Afuera, se habían reunido espectadores en número sorprendente. Debía de haber no menos de doscientas personas. Jens pasó entre ellos dirigiéndose hacia donde se había reunido la tripulación del Manitou, sonrientes y confiados, en el jardín del club. Habían navegado el barco cinco de las siete noches y, como equipo, eran eficientes y coordinados.
En el trayecto hasta ellos, Jens rió entre dientes en respuesta a los comentarios despectivos que le lanzaban:
– Jens, ¿vas a navegar en esa hogaza de pan, o a comértela?
– Harken, ¿quién te pisó el cigarro?
– ¡Sería mejor dejar esa fuente en la cocina!
Jens saludó con sencillez a la tripulación:
– Buenos días, hombres. ¡Abordemos y zarpemos
La gente todavía se burlaba cuando la tripulación del Manitou llevó
a bordo el spinnaker.
Mientras recorría el muelle con Tim Iversen, Jens le preguntó en voz baja:
– ¿Colocaste mis apuestas?
– ¿Cuatro a uno?
– Cinco a uno.
Subió al barco sintiendo una mezcla de euforia y confianza. Pensó: "Que se burlen: dentro de diez minutos, la embarcación y la tripulación les borrarán la sonrisa de la cara".
Dio orden de izar la principal, y allá fue, más pequeña que algunas de las de otros barcos, pero más eficaz, Jens lo sabía. Percibió que las burlas se convertían en murmullos cuando veinte barcos forcejearon para obtener un lugar en el extremo más favorecido de la línea de salida, y el Manitou demostró que era más maniobrable que cualquier otro que hubiesen visto. Desde el agua se oyó el clamor: "Miren el W-30, miren el W-30!"
Sonó el disparo de los cinco minutos. La tripulación estaba tensa por la expectativa. Jens sintió que el pulso le latía con fuerza en el pecho. Guió al Manitou cerca del Tartar, y echó un vistazo al semblante severo de Gideon Barnett. También vio los rostros de los timoneles del club de Minnetonka, con una "M" en las velas que los identificaban. Pero ninguno le importaba, sólo Gideon Barnett, el hombre que lo había despojado de su esposa y su hijo.
Faltaba un minuto para zarpar, y Edward, con el reloj en la mano, contaba los segundos pan el disparo:
– Cinco…, cuatro…
Los corazones se estrujaron, y Jens experimentó un fugaz instante de duda: "Y si algo sale mal y el Manitou fracasa hoy?"
– Tres… dos…
Sonó el disparo.
Jens empujó la caña del timón y ordenó:
– ¡Arriba!
El Manitou se abalanzó hacia adelante, mientras que los competidores se acurrucaban en el agua, como muertos.
Ellos surcaron el agua.
La embarcación se deslizó.
Ellos se retrasaron.
La nave voló.
En la costa, crecieron los murmullos de estupefacción. Yen los barcos retrasados, se oyeron maldiciones.
– ¡Muchachos, demostrémosles de lo que es capaz!
Los miembros de la tripulación de Jens colgaron sus cuerpos sobre el agua arremolinada y dieron a los espectadores un espectáculo que jamás olvidarían.
El grito de: "¡Arriba! ¡Arriba!", flotó en el viento hasta la costa y el público empezó a vibrar. Antes que cualquiera de sus competidores de quilla profunda recorriese su propia longitud, el Manitou estaba un cuarto de bordada adelante. Rodeó la marca de barlovento, y el que iba en segundo lugar estaba tan lejos que ni siquiera se leían los números en la vela. Toda la tripulación del Manitou rió de puro regocijo.
– ¡Iuuju! -gritó Mitch.
– ¡Iuuju! -coreó Edward.
– ¡Hablarán de esto hasta el día del juicio! -se alborozó Davin.
– Es una pena, pero muchos de ellos perderán su dinero -comentó Jens, con un destello de triunfo en los ojos.
– Muchachos, será mejor que estén dispuestos a construir barcos -les dijo Tim-, pues todo el país querrá uno como este.
– ¿Estás listo, Davin? -le gritó Jens, sobre el hombro.
Ben les preguntó a los dos:
– ¿Estarán preparados para todos los periodistas que estarán esperando en la costa?
– Estuve esperándolos toda mi vida -replicó Jens.
Cuando Tim izó el spinnaker, el competidor más cercano era una mancha en el horizonte. En la última bordada hacia el viento, el Manitou se encontró con el barco que iba en segundo lugar, el número M-14, que venía contra el viento con una vuelta de desventaja, seguido de cerca por el W-10 de Gideon Barnett.
Cuando el W-30 cruzó la línea, el rugido de la multitud ahogó el disparo de la pistola del juez.
Fueron recibidos como héroes. Los espectadores del muelle se propinaban codazos mientras amarraban el Manitou. Un hombre cayó al agua. Las mujeres se sujetaban los sombreros. Los periodistas gritaban preguntas:
– ¿Es verdad que construyó barcos en New England?
– ¿Navegará el mismo barco el año próximo?
– ¿Construirá uno para usted?
– ¿Cuál es el tiempo oficial para esta carrera?
– ¡Señor Harken, señor Harken…!
Jens respondió:
– Muchachos, si no les importa, tenemos hambre y el señor Iversen nos ha ofrecido un almuerzo para toda la tripulación.
Camino de la sede del club, todavía asediado por los periodistas, Jens siguió siendo el centro de la atención. ¡Mientras andaba, se sintió como si su cuerpo tuviese un spinnaker propio lleno e hinchado con el viento! Todos querían tocarlo, darle palmadas en la espalda, tratarlo como a un héroe.
De pronto, entre la multitud, ¡divisó a Levinia Barnett!
Aflojó el paso, la gloria se iba esfumando.
La mujer estaba con un grupo de familiares y amigos, y fijaba en él una mirada de acero, frígida. Mantenía la mandíbula rígida en el mismo ángulo que la tierra. Lo observó fijamente durante cierto tiempo, y luego le dio la espalda.
La idea se precipitó sin contenerse: Lorna podría haber estado allí, y podrían haber estado casados, y allí habría estado el niño también, y el barco de Jens habría sido el Lorna D. Si así hubiera sido, si él y Gideon Barnett hubiesen formado parte de la misma tripulación, y si Lorna hubiese estado agitando la mano desde la costa con el hijo en brazos, y la madre sonriéndole… ¡Qué dulce hubiese sido ese día!
Pero a Lorna la apartaron y la avergonzaron. Al hijo se lo quitarían.
Ese día, Gideon y Levinia Barnett lo rechazaron con arrogancia. Y el Lorna D estaba inconcluso en el cobertizo, como un recordatorio de lo que nunca sería.
Se volvió para no ver la espalda rígida como un poste de Levinia Barnett y se encaminó, acompañado de su amargura, a recibir el premio, consuelo de sus ganancias, y a comer por primera vez dentro del Club de Yates de White Bear.
16
Dos días después de la regata, Lorna recibió una carta en la que latía Agnes le informaba de la brillante victoria de Jens:
"Pasó a todos como un huracán, dejándolos con la boca abierta, sin poder creerlo, pues las embarcaciones parecían estar tratando de abrirse paso a través del cieno, mientras la de Jens se lanzaba hacia adelante como sobre un mar de mercurio. Dio la vuelta en la primera boya cuando los demás sólo estaban a mitad de camino, y los pasó a todos en la segunda vuelta. Cuando cruzó la meta, el clamor era tan estrepitoso que podía oírse desde la orilla opuesta. Cuando el barco que llegó segundo cruzó la línea de llegada, tu Jens ya había amarrado al Manitou y estaba en la sede del club, cenando con el señor Iversen, recibiendo felicitaciones, y contestando entrevistas de periodistas de sitios tan lejanos como Rhode Island."
Lo hizo, pensó Lorna, sentada en su cuarto del convento, con la carta en la mano. Con una sonrisa melancólica, contempló a través de las lágrimas las colinas verdes a lo lejos y se imaginó el agua azul y las velas blancas. ¡Cuánto deseaba estar allí, ver la embarcación de Jens derrotar a todas las demás, ser testigo de cómo esa corredora baja y esbelta distinguía a Jens para siempre en el dominio de la navegación a vela!
Volvió la vista a la carta.
"Como presidente del club, tu padre tenía que entregar la copa a los ganadores, pero, al parecer, después de la comida lo atacó la gastritis y el alcalde se encargó de esa tarea."
De modo que el orgullo de su padre se había resentido. En cierto modo, era mucho menos importante que la victoria de Jens.
Tendría que haber estado allí para presenciarlo. Lorna había intervenido en impulsarlo a comenzar, y le había acompañado gran parte del tiempo mientras diseñaba el Lorna D. Todos esos días observándole trabajar, escuchándole contar sus sueños, dándole ánimos, enamorándose… Tendría que haber estado.
Pero estaba escondida dentro de esa fortaleza de piedra, grávida del hijo de Jens.
Afuera, el verano maduraba sobre las colinas y los bosques. En un campo con pendiente hacia el Este, una plantación de centeno azulada y susurrante, ondulaba como el Caribe impulsado por el viento cálido. Contemplándolo, llena de añoranzas, Lorna pasaba las manos sobre el vientre distendido con toda delicadeza, acariciándolo como si el que lo habitaba pudiese sentir ese contacto con el exterior. La carga se había vuelto inmensa y empujaba hacia abajo con tal fuerza que las rodillas se le separaban. Era fascinante comprender que ese era su hijo… suyo y de Jens… que se impulsaba hacia la vida. En el último mes, el niño se hizo mucho más real para Lorna, pues los codos y los talones se marcaban contra las paredes de su matriz y, de vez en cuando, había una sacudida en el vientre que le provocaba una sonrisa amorosa. En ocasiones, por las noches, rodaba en su mundo líquido y la despertaba, como si quisiera hacerla interrogarse así misma y revisar la respuesta que le había dado a Jens. Lorna posaba las manos sobre ese contorno cambiante y trataba de imaginarse dando a ese niño después de haberlo tenido en brazos y de haberlo acariciado.
Y sabía, sin lugar a dudas, que no podría hacerse eso a sí misma ni al padre del niño.
La tía Agnes decía "tu Jens". No era de ella pero quería que lo fuese, lo deseaba aún como lo quiso en aquellos días en que nació la intimidad. Cargaba su amor por él como una gran piedra que le aplastaba el pecho y que transformaba el respirar, moverse, vivir, en una faena pesada y permanente.
Desde el momento en que se alejó enfadado, afirmando que la odiaría, esa piedra se había vuelto más pesada. ¿Entregar a su hijo? ¿Y abandonarlo a él? ¿Cómo sería capaz? Jens tenía razón: dar a este hijo concebido con amor sería horrendo e imperdonable. Hizo falta la amenaza de perder al hombre que amaba para que comprendiese que no podía cometer un acto tan despiadado. Conservaría al pequeño y se casaría con Jens Harken, aunque significara perder a su familia para siempre. Fue una tonta al no irse con él cuando se lo pidió.
El momento del parto empezó tres noches después. La despertó un calambre y se quedó acostada esperando que pasara, con la vista fija en la noche para engañar al tiempo, y descubrió que la luna ya había comenzado a descender. Cuando pasó el primer dolor, se levantó y se puso de pie ante la ventana con una mano en el borde, esperando otra confirmación. Se retrasó como una hora, pero cuando llegó, no le quedaron dudas de que era una contracción de advertencia. Se dobló hacia adelante, se apoyó con las manos en el saliente de la ventana y la aguantó, recordando el rostro de Jens para que la ayudara a soportarla.
Después, se puso una bata, fue al cuarto de la hermana Marlene, llamó con suavidad y esperó. Una extraña, una bella joven de cabello oscuro y ondulado que contorneaba las mejillas y la frente, le abrió la puerta con el rostro al que la luz de la linterna daba un resplandor luminoso coralino.
– ¿Hermana Marlene?
La joven monja le sonrió, dudosa.
– ¿Sí, Lorna?
Lorna siguió contemplándola, aturdida.
– Nunca me habías visto sin el hábito… ¿es eso?
– ¡Tiene cabello!
La monja sonrió otra vez con esa sonrisa serena como la de la estatua de la virgen María en la capilla.
– ¿Llegó el momento, Lorna?
– Creo que sí.
La hermana Marlene se movió con calma: entró otra vez en la habitación, dejó la linterna y se puso una bata.
– ¿Hace mucho que estás despierta?
– Más o menos una hora.
– ¿Falta poco?
– No, pienso que acaba de empezar.
– Entonces, tenemos mucho tiempo. Despertaré a la madre superiora y se lo diré. Cuando venga el padre Guttmann para la Misa de las cinco y media, se lo diremos y él se comunicará con el médico. Tu madre pidió que le telegrafiáramos, también.
– Hermana, tengo que pedirle algo.
– ¿Qué?
– ¿Mi madre le habló a alguien de entregar al niño?
– Sí, a la madre superiora.
– Pero no lo daré. He decidido conservarlo.
La hermana Marlene se adelantó, llevando la linterna. A su luz, dio a Lorna una palmadita consoladora en la mejilla, como si le impartiese una bendición.
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