Jens se volvió hacia ella con expresión colmada de amor y de dolor: -Ven conmigo -la instó-. Sal de aquí.
– No puedo.
– ¿No puedes o no quieres? No pueden retenerte contra tu voluntad. No eres monja.
– Mi padre pagó mucho dinero para que me quedara aquí.
Jens se levantó de un salto y se irguió sobre ella.
– ¡Maldición! ¡Eres como él!
La hermana DePaul los miró y dejó de caminar.
– ¡Jens, recuerda dónde estás!
Jens bajó la voz y la monja reanudó las plegarias.
– Te importa más tu reputación que tu propio hijo.
– Yo no dije que lo entregaría.
– No tienes que hacerlo. Veo que has caído en la misma línea de pensamiento. Líbrate del criado y líbrate de su hijo, y así nadie tendrá que saberlo, ¿no es verdad?
– Jens, por favor…, esto no fue fácil para mí.
– ¿Fácil para ti? -Le costó controlar el volumen de su voz-. ¿Pensaste, siquiera un momento, en lo que esto fue para mí? ¡Sin saber dónde estabas, por qué no te habías encontrado conmigo en el tren, si te habían quitado el niño, si estabas tendida en algún sitio, muriéndote de fiebre por culpa del cuchillo de un carnicero…! ¿Vengo aquí a rogarte que te cases conmigo, te niegas y quieres que llore porque esto no fue fácil para ti?
Aparté la vista, esforzándose por mantener el control de la ira, luchando contra el hecho de que no tenía manera de remediar la negativa de Lorna a irse con él, odiando a sus padres y, por un instante, a la misma Lorna. Luchó con sus emociones un buen rato, contemplando el mundo enclaustrado de Santa Cecilia pero sin ver gran cosa…, ni los brotes de tulipán, ni los rosales pelados, ni la monja que dejaba ráfagas intermitentes detrás de las arcadas. Se esforzó en silencio hasta que recuperé el control y pudo hablar con más calma.
– ¿Quieres saber algo raro? -dijo, dándole la espalda-. Todavía te amo. Estás ahí, en ese banco, diciendo que te quedarás aquí y dejarás que nos quiten a nuestro hijo en lugar de marcharte conmigo y hacer lo correcto, y aún te amo. Pero te aseguro algo, Lorna… -Se volvió hacia ella, tomó el sombrero y se lo puso-. Si das al niño, te odiare hasta el día que me muera.
Desgarrada, dolorida, atrapada entre dos fuerzas antagónicas, Lorna lo vio alejarse entre las sombras alargadas de los olmos desnudos hasta la entrada, donde le esperaba el coche. La hermana DePaul había dejado de rezar y observaba desde la sombra de la galería cómo el sol de la tarde bailaba con su calor a la triste muchacha que Jens dejaba.
– Adiós, Jens -murmuré, con lágrimas en los ojos-. Yo también te amo.
Jens se fue herido de la abadía, tan herido…
Furioso.
Asustado.
Buscando un escape para sus emociones turbulentas.
Al llegar a la estación de Milwaukee, había adoptado una decisión: ¡tal vez no fuese más que un criado para la banda de los Barnett, pero ya les demostraría lo contrario! Y lo haría donde todo el mundo pudiese presenciarlo.
Antes de subir al tren de regreso, le envió un telegrama a su hermano Davin:
Ven pronto, te necesito. El armadero ya está listo.
De vuelta en White Bear Lake, todo pasó al mismo tiempo. La primavera se puso calurosa. Los veraneantes regresaron a sus casas de campo. Tim volvió al hogar después de sus giras invernales. Abrió el Club de Yates. Se reanudé la navegación. Por todas partes, todos los días, la gente hablaba de la inminente regata de mediados de junio: había revivido la obsesión.
Tim le informó que Gideon Barnett se había empeñado en dejar el Lomo D sin terminar y, por lo tanto, todos los ojos estarían observando al Manitou. Jens trabajó como un demonio en el Manitou, descargando su frustración y su furia, mientras que Tim empezaba a tomar fotografías igual que el verano anterior, para el registro que colgaría de las paredes del club.
Un día de mediados de mayo, cuando las lilas y los ciruelos estaban en flor, la ciudad de White Bear bullía de transacciones comerciales y, una vez más, los trenes pasaban cada media hora, Jens fue a esperar el que traería a su hermano Davin.
Esperé junto a las vías, observando las ventanillas del tren que entraba, frenando el movimiento de los engranajes de acero, las plumas de vapor que ascendían, hasta que, al fin, se detuvo. Se apeé un cargador, seguido de una mujer que llevaba una cesta del brazo y un niño de la mano. Luego, el mismo Davin… y Jens corrió hacia él con los brazos abiertos. Se abrazaron, sintiendo que se les formaba un nudo de alegría en la garganta, se dieron palmadas en la espalda, sonriendo con tal intensidad que les dolían las mejillas, parpadeando para contener las lágrimas.
– ¡Lo hiciste! ¡Estás aquí!
– ¡Aquí estoy!
Se apartaron para observarse, y rieron de felicidad.
– ¡Ah, hermano, mírate! -Jens tomó al hermano menor de las patillas y le hizo mover la cabeza. Davin era rubio, un poco más bajo y robusto que Jens-. ¡Por fin te creció suficiente la barba como para afeitarte!
– Bueno, eso espero. ¡Un hombre casado con dos pequeños…, a uno todavía no lo has visto! ¡Cara, ven aquí!
– ¿Cara está aquí? -Sorprendido, Jens se volvió y vio a su cuñada esperando, con un chico en brazos, y llevando a otro de la mano. Era regordeta y sonriente, y llevaba el cabello rubio trenzado en una corona, como lo hacía la madre de ambos-. ¡Cara, querida! -Siempre le había agradado. Se abrazaron lo mejor que pudieron, con el niño de un año entre los dos-. ¡Este pedazo de chapucero no me dijo que venías tú!
– Jens, me alegro tanto de verte…
Davin explicó:
– Lo que pasa es que no podía dejarla.
– ¡Menos mal que no lo hiciste! ¿Y este quién es?
Jens tomó al niño que se balanceaba en brazos de la madre y lo alzó sobre la cabeza.
– Este es el pequeño Roland -respondió Davin, orgulloso-. Y este es Jeffrey. Jeffrey, te acuerdas del tío Jens, ¿no?
Jeffrey sonrió con timidez y apoyó la cabeza en la cadera de su madre. Roland comenzó a llorar y volvió a los brazos de Cara. Jens dedicó su atención a Jeffrey, que había visto en pañales la última vez.
– Tú no puedes ser Jeffrey. ¡Mira cómo has crecido!
¡La familia! De pronto, estaban ahí, colmando la soledad de Jens con un futuro menos triste. Intercambió con Davin un par de abrazos cariñosos más, hasta que su hermano dijo:
– Sé que no esperabas a Can y a los chicos, pero lo hablamos, y decidimos que ella iría donde yo iba, sin importar las incertidumbres que nos esperaran al final del camino. Nos instalaremos en un hotel hasta que encuentre un lugar.
– No harás semejante cosa. Tengo el desván, y hay espacio suficiente para todos.
– Pero es tu casa, Jens.
– ¿Acaso crees que te perdería de vista ahora que estamos juntos otra vez? ¡Tenemos que ponemos al día! ¡Ya habrá ocasión de que busques un lugar cuando hayas estado un tiempo!
Sucedió de golpe… y en el curso de una semana el desván deshabitado de Jens se convirtió en un hogar. Cara y Davin agregaron lo que habían traído a los pocos muebles de Jens, y a esto se añadió lo que los hermanos construyeron o compraron. Para el desayuno, había bizcochos calientes y tocino, y uno de los niños en la silla alta y el otro en un banco. Mientras los hermanos trabajaban abajo, se oían pasos sobre sus cabezas, las voces de los niños y, a veces, Cara cantando a los chicos, o regañándolos. Entre los árboles de alrededor aparecieron cuerdas para tender la ropa, y de ellas colgaban pañales que ondulaban en el viento de verano. En la hora de más calor, mientras los pequeños dormían la siesta, Cara bajaba con café helado y, apoyada contra el banco de trabajo, visitaba a los hombres que bebían y disfrutaban tanto de estar juntos como de la pausa en el trabajo.
Lo mejor de todo, en la última hora del día, era tener un hermano con quien hablar y hacer planes. La primera noche, después de que Caray los niños se acostaran juntos en la cama de Jens, este los contempló y le dijo a Davin:
– Eres un hombre afortunado.
Los dos se sentaron en sendas sillas de sauce, con la lámpara de kerosén sobre la mesa. Davin también contempló a su familia dormida y luego volvió la mirada a su hermano.
– ¿Y qué pasó con esa mujer tuya? ¿Dónde está?
Jens se lo contó, y Davin estuvo pensando largo rato en silencio, hasta que al fin dijo con serenidad:
– ¿Qué piensas hacer?
– ¿Qué puedo hacer? Esperar que recobre el sentido común. se case contigo?
Como Jens no respondía, Davin razonó:
– Sería duro para ella. Pertenece a la alta sociedad. La gente hablaría. Llamarían bastardo al niño y, a ella, algo peor.
– Bueno, puede que sucedería así, pero si se tratase de Cara y de ti, ella se iría contigo. ¡Diablos, mira cómo te siguió hasta aquí, sin casa, sin la seguridad de que este armadero dé ganancias! Así tendría que ser cuando amas a alguien.
– ¿Dices que los padres viven al otro lado del lago?
Jens soltó un resoplido de frustración y respondió:
– Sí, y ya sé lo que vas a decir: tal vez nunca más le dirijan la palabra, ¿no es así?
Davin observó a su hermano, con el rostro chato y pensativo, sin darle demasiados ánimos. Después de un rato, habló como si hubiese llegado a una amarga conclusión:
– Tendrías que haberla sacado del convento.
– ¡Sí…! ¿Cómo? ¿Arrastrándola de los cabellos?
– No sé cómo, pero si yo la hubiese dejado embarazada, la habría metido en el coche y la habría sacado de allí.
Jens suspiró.
– Ya lo sé. Pero la juzgaron, la declararon culpable, y la convencieron de que había cometido un pecado imperdonable que arruinaría por completo su vida si la gente llegaba a descubrirlo, y ella les creyó. No habla ni se comporta como la muchacha que conocí. Diablos, no sé si todavía me ama, siquiera.
Davin no pudo hacer otra cosa que apretar el brazo de su hermano.
Jens suspiró de nuevo y lanzó una mirada a la cama donde Cara y los chicos dormían apaciblemente, y deseó que fuesen Lorna y sus propios hijos. Le dijo a Davin:
– Este ha sido el mejor y el peor año de mi vida. Conseguir esto, al fin… -Hizo un gesto que abarcaba todo a su alrededor-. Y enamorarme de ella, el hijo que viene, y ninguno de los dos es mío… -Descorazonado, movió la cabeza y dijo con mucho sentimiento-: De lo que estoy seguro, es que estoy muy contento de que estés aquí, Davin. Te necesitaba para otras cosas, además de ayudarme a construir un barco.
Los hermanos trabajaban en el Manitou dieciocho horas al día. Desde el principio, Jens le dijo a Davin:
– Pilotarás esto conmigo.
– ¿Estás seguro de que me dejarán?
– Es de Tim Iversen, que es el peor marino que se ha visto jamás en este Club de Yates, pero las reglas le permiten contratar una tripulación. Lo navegaremos juntos, ya verás.
La primera vez que Tim fue a conocer a la familia de Jens, Cara convenció a los hombres de que terminaran temprano el trabajo y lo invitasen a cenar. Tim ladeó la cabeza para echar una buena mirada al robusto noruego con su ojo sano, y dijo:
– ¿Qué sabe usted de navegación?
Davin sonrió, dirigió una sonrisa torcida a su hermano mayor y respondió:
– Yo le enseñé todo lo que sabe.
No era toda la verdad, pero los dos Harken intercambiaron miradas divertidas.
– Entonces, ¿será la tripulación de Jens?
– Será un orgullo para mí, señor.
Y el asunto quedó resuelto.
No obstante, no bastaban dos para pilotar el Manitou.
– Necesitaremos seis tripulantes, incluido el timonel -dijo Jens-. Actúan como lastre, ¿sabes?
– Seis, ¿eh? -repitió Tim.
– Y creo que tú deberías ser uno de ellos.
– ¡Yo! -Tim rió y movió la cabeza-. Pensé que querías ganar.
– Este barco ya no es el May-B. Si pienso en las bañeras que llevabas, no me extraña que hayas perdido y, además, se burlaban de ti. Si me haces caso, bastará una carrera para cambiar tu reputación.
Tim se rascó la cabeza y adoptó una expresión humilde.
– Bueno, no puedo decir que no es tentador.
– Pensaba dejarte manejar el spinnaker.
El ojo sano de Tim resplandeció y las mejillas se le encendieron al imaginarse cruzando él primero la línea de llegada con la vela gigante hinchada en plenitud delante de él:
– Está bien, me convenciste.
– ¡Bien! Después tendremos que hablar sobre el resto de la tripulación. Con tu permiso, quisiera pedirle a mi amigo Ben Jonson que se encargue de fijar los postes, y a Edward Stout, un amigo de Ben, que sea el hombre de cubierta. Los dos saben lo que tienen que hacer, y están familiarizados con el diseño del barco. Y hay un joven al que le eché el ojo: es un muchacho alto y bien formado que navega como si hubiese nacido con la caña del timón en la mano. Se llama Mitch Armfield. Pensé en pedirle que se encargan de la escota mayor.
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