– Pero Taylor es muy apuesto. Y bueno.

– Ya sé. Oh, Jenny, quisiera admirarlo como tú, pero amo a otro.

– ¿A otro? -susurró Jenny, más abrumada por esa novedad que por el llanto y el golpear de puertas de su hermana-. Jesús.

– Un hombre que no aprobarían.

– Pero, ¿quién?

– No puedo decírtelo, y tú no debes decírselo. Aún no lo saben. Sé que soy una cobarde por no ir y decírselo directamente, pero son tan… autoritarios y rígidos en ese sentido… dándome órdenes y diciéndome qué hacer. Sabes cómo son. Pero ya no puedo soportarlo más.

Jenny siguió acariciando el pelo de su hermana. Hasta el momento, la hermana menor nunca había consolado a la mayor. Primero Theron, y ahora Jenny: se habían acercado a Lorna percibiendo que los necesitaba, y esta estaba profundamente conmovida por esos gestos de cariño. En ese instante, otra voz murmuró con timidez en la oscuridad.

– Jenny, ¿qué pasa con Lorna?

Flotando como un fantasma infantil hacia la cama, desde la puerta, se materializó Daphne.

– Discutió con mamá y papá. Vuelve a la cama, Daphne.

– Pero está llorando.

– Estoy bien, Daph. -Lorna tendió una mano desde el refugio del regazo de Jenny. En serio.

– Pero tú nunca lloras, Lorna, porque eres demasiado grande.

– Daphne, una persona nunca es demasiado grande para llorar, recuérdalo. Y ahora que tú, Jenny y Theron vinisteis a yerme, me siento mucho mejor.

– ¿Theron estuvo aquí?

– Antes de acostarse. Me trajo los prismáticos.

– ¡Los prismáticos… Jesús…!

Pronunció la palabra en un susurro maravillado.

Jenny preguntó:

– Lorna, ¿te sientes mejor?

– Oh, sí, gracias a las dos. Creo que ahora será mejor que os vayáis a la cama, para no tener problemas con mamá vosotros también.

Jenny esponjó la almohada de Lorna, y Daphne le dio un beso breve en la boca.

– Mañana jugaré contigo al tenis, Lorna -se ofreció.

– Yo también -agregó Jenny.

– Me encantará. Gracias. Sois unas hermanas muy amorosas.

– Bueno, buenas noches, Lorna.

– Lorna, ¿estás segura de que ya no llorarás más?

– Estoy bien.

Se retrasaban en la oscuridad, sin saber si dejarla y, finalmente, salieron de puntillas como si hubiesen dejado recién dormido a un niño pequeño.

En su ausencia, Lorna se puso de nuevo melancólica. El amor que le demostraron sus hermanos le dejó una sensación honda y conmovedora, pero teñida de una inexplicable tristeza, distinta de la que sintió antes. Era la tristeza de aquellos que, al verse separados de su amor, rompen a llorar ante los hechos felices.

"Jens… Jens… tú eres el único que puede hacerme feliz. Contigo quiero estar, reír, llorar, mi amor."

Oyó las campanadas del antiguo reloj Chesterfield en el pasillo. En la casa, nada se movió.

Un cuarto de hora.

Media hora… ¿era la una y media? ¿Dos y media?

Tres cuartos de hora…, en medio de la noche.

Nadie oía.

Nadie sabía.

Permaneció de espaldas, las manos unidas, apretadas contra los pechos, el corazón estremecido. "Jens… Jens… que duermes encima de mí, en tu pequeño cuarto del ático…"

Nadie oía.

Nadie sabía.

La cama de Lorna era alta. Parecía que le llevaba mucho tiempo tocar el suelo con los pies. Cuando lo tocaron, no se puso las zapatillas ni la bata sino que cruzó la habitación descalza, directamente hacia el pasillo y a la escalera de los criados, con sus angostas paredes, los escalones altos, y los olores de las comidas de todo el día. Había estado allí varias veces y conocía la disposición: tres cuartos a la derecha, tres a la izquierda, todos embutidos bajo el tejado como el cabello bajo una coroza de burro. La puerta de Jens era la del medio a la izquierda.

Abrió sin llamar, se metió dentro y cerró con destreza, sin hacer ruido. Dentro, se quedó inmóvil, con el corazón dándole martillazos, oyendo la respiración de Jens que era una figura blanca amorfa en la cama. Estaba a la izquierda de Lorna, contra la pared. Detrás, una ventana estrecha curvaba apenas las tejas, dejando pasar la brisa cuando se abría hacia adentro sobre sus goznes. El cuarto estaba muy caldeado y olía a hombre durmiendo: aliento tibio, piel cálida y el débil olor de la ropa usada. Esta colgaba de unas perchas a la izquierda de la muchacha: contra la pared más clara, el pantalón y la camisa que había usado ese día formaban un arroyo oscuro.

La cama era de una plaza. El brazo izquierdo de Jens colgaba fuera, la muñeca apuntando hacia Lorna, pues dormía de lado. Roncaba suavemente con un sonido que recordaba el flamear de una cortina agitada por el viento contra la ventana. ¿Soñaría con veleros? ¿Con la madera sometida al vapor? ¿Con Lorna?

Se acercó a la cama y se acuclilló sobre los talones, cerca del brazo estirado.

– Jens -murmuró.

Siguió durmiendo. Nunca había visto de cerca a un hombre dormido. Tenía los hombros desnudos. También el pecho, hasta la cintura, donde lo tapaba la sábana. La parte interna del brazo estirado parecía pálida y vulnerable. Lo tocó ahí con dedos vacilantes, sobre los músculos suaves, tibios, laxos de los bíceps.

– Jens.

– ¿Eh? -Levantó la cabeza y se quedó así, registrando el despertar con el cuerpo antes que con la cabeza. Ssss… murmuró, confuso-. ¿Qué pasa?

– Jens, soy yo, Lorna.

– ¡Lorna! -Se sentó de golpe-. ¿Qué estás haciendo aquí?

– Vine para estar contigo… para hablar… Tengo malas noticias.

Jens se tomó unos instantes para aclararse la mente, mirando por la ventana, frotándose la cara.

– Lo siento… estoy aturdido. ¿Qué pasó?

– Van a casarme con Taylor. Mi madre dice que fijará la fecha… en junio próximo. Tiré el reloj de Taylor al lago y les supliqué, y les dije que no lo amaba, pero no quieren escucharme y están furiosos. Dicen que me casaré con Taylor, me guste o no. Oh, Jens ¿qué voy a hacer?

– ¿Qué hora es?

– No lo sé con exactitud. Tal vez cerca de las dos… o las tres.

– Si te pescan aquí, te crucificarán…, y a mí también.

– Lo sé, pero no me atraparán. Todos se fueron a dormir hace más o menos una hora. Jens, por favor, ¿qué vamos a hacer? No puedo casarme con Taylor después de haberme acostado contigo, pero todavía tengo miedo de decirles la verdadera razón.

– Claro que no puedes. -Se echó atrás el cabello, palmoteó la sábana apretándola contra la cadera y la cintura y buscó cómo aclararse el juicio en medio de esta confusión de medianoche. No tenía más soluciones que Lorna-. Ven -se estiró y la tomó del brazo-, ven aquí.

Se sentó en el borde de la cama, de cara a él, y Jens le sostuvo los brazos sobre las mangas del camisón de algodón.

– No sé qué vamos a hacer, pero esto no. No te arriesgarás viniendo aquí, pues cualquiera podría sorprenderte. Te irás otra vez a tu cuarto, y nos enfrentaremos a ello día a día.

La muchacha preguntó en tono plañidero:

– ¿Ahora te casarás conmigo, Jens?

Jens sacó las manos de la carne tibia y flexible y trató de no recordarla bajo una simple capa de algodón blanco, suelto.

– No puedo casarme contigo ahora. ¿De qué viviríamos? ¿Dónde? Todos los que conozco conocen a tu padre. Se asegurará de que nadie me contrate y, además, creí que estábamos de acuerdo en que no volvería a ser ayudante de cocina. Seré constructor de barcos y no puedo hacerlo hasta que el Lorna D esté terminado.

– Lo sé -murmuró, dejando caer el mentón con aire culpable.

Jens la alzó con la punta del dedo.

– En este momento no hay peligro. No te ordenarán que te cases mañana.

Le respondió con calma:

– Esta noche han ofrecido una cena, y se suponía que yo debía sentarme al lado de él. ¿Sabes lo que es sentarte junto a un hombre y fingir que te diviertes y que te atrae, si amas a otro? Estuve haciéndolo todo el verano, y ya no puedo más. Es deshonesto. Es injusto para Taylor, para ti y para mí. Y te amo demasiado para seguir fingiendo, Jens.

Se quedaron en silencio, unidos sólo por un breve trecho de sábana que iba de la cadera de él a la de ella, acongojados por el mutuo amor y por la angustia que les provocaba, deseando por instantes no haberse conocido. Pensaron en enfrentarse a los padres, en decirles la verdad. Sabían que seria una locura, pues además del derecho de amarse, los dos deseaban una buena vida, y hablar con los padres casi garantizaría lo contrario.

– ¿Se te ocurrió pensar -preguntó Jens- cuánto más simples serían nuestras vidas si nunca hubieses vuelto a la cocina aquella noche?

– Muchas veces.

– ¿Y te sentiste culpable por pensarlo?

– Sí.

– Yo también.

Guardaron silencio. Jens tenía una mano apoyada en el colchón. Por encima de su cadera, tomó la de Lorna.

– Si esto sigue, y tenemos nuestros propios hijos, jamás les ordenaremos a quién deben amar.

Juguetearon, tristes, a girar los pulgares uno alrededor de otro. Pasaron los minutos, y la tristeza cedió paso a la tentación, pese a lo que dijo Jens. Estaban enamorados, en un caluroso cuarto del ático, con poca ropa, luchando contra los recuerdos de la primera vez que habían hecho el amor. Quedaron largo rato unidos sólo por los dedos, mientras las imágenes de un lazo más íntimo les merodeaban por las mentes. Contemplaron las manos unidas, apenas visibles en el cuarto oscurecido, mientras los pulgares giraban y giraban.

Se detuvieron.

Jens fue el primero en alzar la vista hacia la cara de Lorna, o más bien al lugar que ocupaba en la oscuridad. Ella también miró, como respondiendo a esa llamada silenciosa. Se quedaron ahí indefensos, desdichados, oprimidos por la trampa de esa seducción impía que les tendían sus propios cuerpos. Tan latente. Tan precipitada. Tan intensa la tentación.

Tanta noción de lo que estaba bien y mal, del riesgo…

De los labios del hombre escapó una confesión, pronunciada en un susurro suplicante:

– Lorna…

Eso rompió el hechizo y se movieron.

Boca a boca, pecho a pecho, acabaron con la separación y el anhelo y acallaron las voces del sentido común en sus cabezas, y fueron expulsados de la gracia sin nada más que ellos mismos. Jens la tomó, tumbándola con un impulso desesperado, y colocó las piernas sobre las suyas casi con rudeza. Se besaron con las bocas ensambladas, rodaron, y se ensamblaron íntegros, alzaron las rodillas, abrieron las piernas y confirmaron la sospecha de que sólo una sábana y un camisón separaban sus pieles.

– Mi bella Lorna -la elogió, llenándose las manos con los pechos de ella, las caderas y, por último, el camisón, que le quitó por la cabeza.

Quedó atrapado en el brazo izquierdo y pasó a formar parte del abrazo.

– Hice esfuerzos para no venir -murmuro Lorna, arrasada por el deseo-. Me quedé en mi cuarto, deseando dormirme… no pensar en ti… no salir de mi cama.

Las caricias de Jens sobre la piel desnuda de Lorna eran veloces y certeras.

– Yo también lo intenté…

Estaba tocándola por dentro antes de que la almohada cambiase de forma bajo la cabeza de Lorna. Esta se arqueó hacia atrás y lo sujetó detrás de la cadera con el talón, los labios estirados y los ojos cerrados. Jens atrapó la sábana y la pateó hacia los pies de la cama mientras ella proseguía la búsqueda hacia abajo y lo acariciaba. Dieron permiso a sus cuerpos para compartir esos primeros placeres impacientes, y dejaron que músculos y articulaciones celebraran la llamada de la vida. Entraron en el juego todos los días y las horas de anhelo…, todo un verano de eludir miradas, de mirar, de advertirse a sí mismos una cosa y sentir otra. También la cita sexual en el cobertizo entró a formar parte de esa noche, y disfrutaron y se detuvieron en lo que les había enseñado y lo sacaron a relucir ahora para repetirlo y refinarlo.

– Tú… casi gruñó, abrumado… me vuelves loco noche y día. ¿Por qué no te quedaste lejos, hija de hombre rico?

– Pídele a la luna que deje de cambiar las mareas… ¿Por qué no me rechazas tú, pobre hijo de constructor de barcos?

La respuesta fue un gemido, rodar sobre ella y penetrarla, quedando atrapado por los talones de la mujer.

Se arquearon, flexibles y silenciosos, y soltaron el aliento entre dientes.

Esos minutos de unión se volvieron sublimes en los talantes flamígeros y pensativos de ambos. Descubrieron extrañas verdades: que una primera unión cataclísmica pronto cedía, más que consumirse demasiado rápido; que el lapso que sigue de caricias voluptuosas y lentas también colma una necesidad igualmente vital; que es difícil susurrar cuando uno siente el deseo de gritar a los cielos; que si bien las intenciones de un hombre pueden ser nobles, no siempre las acciones lo son. Cuando les sacudió el estremecimiento y Jens tapó la boca de Lorna para que no gritara, le pidió a la luna que dejara de cambiar las mareas, pero la luna se limitó a sonreír, y Jens se quedó dentro de Lorna hasta la última sacudida y el suspiro final.