– En nuestro caso, es más que una creencia.
Ben sacudió la cabeza.
– En ese caso, te compadezco, pobre pelele. No quisiera estar en tus zapatos ni por todos los barcos del Club de Yates de White Bear.
El pesimismo de Ben se apoderé de Jens. Se volvió silencioso y lento, se preguntó si Lorna y él no estarían engañándose a sí mismos, si alguna vez en realidad se enfrentarían a sus padres y se casarían. Y silo hacían. ¿seda feliz como esposa de un constructor de barcos que nunca podría darle los lujos a los que estaba acostumbrada? Tal vez sería más generoso de su parte liberarla, enviarla otra vez con Du Va¡, con el que tendría asegurados la riqueza, el prestigio y la aprobación de sus padres.
Esos negros pensamientos persistieron, y Jens se sintió desgraciado. Le quitaron el sueño de noche y la paz de día, y lo dejaron inconstante, inestable, indigno de la fidelidad de Lorna, que trascendía con claridad en cada una de sus cartas.
Había releído esas cartas hasta aprenderlas de memoria. La echaba de menos, desfallecía por ella, necesitaba verla, una sonrisa, una caricia que lo ayudase a atravesar esta época de separación y malentendidos.
Cuando la lona estuvo extendida y seca, Jens trabajó solo, colocando la brazola de la escotilla en la cabina del piloto: la sometió al vapor, la puso en las abrazaderas, la apisonó con un mazo en su lugar, y la niveló con la cubierta inferior. Había elegido la más fina caoba de Honduras, tersa al tacto como plata fina, pero más cálida. Le daba mucha satisfacción trabajar con ese material, que tenía una veta y un color tan cálidos como la sangre humana. Un día de principios de noviembre, estaba parado en la cabina del capitán, con el berbiquí y la barrena en las manos, taladrando un agujero en la madera castaña, cuando crujieron los goznes y se abrió la puerta.
En el mismo instante en que se daba la vuelta, aparecían un abrigo y un sombrero azules. Dándole la espalda, una mujer cerraba y pasaba el cerrojo a la puerta pesada.
– ¿Lorna? -El corazón de Jens dio un vuelco cuando la muchacha se dio la vuelta-. ¡Lorna!
Dejó caer la herramienta y saltó sobre el lateral del barco.
Corrió.
Lorna corrió.
Chocaron bajo el arco de la proa, en un abrazo frenético y jubiloso.
El impacto los hizo girar, les abrasó las bocas, los fundió en uno solo. Se apartaron para contemplarse.
– ¡Dulce Señor, estás aquí!
La agarró de la cabeza y le estampó besos en todas partes, con tal descontrol que la sacudieron como una descuidada carrera en bote. Con los pulgares le estiró las cejas y le besó la boca una y otra vez, sin poder creerlo.
– Jens… déjame verte… Jens… -Fue el turno de Lorna de tomarle la cara, tocarla, exaltarse-. Mi amor… mi amor…
La apretó con fuerza contra su cuerpo, y estuvo a punto de romperle las costillas.
– Lorna, ¿qué estás haciendo aquí?
– Tenía que verte. Sencillamente, no podía esperar un día más.
– Creo que me salvaste la vida.
Jens cerró los ojos y la olió, le pasó las manos por encima. Lorna sonrió y lo agarró, mientras se mecían hacia los lados.
– ¿A dónde dijiste que ibas?
– A casa de Phoebe.
– ¿Tomaste el tren?
– Sí.
– ¿Hasta cuándo puedes quedarte?
– Hasta las tres.
Sacó un reloj del bolsillo: eran las diez y cuarenta y cinco, cuando lo guardó, rió entre dientes:
– Todavía estoy impresionado. Déjame comprobar si eres real.
Por cierto, lo era, tibia y sumisa al beso: lo comprobó cuando se atesoraron, se pusieron al día tras cinco semanas de separación. Cuando acabaron los besos, el abrigo de Lorna estaba desabotonado, y Jens aferraba los pechos a través del grueso vestido de invierno.
– Te eché tanto de menos… -murmuró la muchacha.
– Yo también, de un modo que nunca imaginé extrañar a nadie.
Cerró los ojos con fuerza para evitar el recuerdo de su angustia. ¿Cómo pudo creer, por un momento, que podía alejarla? ¿Enviarla con otro hombre?
Admitió sin pudor:
– Echaba de menos tus manos sobre mí.
Jens se echó atrás y adoré la cara vuelta hacia él, demasiado embelesado para sonreír.
– ¿Recibiste mis cartas? -preguntó.
– Sí. ¿Y tú las mías?
– Sí, pero estaba muy preocupado. ¿Estás bien ahora?
– Estoy bien. De verdad. Ven… -Lo tomó de la mano y lo llevó al banco de hierro, que estaba junto a la estufa-. Tengo algo que decirte, -Se sentaron juntos, con las rodillas hacia el calor y las manos unidas como bailando un minué. Con la vista en los nudillos de Jens, Lorna le dijo con calma-: Jens, parece que voy a tener familia.
Sintió que los dedos del hombre se ponían laxos, luego tensos.
– ¡Oh, Lorna! -susurró. Se le alborotó el aliento, palideció y le dio un abrazo torpe, empujándola con las rodillas-. ¡Oh, no, Lorna!
Lo sintió tragar convulsivamente junto al oído.
– ¿No estás contento?
Como no respondía, Lorna sintió que el terror se apoderaba en su pecho.
– Jens… por favor…
Aflojó el abrazo.
– Perdona -dijo, con voz ronca, aterrada-. Lo siento. Yo… es que… Dios del cielo…, embarazada. ¿Estás segura?
Asintió, cada vez más asustada. Había esperado que la tranquilizara. Que se preocupara. Un abrazo tierno y una expresión cariñosa cuando le dijese: "No te aflijas, Lorna. Ahora podremos casamos".
Aunque Lorna no lloró al enterarse, ahí sentada, ante la expresión angustiada de Jens, las lágrimas amenazaron con brotar.
– Oh, Jens, di algo. Me asustas.
Jens la sujetó por los brazos.
– No quise que sucediera de esta forma… no quise hacerte caer en desgracia. ¿Tus padres lo saben?
– No.
– ¿Estás completamente segura de que es verdad?
– Sí. Fui a ver al médico. Me llevó la tía Agnes.
– ¿Cuándo nacerá?
– Mayo o junio, no estaba seguro.
Jens se levantó y comenzó a pasearse, con la frente contraída, la mirada lejana. A cada paso que daba, Lorna se sentía más desilusionada. El calor de la estufa era agobiante. El olor a pintura y a cola empezó a marearla. Brotó el sudor de los brazos y de la nuca. Un nudo de miedo se le congeló en el estómago como un trozo de pescado en mal estado.
Procuró dominar sus emociones y ordenó:
– Basta, Jens, ven aquí.
Se dio la vuelta y se detuvo.
– Hasta ahora, nunca había sentido miedo -dijo Lorna, tratando de mantener la calma.
La preocupación de Jens se desvaneció. Corrió hacia ella y se apoyó en una rodilla.
– Perdóname. Oh, mi cielo, perdóname. -Le tomó las manos y las besó en señal de disculpa, inclinándose sobre el regazo de Lorna-. No quise asustarte. Fue la impresión… Estoy tratando de pensar qué hacer. ¿Acaso creíste que estaba pensando cómo deshacerme de ti? Nunca, Lema, jamás. Te amo. Ahora más que nunca, pero tenemos que hacer lo que esté bien. Tenemos que… Oh, Lorna, mi amor, no llores. -Le acarició el rostro con ternura y le enjugó las lágrimas con el pulgar-. No llores.
Se arrojó en sus brazos, en otro abrazo torpe, pues Jens estaba arrodillado y ella se inclinaba sobre él.
– Hasta ahora no había llorado, Jens, te aseguro, pero me asustaste.
– Lo lamento, oh, muchacha querida, cómo no ibas a asustarte al yerme ir a la carga para atrás y para adelante como un toro furioso y sin decir una palabra sobre el niño. Nuestro hijo… ¡Señor del cielo, es difícil de creer! -Le abrió el abrigo y tocó el vientre con gesto reverente-. Nuestro hijo… aquí, dentro de ti.
Lorna cubrió las manos con las propias y sintió el calor que atravesaba la ropa.
– No hay problema. No puedes hacerle ningún daño.
Jens extendió más las manos y las contempló a ellas y a la porción de lana plisada de la chaqueta de Lorna. Levantó la vista hacia el rostro de la muchacha.
– Nuestro -murmuró.
Lorna apoyó la frente en la de Jens y los dos cerraron los ojos.
– ¿No estás desilusionado? -preguntó en un murmullo.
– Oh, no, muchacha. ¿Cómo podría estarlo?
– Cuando lo supe, lo primero que le dije a tía Agnes fue: "Jens se pondrá tan contento. Ahora ya no podrán separarnos".
Jens se apoyó sobre un talón, le tomó las manos y le dijo con acento sincero:
– Tenemos que ir a decírselo a tus padres de inmediato. Es el nieto de ellos. Sin duda, cuando les digamos que nos amamos y que queremos casarnos enseguida, nos darán su bendición. Yo buscaré un lugar aquí… será pequeño pero barato. En invierno hay muchos sitios vacíos, y en la primavera vendrá mi hermano y abriremos de inmediato el astillero. ¿Por qué esperar hasta la regata? Ya se difundió la novedad del Lorna D, y habrá muchos miembros del club que harán cola para que les diseñe barcos. Al principio, no seremos ricos, pero cuidaré de ti y del niño, Lorna y tendremos una buena vida, te lo prometo.
Lorna le tomó la cara entre las manos ahuecadas y le sonrió, contemplando esos queridos ojos azules.
– Sé que así será. Y yo no necesito ser rica, ni tener una casa elegante. Jens Harken, lo único que necesito es tenerte a ti.
Se besaron con renovada ternura, casi como si estuviesen besando al niño no nacido y sellando un pacto con él. Jens hizo levantar a Lorna y la rodeó con los brazos. Se quedaron largo rato en paz, llenos de esperanzas, abrazados con el niño apretado contra el vientre del padre.
– Dime… ¿cómo te sientes?
– Más que nada, cansada.
– ¿Comes bien?
– Lo mejor que puedo. La carne me da asco, hasta el olor.
– ¿Fruta y verdura?
– Sí, todavía las tolero.
– Agradezco a Dios por el viejo Smythe y el invernadero. Me gustaría correr a buscarlo y decirle gracias.
Lorna sonrió contra el hombro de él.
– Oh, Jens, te amo.
– Yo también te amo.
– ¿Crees que tendremos muchos niños?
– Sin duda.
– ¿Cómo crees que será este?
– Varón. Constructor de barcos, como su papá.
– Claro, fue una pregunta tonta.
– El segundo podría ser una niña, una beldad de cabello oscuro, como la madre y, después, un par de niños más, pues el astillero estará floreciente y algún día lo llamaremos "Harken e Hijos".
Sonrió otra vez al evocarlo, encantada con esa imagen del futuro.
Por fin, Jens se apartó.
– ¿Alquilaste un coche para venir desde la estación?
– Sí, pero lo despedí.
– ¿Qué te parecería una caminata de unos cuarenta minutos por la nieve?
– ¿Contigo? Qué pregunta estúpida.
– Entonces, podemos hacer lo siguiente. Iremos caminando al Leip, y me esperarás en el vestíbulo mientras me baño y me pongo el traje de domingo. Luego, tomaremos el tren a la ciudad y hablaremos con tus padres esta misma noche. Una vez que hayamos superado eso, empezaremos a ver dónde viviremos y tú podrás hacer planes para la boda.
– ¿Y el dinero?
– Ahorre cada centavo que pude desde que estoy aquí. Tengo lo suficiente para que pasemos el invierno, y tal vez más.
No le preguntó si le quedaría algo para iniciar el negocio: esos pasos gigantes había que darlos de uno en uno.
Ese día, caminaron del brazo bajo un cielo marmolado de gris y blanco. La escasa nieve caída también parecía mármol, tendida como venas blancas encima de las matas de hierba del color de la espinaca, a los lados del camino. Unos cuervos habían descubierto un búho y lo retaban, dando vueltas alrededor del árbol, a distancia. Pasó un carro cargado de barriles que, al chocar, sonaban como timbales. El conductor levantó la mano enfundada en un mitón rojo y le devolvieron el saludo. Donde el camino se acercaba a la orilla del lago, el viento se volvía más helado y acarreaba el olor mohoso de las cuevas abandonadas de las ratas almizcleras y las espadañas secas. En los alrededores de la ciudad, los hoteles lujosos habían cambiado el lujo veraniego por el aspecto lúgubre del invierno, con los bancos del jardín abandonados, los miradores y prados sólo recuerdos de la temporada más feliz. En el Leip, flameaba al viento una bandera norteamericana que estaba más corta porque se había enroscado dos vueltas en el mástil. Dentro, la estufa negra caldeaba el vestíbulo que, por lo demás, estaba desierto. Jens condujo a Lorna a una silla tapizada de pelo de caballo cerca de la estufa.
– Espera aquí. No tardaré mucho. Veré si puedo hacerte traer algo caliente para beber mientras me esperas.
Fue al escritorio, hizo sonar la campanilla pero no apareció nadie.
– Enseguida vuelvo -le dijo, y entró en la cocina, que también estaba vacía.
El alojamiento invernal en el Leip incluía desayuno y cena. Pero al mediodía, no había comidas preparándose ni hechas. Abrió un recipiente en la cocina, encontró un poco de agua tibia y llevó un cubo lleno al volver al vestíbulo.
– Lo siento, Lorna. No hay nadie.
– Oh, no hay problema. Aquí, junto a la estufa, está templado. No te preocupes por mí.
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