11

Septiembre avanzó. El breve lapso de tiempo cálido se enfrió y al amanecer el lago comenzó a cubrirse de neblina cuando la frescura del aire besaba el agua tibia. Cesó el coro de las ranas y ocupó su lugar el áspero chillido de los gansos canadienses que hacían levantar los rostros hacia el cielo. En los bajíos de la costa las espadañas se deshicieron en nubes de polvo, ahora que los pájaros negros de alas rojas los habían abandonado para dirigirse hacia el Sur. Al atardecer, los cielos ardían en vivos matices de heliotropo y naranja, cuando la luz refractada hacía brillar el polvo del tiempo de la cosecha. El aire se impregnó de los aromas de humo de hojas y paja de trigo y. por las noches, la luna lucía un halo que señalaba el tiempo frío por venir.

En el cobertizo, había comenzado la colocación de las planchas. La caja de vapor siseaba todos los días, cargada de cedro fragante que perfumaba el sitio con un aroma tan denso y rico que los gorriones picoteaban los cristales, como pidiendo que los dejaran entrar. De seis pulgadas de ancho y media de espesor: someterla al vapor, pegarla, atornillarla y superponer esa plancha con otra, y otra más. El barco se convirtió en realidad, en algo con una figura armoniosa y nítida. Se completó la colocación de las planchas y empezó el calafateado: tiras de algodón embutidas en los empalmes entre las planchas con un rodillo de disco afilado, para que el agua las hinchara y el casco se hiciera impermeable. Se llenaron los abocardados de los tornillos con tarugos de madera. Entonces, llegó la parte que más le gustaba a Lorna.

Desde la primera vez que vio a Jens dibujando los planos, le pareció el movimiento más arrebatador que vio jamás. La herramienta sujeta con ambas manos, se torcía, se ladeaba y arremetía, con los hombros en ángulo oblicuo cambiando, y flexionándose mientras trabajaba con un amor tan genuino que Lorna jamás vio antes en nadie. Silbaba mucho y a menudo se ponía de cuclillas, examinando toda la longitud del barco con un ojo cerrado. Se balanceaba sobre las plantas de los pies entre las virutas de cedro tan rubias como su cabello y de las que parecía extraer su propia fragancia.

– Cuando era niño -dijo Jens-, mi padre me reprendía si intentaba dar por terminado un barco sin haberlo ajustado con el plano de mano antes de lijarlo. Mi papá… era un gruñón. En ocasiones, antes aún de comenzar a dibujar, cuando estábamos haciendo el molde, veía una sección que sobresalía y decía: "Tenemos que volver a trabajar sobre esa, chicos", y nosotros gemíamos, nos quejábamos y decíamos: "Vamos, papá, ya está bien". Pero ahora agradezco la buena fortuna de que nos hiciera repetir el trabajo hasta que estuviese bien. Este buque… esta belleza tendrá una línea tan pura que el viento no notará su presencia.

Lorna escuchaba, observaba y admiraba la fina articulación de los músculos en los brazos y los hombros de Jens cuando se movía. Sentía que podía estar eternamente observando a ese hombre construir barcos.

Le dijo:

– Esa vez que yo entré en la cocina, cuando estabas comiendo pastel y la señora Schmitt te pidió que picaras hielo para mí, te… te pusiste de cuclillas y lo picaste con esa picadora, y se te veía un poco entre la cintura y la camisa. Tenía la forma de un pez y yo no podía quitarle los ojos de encima. Tenías puestos unos pantalones negros y una camisa roja muy desteñida… recuerdo que pensé que era del color de una mancha vieja de tomate que había sido lavada muchas veces. Los tirantes cortaban esa parte de piel desnuda en la cintura y, mientras picabas, los trozos de hielo saltaban por encima de tu hombro al suelo. Por fin, obtuviste un trozo grande que tenías en el hueco de la mano, lo dejaste deslizar de tus dedos a mi vaso…, y te secaste las manos en los muslos. -Jens había dejado de dibujar y la miraba-. Mirarte manipular ese plano me produce el mismo efecto por dentro concluyó.

Sin hablar, dejó los elementos de dibujo, cruzó la habitación, la tomó en los brazos y la besó, llevándole el aroma, casi el sabor, del cedro.

Cuando levantó la cabeza, todavía tenía una expresión de asombro atónito.

– ¿Recuerdas todo eso?

– Lo recuerdo todo acerca de ti desde el primer instante en que nos conocimos.

– ¿Que tenía una camisa roja desteñida?

– Y que se te levantaba… aquí.

Lo tocó en la Y de los tirantes, trazando tres pequeños círculos con el dedo medio. -Eres una muchacha muy perversa, Lorna Diane. -Rió entre dientes-. Toma. -Le entregó un trozo de papel de lija-. Sé útil. Puedes ir lijando detrás de mí.

La muchacha sonrió y le besó la barbilla, y después prosiguieron juntos la tarea en el Lorna D, ese barco que simbolizaba el futuro de los dos.

Esas últimas semanas antes de que la familia regresara a la ciudad, Lorna fue con frecuencia al cuarto de Jens. Después de hacer el amor, yacían enlazados, murmurando en la oscuridad.

– Tomé una decisión -dijo Jens, una noche-. Cuando el Lorna D esté terminado, regresaré a la ciudad a trabajar en la cocina hasta la primavera.

– No. Tu lugar no está en la cocina.

– ¿Qué otra cosa puedo hacer?

– No sé, ya se nos ocurrirá algo.

Por supuesto que no se les ocurrió nada.


Los miembros del Club de Yates de White Bear amarraron las embarcaciones y se interesaron por la caza. Empezaron a aparecer patos y gansos salvajes en la cena, en el Rose Point Cottage. La segunda semana de septiembre, Levinia empezó a hacer la lista de lo que iba a dejar y de lo que se iba a llevar. En la tercera, una helada temprana mató todas las rosas. Gideon y sus amigos decidieron irse a una excursión de caza cinco días al río Brule, en Wisconsin, y Levinia anunció en la cena que a la mañana siguiente haría desaguar las cañerías y que todos tenían que tener sus cosas empaquetadas y estar listos para regresar a la ciudad por la tarde.

Esa noche, cuando Lorna fue a la habitación de Jens, hicieron el amor con un matiz de desesperación. Se aferraron con más fuerza. Hablaron menos. Se besaron con cierto frenesí.

Después, acostada en brazos de él, la muchacha preguntó:

– ¿Cuándo estará terminado el barco?

– En dos meses. Excede el tiempo que me dio tu padre, pero sé que no podré terminarlo en un mes.

– ¿Dos meses? ¿Cómo podré soportarlo?

– Recordando que te amo. Sabiendo que, de algún modo, un día estaremos juntos como marido y mujer.

La besó para sellar la promesa, sujetándole con firmeza la cabeza entre las manos y después alzando la de él para mirarse a los ojos con tristeza.

– ¿Así que regresarás a la ciudad cuando termines el barco?

– Sí.

Siguieron discutiendo hasta que decidieron que era mejor esperar hasta el verano siguiente.

– ¿Y hasta entonces estarás en el hotel Leip?

Casi todos los hoteles del lago cerraban en invierno, pero el Leip bajaba las tarifas y permanecía abierto como pensión.

– Sí. Tu padre me pagará el cuarto y la pensión. Puedes escribirme allí.

– Lo haré, te lo prometo. Y tú puedes escribirme a mí, pero enviar las cartas a Phoebe. Para que sepa que es para mí, usa la inicial del medio de ella, la V. Y ahora, como me pondría muy triste si habláramos de la separación, háblame sobre el Lorna D. Dime qué es lo que harás ahora y después, durante el invierno, hasta que volvamos a vemos.

Jens dijo su monólogo, con la intención de mantener a raya lo más posible las eventualidades.

– Falta mucho lijar a mano, y luego pintar por fuera. De verde, por supuesto. Tiene que ser verde. Después, cortar las planchas a la altura de las costillas y sacar el molde. Después, comenzaré a trabajar en la estructura interior. Tengo que hacer el laminado de la parte central de la espina dorsal, colocar los maderos de cubiertas sobre la estructura interior y cubrirlos con las placas de cedro. Después, por supuesto, más alisado y ajuste y luego cubriré la cubierta con lona. Luego viene una moldura de caoba que cubre los clavos que sujetan la lona. Después, se colocan las molduras en la cabina del piloto, también de caoba. Perforar el agujero del timón, colocar el eje, y poner la maquinaria sobre cubierta, y…

Lorna se le arrojó en los brazos interrumpiéndolo, conteniendo los sollozos atrapados en la garganta.

– Cuánto trabajo -murmuró-. ¿Tendrás tiempo de echarme tanto de menos como yo a ti?

– Sí, te echaré de menos. -Le frotó la espalda desnuda-. Extrañaré verte asomar por la entrada con la espuelas de caballero y las grosellas negras, tus preguntas incesantes, el olor de tu pelo, el contacto de tu piel, el modo en que me acaricias y me besas y me haces sentir como una pieza fundamental del universo.

– Oh, Jens, lo eres.

– Lo soy, porque me enamoré de ti. Antes, no estaba seguro.

– Claro que lo eras. ¿Recuerdas que solías decirme que estabas seguro de poder construir una nave más veloz que ninguna? ¿Y cómo cambiarías la modalidad de las regatas en lagos? Tu confianza en ti mismo fue una de las primeras cosas que admiré en ti. Oh, Jens, voy a echarte tanto de menos…

Se estrecharon, contando los minutos de la noche que escapaba y de la aterradora despedida.

– ¿Qué hora es? -preguntaba Lorna, a cada rato.

Y Jens se incorporaba, volvía el cuadrante del reloj hacia la ventana y miraba la hora a la mezquina luz de la luna que se colaba.

– Tres y veinte -respondió la primera vez.

Después:

– Casi las cuatro.

Por último:

– Cuatro y media.

Volviendo a la cama angosta, se sentó junto a Lorna y le tomó la mano. Uno de los dos tenía que ser sensato.

– Tienes que irte. Pronto se levantará el personal de la cocina y no podemos correr el riesgo de que te topes con uno de ellos en el pasillo.

Lorna se incorporó de un salto, le rodeó los hombros con los brazos y murmuró:

– No quiero.

Jens hundió la cara en el cuello de la muchacha y la abrazó, tratando de grabar el momento en la memoria para poder soportar los meses que lo aguardaban, y pensó: Que esté a salvo, que no esté embarazada, que siga amándome tanto hasta que podamos estar juntos otra vez, y que no la convenzan de casarse con Du Val, que es mucho más afín a ella que yo.

Se besaron por última vez, intentando ser más fuertes en bien del otro, pero Lorna fracasó.

Tuvo que apartarla:

– Lorna, ¿dónde está tu camisón? -le preguntó con ternura-. Tienes que ponértelo.

La muchacha tanteó en la oscuridad y lo encontró, pero se sentó con la cabeza baja y la prenda estrujada entre las manos. Jens se la quitó de sus dedos flojos, buscó la abertura del cuello y se lo tendió:

– Vamos… póntelo, querida.

Alzó los brazos y el camisón cayó alrededor de ella. Jens lo acomodó, cerró todos los botones menos los dos últimos, inclinó la cabeza y la besó en el hueco de la garganta y después abotonó esos dos también.

– Recuerda que te amo. Ahora no tienes que llorar, porque si lo haces mañana tendrás los ojos enrojecidos, ¿y qué les dirás si te preguntan por qué?

Se le arrojó en los brazos:

– Que amo a Jens Harken y que no quiero regresar a la ciudad sin él.

Jens tragó el nudo que tenía en la garganta y se puso firme, sacando los brazos de Lorna de su cuello.

– Vamos -dijo- estás haciéndome esto más difícil. Si pasa un minuto más, me verás llorar.

La joven obedeció al instante, pues podía hacer por él lo que no podía hacer por ella misma, salió de la cama y camino junto al hombre hasta la puerta. Ahí, Jens giró y la atrajo con suavidad hasta sus brazos.

– Será el barco más veloz y bello -le prometió-. Y hará que yo pueda tenerte… ya verás. Cuando te sientas abatida, piensa en eso. Y recuerda que te amo y que me casaré contigo.

– Yo también te amo -logró decir, antes de estallar en un llanto contenido.

Las bocas se juntaron en un último beso atormentado, Lorna, descalza, sobre los pies de él. A Jens le ardieron los ojos. El beso se convirtió en angustia.

Por fin, Jens se apartó como si se desgarrara, la sujetó con firmeza por los brazos y le ordenó:

– Vete.

Se produjo una pausa pesada, puntuada por los sollozos quedos de la muchacha en la oscuridad, y ya no estaba: sólo le quedaron un susurrar de algodón y un enorme vacío en el corazón.


Nueve horas después, en medio del ajetreo de la partida, Levinia explotó:

– Muchacha, ¿qué diablos te pasa? ¿Estás enferma?

– No, madre.

– ¡Entonces, muévete! ¡Por el amor de Dios, te comportas como si tuvieses la enfermedad de Addison!

Para Lorna, volver a la casa de Saint Paul era como ir a prisión. Pese a que era su hogar, lo sentía mucho menos acogedor que la casa de White Bear Lake. Sobre la avenida Summit, entre la crème de la crème de las mansiones de Saint Paul, la casa de la ciudad de Gideon Barnett había sido erigida como un monumento al éxito del hombre. La dirección misma era de prestigio inmejorable, pues en la lista de los propietarios de Summit figuraban las fortunas más antiguas de Minnesota: industriales, directores de los ferrocarriles, ejecutivos de minería y políticos, a los que les bastaba un breve trayecto en coche para llegar al Capitolio estatal. La casa estaba construida de granito gris extraído en Saint Cloud, Minnesota, de una de las minas del propio Gideon Barnett, y fue construida por albañiles traídos especialmente de Alemania por Barnett en persona. Era de estilo gótico, robusta, una estructura maciza acribillada de muescas, de contornos cúbicos que sólo rompía una alta torre cuadrada en el centro del frente, y que alojaba la escalera principal. Las puertas lucían un complicado bajorrelieve, con adornos de herrería de bronce en forma de gárgolas de dientes caninos. De niña, Lorna cerraba los ojos y escondía la cara en el hombro de su madre cada vez que la llevaban dentro, para evitar ver a esas bestias horripilantes.