuparon de limpiar el lugar: barrieron el serrín del suelo, los trozos de madera de las costillas, y clavaron mejor algún que otro clavo en el molde. Mientras se movía en tomo a la estructura, Jens silbaba suavemente entre dientes una antigua canción folclórica noruega. Tocó las costillas de roble en varios puntos, las estrujó, intentó moverlas: estaban firmes.

– Ya adoptaron la forma del molde.

– Lo sé.

Jens separó unos clavos y colgó el martillo. Los ojos de Ben lo seguían, especulativos. Jens silbaba otra estrofa. Ben se apoyó en el molde, con los brazos y las piernas cruzados.

– Así que… ¿con ella fue con quien te encontraste el domingo?

Jens dejó de silbar y alzó la cabeza con brusquedad.

– ¿Por qué preguntas una cosa semejante?

– No la miraste ni una sola vez en todo el tiempo que estuvo aquí.

Jens reanudé el trabajo:

– ¿Y?

– Es una muchacha preciosa.

– ¿Te parece preciosa?

– Más linda que el atardecer en un fiordo noruego. Más brillante, también. Me costó apartar la vista de ella.

– ¿Y?

– Ella tampoco te miró. Y convenció a su padre de que aceptara dejarla venir aquí todas las veces que se le antojara. Y ahora, silbas esa canción.

– ¿Sabes, Jonson?, debes de haberte acercado mucho al vapor. Me parece que te quemó un poco el cerebro, ¿eh? ¿Qué diablos tiene que ver esa canción con Lorna Barnett?

Jonson se puso a cantar la antigua canción de amor noruega con voz muy suave y con una sonrisa maliciosa que siguió al amigo por todos los rincones del cobertizo hasta la última línea:


Pero cuando está la que amo

La vida vale la pena.


Cuando terminó, Jens había desistido de inventar tareas para ocupar sus manos, estaba junto a la estufa de ascuas moribundas, y contemplaba la caldera de vapor que comenzaba a enfriarse.

– Tienes razón. -Dirigió la mirada a Ben-. Hay ciertos sentimientos entre Lorna y yo.

– Ah, Jens -dijo Ben con simpatía, ya sin rastros de burla-. ¿No me digas?

– No quisimos que sucediera, pero pasó.

– Me imaginé algo por el estilo el día que se puso de pie en el barco y te saludó con la mano. El modo mismo de hacerlo… como si quisiera saltar y nadar hasta nosotros.

– Es una muchacha estupenda, Ben, de lo mejor, pero independiente. Empezó a rondar por aquí, a hacer preguntas sobre el barco, después, sobre mí y mi familia. Pronto, charlábamos como viejos amigos, hasta que, un día, me pidió que la besara. -Jens se sumió en reflexiones, hasta que sacudió la cabeza, mirando al suelo-. Besarla fue el peor error que pude cometer.

Jens encontró dos pedazos de papel de lija, le dio uno a Ben.

Ben dijo:

– Supongo que si el viejo llega a enterarse, te echaría de una patada en el trasero y ahí terminaría la construcción del buque.

– Lo sé.

– Debiste pensarlo, Jens. Los que son como nosotros, besamos a las criadas.

– Lo intenté. -Intercambiaron miradas amargas-. Se llama Ruby.

– Ruby.

– Una pelirroja con pecas.

– ¿Y?

El papel de lija siguió frotando.

– ¿Recuerdas cuando eras chico y tenías un cachorro nuevo? Te ibas todo el día a la escuela y, cuando volvías a casa, el cachorro estaba tan contento de verte que te lamía por todos lados. Bueno, así es besar a Ruby. Con ella, me dan ganas de llevar una toalla.

Los dos rieron y, poco después, Ben preguntó:

– ¿Hasta dónde llegó la historia con esa chica, cuyo padre colgaría tu pellejo de la puerta si se enterase?

– No tan lejos como estás pensando. Pero podría pasar si siguiéramos viéndonos. La otra noche decidí que no. Tiene que ser así, pues ella no pertenece a mi mundo ni yo al de ella. Por Dios, Ben, tendrías que haberla visto anoche.

Jens le describió la escena con la que se topó cuando regresaba a la casa para cenar, sin ahorrar detalles ni de la relación de Lorna con Taylor Du Val.

– …Y ahí estaba, la mano de Du Val en su hombro, el reloj que le regaló sobre el pecho, en el mismo lugar donde había estado mi mano la tarde anterior. Dime, ¿qué tengo que ver yo con una mujer como esa? -A medida que hablaba, Jens sintió que la rabia y el dolor crecían dentro de él-. ¡Si viene, le diré de inmediato que se vaya! De todos modos, terminar el barco e instalar mi propio armadero es más importante para mí que Lorna Barnett.


Quería hacerlo así. Toda esa tarde, después de haberse ido Ben, mientras trabajaba solo en el molde, escuchaba el monótono raspar de la lija sobre la madera, sentía ascender el calor hacia la palma y registraba la forma de cada costilla en la mano callosa, quiso que el barco significan más que Lorna. Pero cada vez que pensaba en ella sentía nostalgia. Cada recuerdo le provocaba deseos.

A las siete en punto, cerró las puertas del cobertizo, colocó un palo en la aldaba del candado y se detuvo un momento a escuchar las voces de soprano de los grillos que afinaban. Se sentía la frescura de la noche que transmitía la humedad de la tierra. Se puso una chaqueta de lana a cuadros. Se bajó el cuello y miró al cielo, ambarino al Oeste, violeta por encima, con la silueta ya ennegrecida de hojas y ramas. Caminó por el transitado sendero hacia los álamos. Sobre la huerta pasaban los murciélagos, fugaces como ilusiones. Los arbustos de tomate emitían un olor penetrante. Las verduras que maduraban temprano, como los guisantes y las habas, ya habían sido cosechadas y las nuevas, sin duda plantadas por Smythe en el invernadero, para el consumo de la familia durante el invierno. En la cara de Jens se pegó una tela de araña que parecía suspendida en el aire, y que indicaba sin lugar a dudas la cercanía del otoño.