Se despertó a eso de las ocho de la mañana, al oír tres golpes en la puerta.
– El desayuno, señorita.
Una bandeja chocó en la parte baja de la puerta. Unos pasos se alejaron. La luz brilló por las ventanas que daba al Oeste, y que otorgaban a la mañana una ambigua cualidad luminosa pero apagada. Una corriente fría se coló por la chimenea y trajo olor a carbón. Lorna permaneció acostada de espaldas, con el dorso de la mano sobre la frente, preguntándose dónde estaría Jens, cómo se mantendría ahora que Gideon lo había despedido, si volvería a la casa intentando verla, si le escribiría, qué le pasaría a cada uno de ellos, si habría pasado la noche sumido en la misma agonía que ella;
Tan avergonzado como ella.
Recogió la bandeja del desayuno y no comió nada, pero bebió sólo una taza de té y un vaso de cierto zumo marrón que le produjo secreción de saliva y le dejó áspero el interior de la boca.
Encendió el fuego y se quedó mirándolo, imaginando el rostro de Jens. Escribiendo en su diario, se quedó dormida con la cabeza sobre el brazo, junto al minúsculo escritorio. Abajo, se cerró una puerta y la despertó. Fuera, tamborileaban los cascos de los caballos. Poco después de mediodía, se abrió la puerta del cuarto sin llamada previa, y entró la tía Agnes. Fue directamente al escritorio, y abrazó a Lorna sin hablar, sosteniendo a la joven en los brazos como si fuese una pila de toallas sacadas de un estante.
Lorna siempre asociaba el familiar olor a humedad y polvo de rosas de la tía Agnes con la soledad. Con la cabeza contra el pecho de la anciana, hizo fuerza para no llorar:
– Mi madre dice que no tengo que hablar con nadie de la familia.
– Típico de Levinia. Sin mucho esfuerzo, es capaz de ser una burra imperiosa. Perdóname Lorna, pero hace más tiempo que tú que la conozco y me he ganado el derecho a decir lo que pienso. Puedes amarla, pero nunca… ¡nunca la admires!
La muchacha sonrió sin entusiasmo contra el vestido de su tía y se apartó:
– ¿Qué pasará?
– No sé, pero algo se prepara. Saben que no pueden confiarme nada, pero yo sé escuchar por las cerraduras como nadie en esta familia, y créeme que lo haré.
Ese día, el habitual temblor de la voz de Agnes era más notable.
– Gracias por tocar el piano anoche, mientras todo eso pasaba en la biblioteca.
– ¡Oh, muchacha!… -Agnes dió unas palmadas en el pelo a su sobrina, que estaba revuelto y enmarcaba un semblante tan agobiado de pena que se le estrujó el corazón-. Quería casarse contigo, ¿no es cierto?
Dos enormes lágrimas aparecieron en los ojos arrasados de amor de Lorna, en respuesta a la pregunta de su tía.
– Y lo echaron, esos hipócritas despiadados. -Furiosa, vehemente, continuó-: ¡Por la memoria del capitán Dearsley, ruego que sufran como están haciéndote sufrir! ¿Qué derecho tienen? Y dejando de lado los derechos, ¿cómo puede una persona que se considera cristiana separar al padre del hijo?
Lorna se arrojó de nuevo contra su tía y rodeó el cuerpo flaco con los brazos. Era tan bueno oír expresar en voz alta los pensamientos en los que estuvo sumida toda la noche, creyéndose perversa cada vez que le surgían… En esos silenciosos instantes en brazos de su tía, Lorna pensó en lo triste que era no poder acercarse a su madre del mismo modo. Era sobre el pecho de Levinia sobre el que tenía que volcar sus sentimientos más íntimos acerca del hijo que esperaba, su amor por Jens, y el futuro de ambos. Pero los brazos de Levinia nunca la acogieron, ni encontró en el pecho de su madre el mismo consuelo que en el de Agnes.
– Esta mañana hablé con tu madre -dijo Agnes-. Le dije que sabía tu problema y le pregunté qué pasaría. Dijo que no era asunto mío y me advirtió que mantuviese la boca cerrada. Por lo tanto, querida mía, me temo que me dejarán en la ignorancia. Excepto venir a consolarte, no es mucho lo que puedo hacer.
– Oh, tía Agnes, te quiero.
– Yo también, cariño mío. Eres muy similar a como era yo a tu edad.
– Gracias por venir. Y sí me has ayudado… más de lo que imaginas.
Agnes se apartó y le sonrió.
– Es un hombre magnífico, tu apuesto armador noruego. Hay algo en la línea de los hombros y en el ángulo de la barbilla que me recuerda a mi capitán. Te aseguro, Lorna, que si hay algo que yo pueda hacer para que vosotros dos estéis juntos, lo haré. Cualquier cosa.
Lorna se levantó y la besó en ambas mejillas.
– Eres la rosa entre tantas espinas, querida tía Agnes. De ti he aprendido las mejores lecciones, las que llevo más cerca del corazón. Pero tienes que irte. No tiene sentido que mi madre se moleste más aún si te encuentra aquí.
La visita de la tía Agnes fue el único contacto humano que tuvo Lorna hasta última hora de la tarde, cuando entró Ernesta con un baúl vacío.
– Ernesta, ¿qué es esto?
– Me ordenaron que la ayude a empaquetar, señorita.
– ¿Empaquetar?
– Sí, señorita. Sólo un baúl lleno, dijo la señora. Dice que, por fin, usted irá al colegio y que el padre de usted hizo arreglos especiales para que la acepten a comienzos del segundo semestre. Eso es maravilloso. Me gustaría poder ir al colegio. Sólo fui hasta sexto grado, pero en mi ambiente eso es importante. Gracias a eso, conseguí este trabajo, porque podía leer y otras de mi clase no podían. Bueno, ¿qué quiere llevarse? La señora me dijo que le preguntara qué le gustaría llevarse.
Rígida, Lorna dio órdenes, aunque por dentro se preguntaba desesperada qué iba a sucederle. Cuando terminaron de empaquetar y Ernesta se fue, entró Levinia con ropa de viaje del color de un barril de pólvora. Se quedó en el otro extremo del cuarto, alejada de Lorna, con los dedos fuertemente enlazados a la altura del estómago y con expresión tensa y acusadora.
– Tu padre combinó un viaje para ti y para mí. El tren parte a las siete y quince. Ocúpate de estar adecuadamente vestida y lista para salir de casa a las siete menos cuarto.
– ¿A dónde vamos?
– A donde esta desgracia pueda manejarse de manen discreta.
– Madre, por favor… ¿a dónde?
– No hace ninguna falta que lo sepas. Limítate a hacer lo que te digo y prepárate. Tus hermanos estarán en la biblioteca para despedirte. Se les dijo que te vas a la escuela, y que tu padre movió varias influencias para que te aceptaran en esta época del año, en compensación por haberse negado a dejarte pilotar el barco en la regata del próximo verano. Si haces tu parte de modo convincente, lo creerán, sobre todo teniendo en cuenta las veces que fastidiaste a tu padre para que te dejase ir a estudiar. Bastará que mantengas esa expresión llorosa, y recuerda que tu falta de moral provocó estas medidas tan drásticas, no tu padre y yo.
Despedirse de Jenny, de Daphne y de Theron fue una tortura: fijar una sonrisa falsa en los labios mientras ellos la observaban desasosegados, sin creerse la historia y preguntándose qué era lo que pasaba. Los besó y le dijo a Daphne:
– Te escribiré. -A Jenny-: Espero que, por fin, Taylor se fije en ti. -Y a Theron-: Estudia mucho, y un día tú también irás al colegio.
Gideon la besó con aire rígido en la mejilla y le dijo, "Adiós", a lo que Lorna respondió del mismo modo, sin mucha demostración de afecto.
Steffens condujo a Levinia y a Lorna a la estación de Saint Paul, donde Levinia sacó dos boletos para Milwaukee, se instalaron en un compartimiento privado con asientos enfrentados. Levinia cerró las cortinas de terciopelo de la puerta, se quitó el sombrero, lo metió bajo el asiento y se acomodó como una lechuza embalsamada. Lorna se sentó enfrente, y miró, abstraída, por la ventanilla en los minutos interminables que faltaban para que saliera el tren.
Cuando al fin arrancó, vieron que las luces de la ciudad menguaban y que sobre el cielo índigo de la noche aparecían las estrellas y la luna en cuarto creciente.
Por fin, Lorna miró a su madre.
– ¿Por qué vamos a Milwaukee?
Levinia miró a Lorna a la cara: en su semblante se había instalado la censura para quedarse, estaba segura, hasta que el hijo o la misma Levinia estuviesen en la tumba.
– Debes entender algo, Lorna. Lo que hiciste no sólo es un sucio pecado sino que, en algunos Estados, es ilegal. Cualquiera que sospeche siquiera tu situación, te juzgará para el resto de tu vida. No se supera el hecho de dar a luz a un hijo ilegítimo. Se sobrevive a ello del mejor modo posible, y se oculta, para no arruinar lo que queda de vida y de las vidas de la familia. Hay que tener en cuenta a tus hermanas. Por tu culpa, podrían ver menoscabadas sus reputaciones o, al menos, sus sensibilidades juveniles. A tu padre y a mí no nos agrada enviarte lejos, pero no vemos otra manera. Tiene… relaciones, digamos, fuera de nuestro círculo social, que lo ponen en contacto con las autoridades de la Iglesia y, a través de ellas encontró una abadía católica de monjas benedictinas que…
– ¿Católicas?
– Que te aceptarán durante el período de…
– Pero, madre…
– Que te aceptarán durante el período de confinamiento. Estarás bien cuidada, recluida, contarás con la ayuda de las buenas monjas y de un médico, cuando sea el momento.
– Así que me encerrarán en una torre de piedra y me tratarán como a una libertina, ¿verdad?
– Lorna, me parece que no entiendes: tu padre pagó muy bien para que aceptaran este arreglo. Hizo una donación absurdamente cuantiosa a una Iglesia que ni siquiera es la propia, ¡de modo que, te agradecería que no emplees ese tono conmigo! Teníamos que encontrar enseguida un lugar donde meterte. Y, para serte sincera, no creo que te haga ningún daño estar encerrada con un grupo de mujeres consagradas a Dios, que aprecian la pureza y han hecho votos de castidad. Si en nuestra propia religión existiera un grupo semejante, tu padre se hubiese dirigido a él pero, como no es así, Santa Cecilia servirá.
– ¿Me encerrarán?
– Qué ingenua eres. Las mujeres que permitieron que las embarazaran no andan por ahí exhibiéndose en público. Lo que les ocurre es que se ocultan para que las personas decentes no tengan que sufrir la incomodidad de enfrentarse con ellas en la buena sociedad.
– ¿Y qué me dices del niño? ¿Me permitirán conservarlo?
– ¿Conservar a un bastardo? ¿Y qué harías con él? ¿Llevarlo a casa para que se enteren tus dos hermanas jóvenes e impresionables? ¿Para que tu hermano menor tenga que explicárselo a los amigos? ¿Que viva bajo el mismo techo que tu padre y yo? No pensarás en colocarnos en semejante posición, Lorna.
Viajaron en silencio un tiempo. Lorna, con la vista fija en la oscuridad, dolida y asustada. De vez en cuando, se enjugaba las lágrimas para aclararse la vista. Levinia no hizo el menor gesto para consolarla. En un momento, la mujer habló de nuevo:
– Mientras estés con las monjas, estoy segura de que tendrás tiempo de sobra para comprender que sería desastroso para todos los involucrados que lo conservaras. La Iglesia conoce buenas familias que buscan chicos para adoptar. No hay otra solución.
Lorna se secó otra vez los ojos.
Fuera, el paisaje nocturno huía.
A la luz de la luna, Milwaukee se extendía bajo una niebla de humo de carbón. Adelante se veía la red de vías de ferrocarril como estrellas fugaces cuando el tren aminoraba la marcha y tomaba una curva. Anduvo cierto trecho a distancia visible del lago Michigan, donde muelles y barcos anclados cortaban la línea de la costa. Cintas de niebla flotaban tierra adentro, y cuando el tren iba hacia ellas, pasaban junto a las ventanas. La estación era lúgubre, casi desierta, y tenía un fuerte olor a creosota. Al bajar los escalones del tren, Lorna miró vacilante hacia la estación. Entre ella y la estación se extendía un trecho de ladrillos abrillantados por la niebla, atrapada entre los faros de dos linternas de luz verdosa que la llovizna y la capa de tizne sobre los globos de cristal atenuaba.
– Por aquí -dijo la madre.
Siguiéndola, sintió que el aire frío le trepaba por la piel. Si bien lo que estaba haciendo, el lugar al que la llevaban parecía increíble, el clima agorero era similar al de su propia situación: caminando tras los pasos vivaces de Levinia por una ciudad oscura, desconocida, rodeada de niebla y secreto, Lorna se convenció de la magnitud de su pecado, y esa convicción la aplastó con el peso de la culpa.
Levinia dio propina a un mozo para que cargase el baúl de Lorna y llamó un coche. La piel del caballo brillaba de humedad, y la crin comenzaba a congelarse. Cuando el cochero se bajó a abrirles la portezuela, una linterna lateral se balanceó en el soporte.
– Buenas noches, señoras. Es una noche horrible para salir.
Al pasar junto a él para entrar en el húmedo interior del vehículo, percibieron el aliento a licor. La puerta se cerró. El carruaje se hundió y se sacudió cuando el hombre cargó el baúl en el maletero, después, el cochero abrió otra vez la portezuela y asomó la cabeza:
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