– Está bien, Lorna. -Giró con brusquedad-. Será como tú quieras. Hablaré con mi madre y le diré que mis planes para el futuro han cambiado. No volveré a molestarte.

Lorna se levantó. Taylor no se acercó.

– Lo siento, Taylor.

– Sí… bueno… no lo sientas. No estaré mucho tiempo solo.

Lorna se ruborizó. Era verdad, lo sabía. Era demasiado buen partido para que las damas lo ignoraran, en cuanto supieran que estaba otra vez en el mercado del casamiento.


Al enterarse, Levinia se deprimió. Se dejaba caer en las sillas con los ojos cerrados, hablaba con voz plañidera, salpicaba agua de iris en el pañuelo y lo apretaba contra la nariz mientras los ojos se le llenaban de lágrimas una vez más.

Gideon lanzaba horribles juramentos y decía que Lorna era una estúpida.

Jenny le escribió a Taylor disculpándose por el compromiso roto y ofreciéndose como confidente amistosa si necesitaba alguien con quien hablar.

Phoebe se puso radiante, y preguntó sin rodeos:

– ¿O sea que está libre?

La tía Henrietta siseó:

– Muchacha ingrata, un día lo lamentarás.

La tía Agnes, le abrió los brazos y dijo:

– Las románticas tenemos que unirnos.


Lorna escribió a Jens:


Mi queridísimo:

Estos días sin ti son muy tristes, aunque tengo buenas noticias para ambos. Tomé las riendas de mi propia vida y corté la relación con Taylor Du Val para siempre.


Jens le contestó:


Mí amada Lorna:

Sin ti, este cobertizo es como un violín sin cuerdas. Ya no toca más música…


Lorna escribió:


Jens, querido mío:

Nunca me parecieron tan largas las semanas. No sé si el estar separada de ti me causa esta apatía, pero me siento tan despojada de vida que hasta la comida ha perdido su atractivo para mí. Mi madre teme que sea la enfermedad de Addison, pero no lo es. No es más que soledad, estoy segura. Quiere que vaya al médico, pero la única cura que necesito eres tú.


Jens escribió:


Queridísima Lorna:

Me espanté cuando leí tu carta. Si estás enferma, por favor querida, haz lo que tu madre indica y ve a ver al doctor. Si te sucediera algo, no sé qué haría…


La apatía de Lorna persistió. Al parecer la comida, en particular el olor de la carne, le daba vuelta el estómago. Lo más inquietante fue que ese síntoma del estado avanzado de la enfermedad de Addison, los vómitos, la asaltaron una mañana y entonces, Lorna también se aterró.

Fue directamente a ver a la tía Agnes.

Agnes echó un vistazo a la cara pálida de su sobrina y cruzó corriendo la habitación.

– Por todos los cielos, niña, ¿qué te pasa? Parece que hubieras dejado toda tu sangre en un frasco, en tu habitación. Siéntate aquí.

Lorna se sentó, temblando.

– Tía Agnes -dijo, apretando las manos de su tía, y alzando hacia ella los ojos aterrados-. Por favor, no se lo digas a mi madre porque no quiero asustarla, todavía, pero creo que en realidad tengo esa enfermedad de Addison.

– ¿Qué? Oh, claro que no. La enfermedad de Addison.,. ¿quién te ha dado semejante idea?

– Busqué en el libro Salud y Longevidad, y es como mi madre sospechaba. Tengo todos los síntomas, y acabo de vomitar y, según el libro, eso significa que estoy en un estado avanzado. Oh, tía Agnes, no quiero morir.

– ¡Lorna Barnett, termina con eso ya! ¡No vas a morirte! Ahora, descríbeme esos síntomas.

Lorna los describió, sin soltar las manos de Agnes. Cuando terminó, se sentó junto a ella en la tumbona.

– Lorna, ¿tú me quieres? -le preguntó.

Lorna parpadeó y después la miró fijamente, tratando de digerir una pregunta tan inesperada.

– Por supuesto.

– ¿Y confías en mí?

– Sí, tía Agnes, sabes que sí.

– Entonces, tienes que contestarme una pregunta, y hacerlo con sinceridad.

– De acuerdo.

Agnes oprimió las manos de su sobrina.

– Tú y el joven constructor de barcos, ¿hicisteis lo que hace la novia con el novio la noche de bodas?

Lorna sintió que le ardían las mejillas. Dejó caer la vista sobre el regazo y contestó en un susurro cargado de culpa:

– Sí.

– ¿Una sola vez?

Otro susurro:

– Más de una vez.

– ¿Te faltó alguno de tus períodos?

– Uno.

Agnes murmuró:

– ¡Dios querido! -Se apresuré a controlar las emociones. -En ese caso, sospecho que esta no es la enfermedad de Addison, sino algo mucho peor.

Tuvo temor de preguntar.

– A menos que me equivoque, vas a tener familia, querida.

Lorna no dijo una palabra. Sus manos se soltaron de las de Agnes y se puso una sobre el corazón. Volvió la vista hacia la ventana y sus labios formaron una O silenciosa. Se le ocurrieron dos pensamientos: Ahora tendrán que permitir que me case con él, y, Jens estará tan contento…

Agnes se levantó y se paseé por la habitación, pellizcándose la boca.

– Tengo que pensar.

Lorna murmuré:

– Voy a tener un hijo de Jens.

Agnes dijo:

– Lo primero que tenemos que hacer es corroborarlo, pero creo que no hay motivo de que tu madre se entere hasta que estemos seguras. He aquí lo que haremos. Buscaré a un médico, quizás uno de Minneapolis que no nos conozca, y te llevaré. Le diremos a tu madre que tú y yo saldremos a tomar el té y a hacer compras, y tomaremos el tren. Escucha, querida, me llevará cierto tiempo organizarlo, pero lo haré lo más rápido posible. Entretanto, come mucha fruta y verdura, y bebe leche, si es lo único que puedes tolerar.

– Sí, eso haré.

– Debo decir que no te veo tan perturbada como lo estarían la mayoría de las chicas en tu situación.

– ¿Perturbada? Pero, ¿no te das cuenta?: ahora tendrán que dejar que me case con él. ¡Oh, tía Agnes, es la solución a nuestras plegarias!

En el rostro de Agnes apareció un remolino de pliegues que podía significar muchas cosas diferentes.

– No creo que tu madre opine lo mismo.


Para sorpresa de Lorna, el día en que fueron a ver al médico, Agnes dijo varias mentiras dignas de un charlatán. Primero, hizo que la sobrina se pusiera su propia sortija de compromiso, que no se quitaba del dedo desde que el capitán Dearsley la puso allí, en 1845. Luego, al llegar al consultorio, dijo llamarse Agnes Henry, y que Lorna era Laura Arnett. Cuando el médico confirmé que Lorna estaba embarazada de un niño que nacería, probablemente, en mayo o junio, Agnes le dijo que estaba encantada porque, como tutora legal de "Laura", lo consideraría como su primer nieto. Además, comentó que el esposo de Lorna tendría la alegría de su vida, pues hacía dos años que lo intentaban sin éxito, hasta el momento. Pagó al médico en efectivo, se lo agradeció con una sonrisa y dijo que volverían a los dos meses, tal como les sugirió.

Mientras almorzaban en Chamberlain, Lorna comenté:

– Me sorprendes, tía Agnes.

– ¿En serio?

Agnes sorbió el café con un dedo levantado, y un leve temblor en la mano.

– ¿Por qué hiciste eso?

– Porque tu padre es rico y pertenece a la alta sociedad, y si se supiera, la noticia se extendería como reguero de pólvora. El y tu madre lo sabrían antes de que digirieras tu almuerzo… o lo vomitaras, como podría ocurrir.

El corazón de Lorna desbordé de amor:

– Gracias.

– Tienes derecho a ver primero a tu muchacho, para que los dos podáis enfrentaros juntos a tus padres. Si te ama como dices, y si tenéis la intención firme de casaros, el sobresalto de tus padres podría durar veinticinco años en lugar de cincuenta. A fin de cuentas, si nos hubiese pasado a mí y al capitán Dearsley, así es como hubiese querido que sucediera.

Los ojos de Lorna se encendieron.

– Oh, tía Agnes, soy tan feliz. Imagínate: ahora llevo dentro de mí al hijo de él. No estoy ansiosa por enfrentarme a mis padres, pues seguramente será una escena espantosa, pero cuando termine estoy segura de que nos ayudarán.

Esa noche antes de acostarse, cuando rezó sus plegarias, Agnes incluyó una muy breve de contrición por sus mentiras, y una mucho más larga pidiendo que, por una vez en sus vidas, su hermano y su cuñada diesen prioridad a los sentimientos de su hija y no a la reacción mezquina y superficial de su propio círculo social.

12

Cuando la familia se marchó, Rose Point Cottage adquirió un aire de abandono con las ventanas cubiertas por dentro, las tenazas sin hamacas, los jardines protegidos para pasar el invierno, los muelles tirados sobre el jardín y los mástiles ausentes de la orilla del lago. Lo más notable era el silencio: no se oían coches que llegaban y se iban, ni puertas golpeando, fuentes gorgoteando, los silbatos de los barcos; ni voces desde el agua, el campo de croquet o el jardín. Sólo Smythe haciendo tiempo en el invernadero, plantando rosales de invierno y envolviendo en trapos abrigados los tallos de los groselleros.

Jens veía cada cierto tiempo al jardinero inglés un poco encorvado, envuelto en una bufanda sobre la chaqueta negra, a través de los árboles ya desprovistos de hojas. A veces, el mido de las ruedas llegaba hasta el fondo cuando Smythe arrastraba el carro por el jardín sobre los senderos de grava.

Por la mañana y por la tarde, Jens hacía una caminata de cuarenta y cinco minutos a y desde el hotel Leip, y observaba cómo se acortaban los días, la actividad frenética de las ardillas, el engrosamiento de la helada matutina, que lo obligaba a ponerse otro suéter bajo la chaqueta y guantes más gruesos. En el cobertizo del barco, armaba un fuego fragante con restos de cedro, y agregaba leña de arce que ardía lentamente, daba buen calor y añadía al ambiente un olor ahumado. Ponía una patata sobre el guardafuego de la estufa, y la comía muy caliente, en el almuerzo, a menudo examinando las marcas en el suelo donde aún se conservaba el contorno del lofting, que era el sitio donde él y Lorna habían comido en esos primeros días de la relación. En el alféizar de la ventana, todavía estaba la espuela de caballero, seca y marchita pero azul como el cielo de verano que contemplaban cuando se enamoraron.

A veces, iba Tim con el humo de la pipa y la sonrisa fácil, tomaba un par de fotografías y, cuando se iba, el lugar quedaba más desolado que nunca.

Jens terminó el fondo del barco, lo barnizó y secó, y empezó a trabajar en la estructura interior. Laminó la espina dorsal central, fabricó dos pantoques, los colocó en su lugar, junto a la quilla, y comenzó el marco de las vigas de cubierta. Encima, clavó las planchas de cedro y se dedicó, una vez más, a proyectar, lijar y alisar. Al pasar las manos sobre el Lorna D, los recuerdos de las caricias a la mujer real eran tan vívidos que podía estar tocándola, amándola, acariciándole la espalda con esa serenidad sin límites del amor. A menudo, inclinado sobre la tarea, evocaba sus palabras: Verte manipular ese plano me provoca cosas por dentro. Sonreía melancólico, al recordar el día en que lo dijo, cómo estaba vestida, peinada, cómo lo miraba trabajar y describía las ropas que usó cuando picaba hielo. Ese fue el día en que Jens lo supo de verdad: Lorna lo amaba. De lo contrario, ¿cómo era posible que hubiese conservado en el recuerdo detalles tan nimios como los de la escena de la cocina?

Procurar la línea pura del barco sin ella le hacía sentir un gran pozo de soledad en su interior.

En las cartas, le decía que lo echaba de menos, que se sentía enferma de tanto extrañarlo, que lo único que necesitaba era verlo otra vez para salir de ese letargo. Que no sea nada más, pensó, nada más que soledad.

Declinó octubre, y se tomó caprichoso. En la margen del lago apareció un borde de escarcha y cayó la primera nevada. La cubierta estaba totalmente revestida de planchas, y Jens necesitaba ayuda para extender sobre ella una capa de lona. Llamó a Ben. Un día ventoso, estaban trabajando juntos en el cobertizo acogedor. La estufa estaba repleta de madera y el lugar olía fuertemente a pintura y trementina. Habían pintado la cubierta hasta que quedó chorreando, estiraron la lona sobre la pintura pegajosa, y la clavaron en los contornos.

Ben escupió el último clavo en la mano izquierda y comenzó a martillarlo con la derecha.

– Y bien… -dijo-. ¿Qué supiste de Lorna Barnett?

Jens salteó un golpe de martillo.

– ¿Qué te hace pensar que tengo noticias de Lorna Barnett?

– Ah, vamos, Jens. No soy tan ignorante como parezco. Desde que la familia se fue a la ciudad, estuviste melancólico como un amanecer de noviembre.

– ¿Así que es tan evidente?

– No sé si alguna otra persona lo notó, pero yo sí.

Jens dejó de trabajar y flexionó la espalda.

– Es difícil olvidar a esa mujer, Ben.

– Eso es lo que suele ocurrir cuando crees estar enamorado.