– ¿A dónde, señora?

– A la abadía de Santa Cecilia.

– Bien. Usen esa manta. Con esta noche, la necesitarán.

La manta para las piernas era pesada y áspera como heno mojado. Levinia y Lorna la compartieron, sentadas cadera contra cadera sobre el asiento de cuero húmedo, mientras el caballo arrancaba y las cabezas de ambas se iban para atrás.

Dentro del coche, el aire se vició y las ventanillas se empañaron con el aliento de las pasajeras. Varias veces, Lorna limpió la suya con el canto de la mano y vio edificios de ladrillo que pasaban, casas, avenidas con árboles y, también, un par de bicicletas apoyadas contra una construcción de piedra.

Viajaron más de una hora, mientras el aguanieve no cesaba de picotear el techo y las ventanas. Levinia dormitaba con la cabeza ladeada que se balanceaba como si tuviese el cuello roto. Echándole miradas ocasionales, a Lorna se le ocurrió que la vulnerabilidad del sueño podía tanto enternecer como repeler. Cuando contemplaba a Jens dormido, la desbordaban sentimientos de ternura al ver el semblante indefenso, transformado por la lasitud. Sin embargo, contemplando a su madre, los labios abiertos y las barbillas abultadas de Levinia le parecieron repulsivos.

Finalmente, desde fuera llegó la voz ahogada del cochero:

– Señoras, estamos por llegar. Faltan unos cinco minutos.

La cabeza de Levinia dio un respingo y chasqueó los labios al despertarse. Lorna limpió la ventana. Afuera, la luna había desaparecido y la cellisca se volvió más espesa y blanca. Al parecer, estaban en las afueras de la ciudad pues el paisaje que se extendía más allá de los campos desolados se había convertido en bosques desolados. Apareció un muro de piedra, y después de haber andado junto a él poco menos de cien metros, el coche dobló a la derecha, hizo crujir un sendero de grava un trecho más, y luego se detuvo.

Se abrió la portezuela y apareció la cabeza del cochero, cuyo aliento era más rancio aun que antes.

– ¿Alguien está esperándolas?

– Toque la campanilla de la puerta -repuso Levinia.

Se cerró la portezuela, el caballo sacudió los arneses, y el cochero oprimió una campanilla de sonido tan apagado que Lorna se convenció de que nadie contestaría. La hizo sonar tres veces más hasta que una silueta robusta apareció en el lado opuesto de la entrada, enfundada de negro y llevando un paraguas.

– ¿Sí? ¿En qué puedo servirlo?

– Traje a dos damas que quieren entrar -le oyeron responder.

Levinia abrió la puerta y asomó la cabeza.

– Soy la señora de Gideon Barnett. Creo que estaban esperándome.

– ¡Ah! -La monja sacó una llave de entre la ropa y le dijo al cochero-: Llévelas hasta ese edificio que está en el otro extremo del patio.

El hombre se tocó el sombrero negro y subió al carruaje. Primero, chirrió una de las puertas con un quejido largo y lúgubre, luego el otro cantó la misma canción. El cochero entró y se detuvo.

– Hermana, ¿no quiere subir usted también?

Respondió con fuerte acento alemán:

– No, gracias. Yo los seguiré. El olor de la nieve es fresco, y el aire nocturno es fortalecedor.

Lorna echó un vistazo a la monja mientras pasaban junto a ella: un pedazo de mujer con una manta negra sobre la cabeza, sujeta al pecho con una mano mientras avanzaba con dificultad por el camino ascendente, bajo el paraguas negro. Dentro del muro de piedra, un círculo de árboles perennes parecían mantener al mundo alejado, y los canteros de flores estaban yermos por el invierno. Apareció a la vista una construcción en forma de U, de tres plantas, hecha de piedra oscura, que tenía a nivel del suelo una terraza con arcadas que recorría el contorno del edificio. En la planta alta, había ventanas colocadas a intervalos regulares como estacas de una cerca, y parecían mirar con aire sombrío al patio de abajo.

El coche se detuvo ante la puerta central, y el cochero bajó a buscar el baúl de Lorna. Levinia se apeó. Lorna también.

La madre dijo al cochero:

– Espere, por favor. Yo regresaré lo más pronto posible.

Se quedaron en la nieve húmeda que caía, mientras la monja gorda subía trabajosamente el sendero bajo el paraguas, que tenía más o menos la misma circunferencia que la túnica. Cuando llegó, estaba sin aliento y les ordenó en el mismo acento gutural de antes:

– Vayan… vayan…, salgan de la nieve.

Los tres se metieron en la terraza cubierta y se acercaron a la inmensa puerta arqueada hecha de madera negra con una ventana que lucía una cruz de vidrio. A través de la luz ambarina y roja se veía una luz muy tenue, como si dentro hubiese sólo una vela encendida.

La monja abrió la marcha.

– ¡Entren! -dijo, y el eco de su voz resonó entre las altas paredes de piedra de la entrada abovedada.

El ruido de la puerta que se cenaba repercutió como si, al mismo tiempo, se hubiesen cenado otra docena más en los pasillos que pendían allá arriba. Había allí sillas de respaldo en forma de escala apoyadas contra la pared, una mesa con una sola pata central muy robusta, encima de la cual había un candelabro de tres brazos encendidos y, en una pared, un crucifijo de madera con la figura de Cristo de bronce. Unas escaleras salían a ambos lados de la entrada, y delante había otro arco de piedra sumido en la sombra más densa.

– Señora Barnett, soy la hermana DePaul -dijo la anciana religiosa, dejando que la manta le cayera sobre los hombros.

– Hermana, me alegro de conocerla.

– Y tú eres Lorna.

Tenía una voz como si hubiese hecho gárgaras con guijarros. La cara carnosa sobresalía de la toca blanca, y caía sobre los bordes rígidos como masa de pan sobre una cazuela de barro. La sortija de oro parecía cortarle el dedo regordete.

– Hola, hermana.

Lorna no le ofreció la mano, y tampoco lo hizo la religiosa. La mujer gorda se dirigió a Levinia.

– El padre Guttmann nos informó de que ustedes vendrían y qué arreglos hicieron. Estará bien cuidada, tendrá buena comida y tiempo de sobra para reflexionar. Eso le hará bien. La habitación está lista, pero tienen que despedirse aquí. Lorna, mientras te despides de tu madre, yo te esperaré ahí -señaló el arco en sombras-, y subiremos juntas tu baúl.

– Gracias, hermana.

Ya solas, Lorna y Levinia no pudieron entablar contacto visual entre sí. Lorna fijó la vista en el hombro izquierdo de su madre. Esta jugueteó con los guantes de piel de cerdo, acomodándolos una y otra vez, como si fuesen veinte en lugar de dos.

– Bueno -dijo, al fin, Levinia-. Sé obediente y no les causes problemas. Están haciéndonos un gran favor, ¿sabes?

– ¿Cuándo te veré otra vez?

– Después de que nazca.

Levinia siempre se había referido al niño con rodeos, salvo una vez, que lo había llamado bastardo.

– ¿Hasta entonces no? ¿Y papá? ¿Vendrá… vendrá a visitarme?

– No sé. Tu padre es un hombre ocupado.

Lorna posó la vista en el crucifijo.

– Sí… claro… claro…, por supuesto que está ocupado.

Demasiado ocupado para perder tiempo con su hija embarazada, que se había apresurado a esconder, y que no necesitaba nada más que comodidades infantiles los próximos seis o siete meses.

– Cuando haya nacido, podrás regresar a casa, por supuesto.

– Sin él… desde luego.

Para asombro de la muchacha, la fachada severa de Levinia se derrumbó. Los labios, tensos hacía unos instantes, temblaron y los ojos se le llenaron de lágrimas.

– ¡Por Dios, Lorna! -susurró-, ¿acaso crees que esto es fácil para tu padre y para mí? Intentamos protegerte, ¿no lo entiendes? Eres nuestra hija… Queremos lo mejor para ti, pero algo como esto te sigue durante toda la vida. La gente puede ser cruel, más cruel de lo que te imaginas. Mientras nos echas la culpa y nos consideras desalmados, detente un poco a pensar que ese es nuestro nieto. Nosotros tampoco saldremos de esto sin cicatrices.

El estallido de la madre reveló una vulnerabilidad que Lorna nunca había visto antes. No sospechaba que la susceptibilidad de la madre resultaría herida en ese atolladero. Hasta ese momento, pensó en Levinia sólo como una mujer autoritaria y dura, que la separaba de Jens por motivos, egoístas. Pero en el presente, al verle lágrimas en los ojos, comprendió que la madre albergaba un caudal de emociones que, hasta entonces, tenía cuidadosamente oculto.

– Madre… yo… lo siento.

Levinia apretó a Lorna contra el pecho y la abrazó, esforzándose por controlar la voz.

– Cuando una madre tiene un hijo, imagina que el futuro de ese hijo será ideal. No se le ocurren catástrofes como esta. Si suceden, sólo…, luchamos lo mejor que podemos y nos decimos que, un día, nuestro hijo se dará cuenta que adoptamos la decisión que creímos mejor para todos. -Dio una palmada a la espalda de Lorna-. Y ahora, cuídate y avisa a las hermanas en cuanto empiece el momento del parto. Ellas enviarán un telegrama a tu padre y yo vendré de inmediato.

Dio un beso duro a Lorna en el borde de la mejilla y se alejó precipitadamente, antes de que las lágrimas siguieran avergonzándola.

La puerta se cerró, y Lorna quedó asombrada por el despliegue emocional de su madre. Era extraño que ese estallido la sorprendiese, pero, de pie junto a la puerta por la que Levinia acababa de salir, entendió que algunas personas necesitan un suceso desastroso para aflojar las cuerdas de su corazón y poder manifestar el amor que, de ordinario, mantienen oculto.

La hermana DePaul se acercó con esfuerzo y levantó el candelabro.

– Te llevaré a tu cuarto. -Tomó una de las manijas del baúl y Lorna la otra-. ¡Uf, es pesado! Te darás cuenta de que no usarás la mayoría de las prendas que traes. Aquí vivimos con sencillez y tranquilidad, y pasamos el tiempo en plegarias y contemplación.

– No soy católica, hermana. ¿Nadie se lo dijo?

– No es preciso que lo seas para orar y meditar.

El pasillo superior sumido en la negrura, se dividía en segmentos con puertas ubicadas de manera simétrica. A mitad de camino, la hermana DePaul abrió una a la derecha:

– Este es el tuyo.

Lorna entró y paseó la mirada. Una cama, una mesa, una silla, una ventana, un crucifijo, un reclinatorio: plegarias y contemplación en una celda monacal de blancura inmaculada, que representaba la pureza, dedujo.

Apoyaron el baúl; la monja encendió una vela sobre la mesilla de noche cuadrada, y se volvió.

– Tenemos Misa a las seis en punto, y el desayuno a las siete. Serás bienvenida en Misa si deseas ir, pero, desde luego, no es una exigencia. Mañana, después de Misa, alguien vendrá a mostrarte el camino al refectorio. Que duermas bien.

Minutos después, tendida de espaldas sobre el duro catre, no más ancho que la cuna de un recién nacido, Lorna descansó con las manos sobre el estómago, e hizo el intento de creer que dentro de ella había un feto que había provocado en su vida un cambio tan dramático. Las sábanas eran ásperas y olían a limpio, las mantas de lana, pesadas. El cubrecama era rígido pero sin textura. El niño que existía bajo todas esas capas no era más grande que una taza de té. ¿Realmente estaría ahí? ¿Cómo era posible, si había tan poca evidencia física de su existencia? En retrospectiva, ese día parecía un drama que se desarrollara sobre un escenario, y Lorna era la protagonista. Tenía la sensación de que podía levantarse, salir de la cama, de la abadía, de ese escenario, y terminar esa comedia cuando quisiera. Podría subir al tren, regresar junto a Jens y decirle: "Participé en esta extraña obra… todos se confabularon para alejarme de ti, y quitarnos a los dos nuestro hijo. Pero volví, estoy feliz y ahora podremos casarnos".

Sin embargo, las lágrimas de su madre antes de partir desalojaron la fantasía de su mente e instauraron con firmeza la realidad. El llanto de Levinia obligó a Lorna, por primera vez, a admitir las presiones reales a las que la concepción de este niño había sometido a sus padres. Pensó en todo lo que le dijo su madre acerca de la supuesta crueldad de la gente hacia un niño nacido fuera del lecho conyugal, y el estigma asociado pan siempre a la familia de ese niño. Hasta el momento, se había entregado a idealizaciones, previendo el día en que ella, Jens y el pequeño serían una familia, como si la censura social careciera de importancia. Pero no era así. Con un salto gigantesco hacia la madurez, comprendió lo que había estado negando hasta entonces.


Por la mañana, una monja de aspecto angelical y voz suave llamada hermana Marlene, vino a conducirla hacia el lugar del desayuno. En los labios de la hermana Marlene las comisuras estaban siempre hacia arriba y le daban una perpetua expresión de benevolencia: no era una sonrisa sino más bien una radiación de contento y paz interior. Caminaba, se detenía, esperaba con las muñecas metidas en las inmensas mangas del hábito. Llamaba a Lorna: "querida niña".