En el nuevo terreno, él y Ben instalaron la sierra y empezaron a cortar los árboles. Alquilaron un par de grandes y musculosos percherones a un granjero vecino y se pusieron a preparar las maderas con gran deleite para los dos: dos jóvenes noruegos con el aroma de la madera recién cortada en la nariz, el serrín sobre las botas, y caballos decentes.
A Jens le pareció que sólo en el Cielo un hombre podía ser más feliz.
El martes, se levantó temprano, calentó agua, lavó las sábanas de franela y las colgó para secarse de los moldes. Calentó otra tanda de agua y se lavó cada centímetro de la piel, se puso ropa interior limpia, el traje dominguero, una chaqueta abrigada, y una gorra con orejeras, y caminó los siete kilómetros hasta la ciudad, a esperar el tren de las diez y media.
Esperó cuando lo vio llegar, con el corazón saltándole en la garganta a cada latido. Mientras frenaba, pasó el peso del cuerpo de un pie a otro, apretando las manos dentro de los mitones, estrujando el pasaje de cartón. Vio pasar las ventanillas del coche buscando la sonrisa y el saludo de Lorna y preguntándose en qué vagón estaría.
Cuando los frenos de aire sisearon, los acoples entrechocaron y la plataforma vibró bajo sus pies, se quedó donde estaba, esperando verla aparecer en los escalones de uno de los últimos coches, saludándolo con la mano.
Esperó y esperó. Bajaron tres pasajeros. El mozo sacó el equipaje del tren y se lo llevó. El agente de la estación bajó un saco de correspondencia y se detuvo un momento a conversar amigablemente con el cargador. Arriba, sonó el silbato de vapor -y el guardia gritó:
– ¡Arriba! -y luego se inclinó para levantar la escalera portátil.
Jens gritó:
– ¡Un minuto! ¡Tengo que subir!
Corrió y subió los escalones en un par de saltos, con el corazón golpeándole fuerte. En el primer vagón, Lorna no estaba. Cuando entró en el segundo, sonó el silbato y el tren empezó a moverse, haciéndolo balancear sobre los talones. Se aferró del respaldo de un asiento, esperó a recuperar el equilibrio y después siguió hacia el próximo vagón, luego otro, sintiendo que crecía su desasosiego con cada asiento que pasaba. Cuando llegó al vagón carbonero, giró y volvió sobre sus pasos, hasta el de cola y, a mitad de camino, le picaron el pasaje.
Lorna no estaba en ninguna parte del tren.
Cuando por fin se hundió en un asiento y cedió al miedo trémulo que sentía en el estómago, ya habían recorrido un tercio del camino a Stillwater. Se quedó mirando fijamente por la ventana, meciéndose mientras el paisaje medio nevado de noviembre pasaba por la ventana. En los cruces, el tren soltaba un silbido agudo. Una mujer que estaba frente a él en el compartimiento le preguntó si se sentía bien, pero no la oyó. Por la ventana, vio a un zorro que corría por la falda de una colina lejana, con la cola recta tras de sí, pero el animal no vio a Jens que miraba fijamente, y pensaba y se hacía preguntas.
En Stillwater, entró en la estación y sacó pasaje para Saint Paul, después se sentó junto a una estufa de hierro, demasiado preocupado para advertir que la abrigada ropa interior de invierno lo hacía transpirar. El tren que volvía llegó poco después de mediodía. A la una cuarenta y cinco de la tarde, estaba de pie en la acera ante la casa de Gideon Barnett, en la avenida Summit, mirando ambas, la entrada de sirvientes y la principal, y preguntándose cuál le convenía más. Si entraba por la cocina, sin duda los amigos lo asaltarían con preguntas, y no estaba de ánimo para fingir alegría.
Se decidió por la entrada principal y alzó la mano hacia la aldaba en forma de gárgola mostrando los dientes.
Jeannette, una de las criadas del piso bajo fue la que abrió la puerta, y Jens la reconoció.
– Hola, Jeannette. Vine a hablar con la señorita Lorna. ¿Podrías ir a buscarla, por favor?
Jeannette, que nunca lo trató con cordialidad, en ese momento fue menos cordial aún. Cerró la boca. Abrió una rendija tan pequeña de la puerta que sólo se veía uno de sus ojos.
– La señorita Lorna se fue.
– ¿Se fue? ¿A dónde?
– No se me permite decirlo, ni puedo dejarte entrar. Esas son las órdenes.
– Pero, ¿dónde está?
– Fue a la escuela en algún lado, eso es lo que oí y, como sabes, no nos corresponde hacer preguntas.
– ¿A la escuela…, a mediados de noviembre?
– Ya te dije que no nos corresponde hacer preguntas.
– Pero, ¿nadie sabe?
– Entre los criados, no.
– ¿Y Ernesta? Ella debe saber, porque es la doncella de Lorna.
La única ceja visible de Jeannette se alzó, altanera.
– Te dije que la señorita se fue, y Ernesta no sabe más que yo. Buenos días, Harken.
Le cerró la puerta en la cara.
Con la sensación de que estaba viviendo una pesadilla, dio la vuelta hasta la puerta de la cocina. Estaba a medio nivel bajo el suelo, al bajar un tramo de escalones.
La señora Schmitt dijo:
– ¡Oh, eres tú otra vez!
Jens no desperdició palabras:
– ¿Sabe dónde está la señorita Lorna?
– ¿Yo? ¡Ja!
– ¿Sabe cuándo se fue?
– ¿Cómo voy a saberlo? La cocinera nunca ve otra cosa que las cuatro paredes de la cocina.
– Pregúnteles a los otros… alguien debe saber.
– Pregúntales tú mismo.
Estaba por hacerlo cuando se abrió la otra puerta de la cocina y entró Levinia Barnett, obviamente informada por Jeannette de la presencia de Jens. Fue derecho hasta él y le señaló la puerta.
– Ha sido despedido, Harken. Salga de mi cocina y deje de hacerle perder tiempo a mi personal.
Jens Harken había llegado al límite. Había sido denigrado, le habían gritado, insultado, lo habían echado y lo habían tratado como a una basura. Y ahora, esta mujer, esta bruja detestable, manipuladora, insufrible, le negaba información sobre el paradero de la mujer que llevaba en sus entrañas al hijo de él.
Aferró a Levinia Barnett de la muñeca y la sacó por la entrada de los sirvientes. La mujer soltó un grito y comenzó a aporrearlo y a clavarle las uñas en la cara.
– ¡Suélteme! ¡Suélteme! -Mientras ella gritaba, el joven cerró la puerta de un golpe-. ¡Socorro! ¡Mi Dios, que alguien me ayude!
Jens le cruzó los brazos y los aplastó contra los pechos, apretando a la mujer contra la pared de cemento. El vestido de seda se quedó enganchado y la clavó al muro como miles de púas de puerco espín.
– ¿Dónde está? ¡Dígamelo!
Levinia gritó otra vez, Jens la apretó más fuerte contra la pared. Se rompió una costura de la manga de la mujer. Dejó de gritar y los ojos parecían saltarle de las órbitas. El miedo le hizo abrir los labios delgados.
– ¡Escúcheme bien! -Aflojó el apretón-. No quiero lastimarla. Nunca en mi vida lastimé a una mujer, pero amo a su hija. Ella está embarazada de mi hijo. Cuando yo…
La puerta de la cocina se abrió y el nuevo criado, Lowell Hugo, apareció allí con sus ojos saltones y su figura flaca. Jens podría haberlo arrojado al suelo de un solo golpe en la cabeza pequeña y puntiaguda.
– ¡Suéltela! -exigió Hugo.
– ¡Entre otra vez y cierre la puerta!
Jens puso una mano en el pecho de Hugo y lo empujó dentro de la cocina. Hugo tropezó en el umbral y cayó de trasero.
Jens arrastró a Levinia Barnett por la pared, y cerró la puerta él mismo.
– ¡Ahora, escúcheme bien! No soy un hombre violento, pero si me quita a Lorna y a mi hijo, pelearé. La amo. Ella me ama. Al parecer, usted no lo entiende. De un modo u otro, nos encontraremos, y si cree que ella no me buscará con tanto empeño como yo, no conoce a su hija. Puede darle este mensaje a su marido: Jens Harken estuvo aquí, y volverá todas las veces que sea necesario hasta que encuentre a su hija. -La soltó con precaución, y retrocedió un paso-. Lamento lo del vestido.
Levinia Barnett estaba tan laxa por el miedo que pareció quedar suspendida de la pared sólo por los hilos de seda.
Se abrió de golpe la puerta de la cocina y emergió Hulduh Schmitt, blandiendo un palo de amasar.
– ¡Aléjate de ella! -gritó Hulduh, y atizó un buen golpe a Jens en la sien derecha.
El joven levantó un brazo para desviar el golpe, pero el impacto lo arrojó contra los escalones de cemento. Retrocedió a gatas.
– ¡Sal de aquí o te daré otro!
Jens se dio la vuelta y huyó.
Tras él, el personal de la cocina bullía alrededor de su reina, la sujetó cuando se le aflojaron las rodillas y la llevó otra vez a la cocina.
Una hora después, en la oficina, revestida de nogal del imperio maderero de Gideon Barnett, un escándalo subía de tono.
– ¡Señor, no puede entrar ahí! ¡Señor!
Jens Harken no hizo caso y pasó a zancadas entre los subordinados de Barnett, revisando una oficina encristalada tras otra, hasta que vio al mismo Barnett gordo y con aspecto de morsa, sentado tras el escritorio con dos hombres ante él, sentados en sendas sillas.
Jens abrió la puerta sin golpear, y se detuvo como un guerrero dentro del cuarto.
– ¡Dígales que se vayan! -exigió.
Tras el bigote gris, Barnett enrojeció mientras se ponía lentamente de pie.
– Caballeros -dijo, sin mirarlos- si me disculpan un minuto…
Los dos hombres se levantaron y salieron, cerrando la puerta.
Con el disgusto pintado en cada una de sus facciones, Barnett siseó:
– ¡Usted… inmigrante de baja estofa… basura! Tendría que haber esperado algo así de usted.
– Vine a preguntarle cuánto cuesta un vestido de seda de mujer, pues acabo de arruinar uno de su esposa. -Jens sacó unos billetes del bolsillo y dejó veinte dólares sobre el escritorio-. Se enterará en cuanto llegue a su casa, tal vez antes. Esta basura de inmigrante que ama a su hija y que es el padre de su nieto, trató de obligar a su esposa a decirle dónde la ocultaron. Por supuesto, querrá que me arresten, y vine a decirle dónde podrá encontrarme la ley. Estaré en la cabaña de Tim Iversen el resto del invierno, o si no, a menos de un kilómetro al norte de aquí, levantando mi propio astillero. No tiene más que prestar atención al sonido de la sierra, pues se oye a u par de kilómetros. Pero antes de enviar al comisario, piense en esto. Si me arresta, habrá un juicio, y en el juicio yo diré por qué estaba en su casa, interrogando a su esposa. Les diré que estaba peleando por Lorna y por nuestro hijo. Y algún día, cuando la encuentre y ella no vuelva a dirigirle la palabra, usted se preguntará si valió la pena perder una hija… y junto con ella, a un nieto. Buenos días, señor Barnett…, discúlpeme por haber interrumpido la reunión.
14
La noche que Gideon y Levinia se enteraron de que estaba embarazada, Lorna esperó en su propio cuarto… más apática que obediente. Habían esgrimido contra ella el arma más poderosa: la vergüenza. Se hubiese rebelado sin dudarlo contra el reproche de su madre y la furia su padre, pero la humillación la destrozó.
Disminuida, desanimada, permaneció hundida en ese ánimo sombrío, sintiéndose pecadora por primera vez. Hasta la acusación de su madre, Lorna consideró su amor hacia Jens como algo sagrado, que la convirtió en una persona mejor, más que en alguien mezquino: benévola cuando podría haber sido egoísta, generosa, cuando podría haber sido avara, elogiosa, en vez de crítica, paciente y no intolerante, alegre en lugar de melancólica.
Pero el sermón de Levinia había agostado la alegría. Cuando la madre salió del cuarto, Lorna se quedó sentada a los pies de la cama, contemplando las cortinas corridas, demasiado desanimada para levantarse y cerrarlas o encender la lámpara. Permaneció allí, en la oscuridad, pasando lista a todas las maneras en que podría perjudicar a la familia si huía con Jens. ¿Era cierto? ¿Los amigos los apartarían para siempre? ¿Las amigas de su madre murmurarían a sus espaldas y los socios comerciales de su padre lo evitarían? Y ella misma, ¿perdería la amistad de Phoebe? ¿Acaso su hijo sufriría el baldón de "bastardo" toda la vida?
Pensó una y otra vez en la palabra fornicación. Hasta entonces, nunca nombró así lo que había sucedido entre ella y Jens y que le había parecido tan esplendoroso. Lo había considerado como una maravillosa expresión del amor que sentían uno por el otro, una apropiada celebración de ese amor.
Sin embargo, Levinia lo llamó bajo, sucio.
Vergonzoso.
La noche transcurrió, y Lorna siguió sola. desesperanzada. No apareció la bandeja con la cena. No se acercó ningún miembro de la familia. El piano estaba silencioso. Cuando Jens se fue, en su lugar apareció el silencio. La casa exudaba un aire a clandestinidad, colmada de secretos dichos en susurros tras puertas cerradas. Después de mucho, mucho tiempo, Lorna se inclinó de lado y puso los pies sobre la cama. Sin desvestirse, se acostó con las rodillas hacia el pecho, los ojos abiertos, sin apoyar siquiera la cabeza en la almohada. Por fin se durmió, se despertó a medias y se estremeció, se durmió otra vez, despertó lo bastante para aflojarse el vestido, se quitó los zapatos y se metió bajo las mantas.
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