– Si es verdad, no necesitaré más agradecimiento que ese.

Al imaginarlo, las dos sonrieron, hasta que Agnes se puso seria.

– Si lo encuentras, ¿qué vas a hacer?

En los ojos de Lorna apareció una expresión angustiada.

– No sé. -Se derrumbó en una silla, ante el secretaire, contempló el portaplumas de cristal y repitió, más bajo-: No lo sé.

Era verdad: ¿qué podía hacer? ¿Llevarse al chico? ¿Criarlo sola? ¿Ir a decírselo a Jens? Cada solución generaba una serie de dilemas para los que no tenía respuesta. Primero, buscaría la calle Hamburg con la esperanza de que la conjetura de la tía Agnes fuese cierta.


Al día siguiente, se fue en tranvía, dejando a la familia en la creencia de que iba a trabajar otra vez en la biblioteca. Cambiando dos veces de vehículo, viajó al Oeste, hacia Minneapolis, y ahí, hasta el extremo más lejano, apeándose en un lugar llamado Ridley Court, donde pidió indicaciones en una tienda de chocolates y, otra vez, a un hombre que conducía un carro de Washburn y Crosby cargado de barriles de harina. Después de más de media hora, la caminata terminó en una calle de grava de casas más anchas, situadas en el límite con el campo abierto, con pequeños cobertizos en al fondo. Se percibía en el aire el olor del ganado, pero no vio a ningún animal. En los fondos había bombas y en los patios del frente cercos de estacas y leña amontonada contra los cobertizos.

La del número 850 era una casa modesta de ladrillo amarillo, angosta, con un abrupto tejado colgante apoyado en aleros blancos decorativos que pedían una mano de pintura, al igual que la cerca. La cancela chirrió cuando la abrió y caminó como sobre la planchada de un buque, entre nieve amontonada. Cuando estaba en la mitad, un perro se levantó de una alfombra trenzada que había en el umbral, al sol, y le ladró dos veces.

Lorna se detuvo, y el perro se acercó moviendo la cola, caminando alrededor olfateando las galochas de goma. Era tan tosco y amarillo como la casa, con una cola esponjosa y cara zorruna.

– ¡Hola, muchacho! -le dijo, ofreciéndole la mano enguantada para que la oliese.

El perro la miró, movió la cola, y Lorna siguió camino hacia la casa, acompañada por el animal.

En la entrada, el temor volvió y le redobló los latidos del corazón. Si la tía Agnes tenía razón, los minutos siguientes cambiarían su vida para siempre. Preparada para golpear, hizo una pausa como quien va a zambullirse, hace una inspiración profunda y mide la distancia. Sintió que se le cerraba la garganta y le cosquilleaban los antebrazos como si las mangas le apretaran demasiado.

Llamó y esperó.

El perro se apartó a un lado y zampó un bocado de nieve. Caían gotas de los carámbanos que colgaban de los aleros y que perforaban agujeros profundos a los costados de la puerta. Lejos, fuera del alcance de la vista, chilló un cuervo. Dentro, se abrió una puerta y atrajo la puerta exterior contra el marco. Por una densa cortina de encaje, Lorna vio que alguien se acercaba. Luego, la puerta se abrió y ahí estaba Hulduh Schmitt, con un paño de cocina en las manos. Al ver a Lorna, abrió la boca y se le aflojó la mandíbula.

– Bueno… señorita Lorna.

– Hola, señora Schmitt.

El perro entró, pero las dos mujeres quedaron inmóviles, Lorna con el abrigo rojo plegado y una boina escocesa del mismo color predominante, y la señora Schmitt con su enorme delantal blanco almidonado, igual al que usaba en la cocina de los Barnett.

– ¿Puedo entrar? -preguntó la muchacha.

La cocinera pensó un instante y luego pareció resignarse; agitó el paño de cocina para indicarle que pasara:

– Ya que está aquí…

Lorna entró en un vestíbulo sin calefacción, no más grande que una despensa.

– Entre -ordenó la dueña de la casa, y siguió a la visita hacia la parte principal de la casa, cerrando la puerta.

Adentro, estaba caldeado y olía a pan recién horneado. A la derecha, una escalera subía al piso alto, y un tramo de vestíbulo separaba el hueco de la escalera de dos habitaciones a la izquierda, la que estaba más cerca del frente era un recibidor que se veía a través de una arcada.

La voz de una anciana llamó desde el cuarto que estaba más alejado, en alemán.

En el mismo idioma, la señora Schmitt respondió en voz alta y le explicó a Lorna:

– Mi madre.

Oyeron que la anciana regañaba al perro, sin duda por entrar con las patas mojadas. Lorna miró en el recibidor y después, otra vez a la señora Schmitt.

– ¿Está aquí? -preguntó, sin rodeos.

– ¿Cómo lo descubrió?

– A la tía Agnes se le ocurrió.

– Sus padres me hicieron jurar que guardaría el secreto.

– Sí, me imagino. ¿Está aquí?

Hulduh pensó en el generoso estipendio mensual que le facilitaba el retiro y le permitía cuidar de la madre, pero ese pensamiento fugaz no le provocó el menor deseo de mentir a Lorna Barnett acerca del niño que había traído al mundo. Hulduh levantó las manos en señal de rendición, y las dejó caer.

– Está en la cocina. Por aquí.

Estaba inmaculada, llena de muebles antiguos y sólidos, adornados con pequeños tapetes tejidos a ganchillo. En la planta baja sólo había dos habitaciones: el recibidor, donde había una cuna vacía, comunicado al fondo con la cocina por un pasillo. En esta última, una anciana de cabello blanco sentada en una mecedora, sacudía una muñeca de trapo hecha en casa ante un hermoso niño rubio. El niño estaba en una extraña silla colgante que pendía de un marco en forma de anillo, con ruedas, los pies pequeños calzados con botitas bailoteaban en el suelo. La mano se estiraba hacia el juguete cuando Lorna entró: una manecita regordeta en un brazo relleno, cinco pequeños dedos tendidos que se cenaron sobre la muñeca con la dudosa coordinación de un niño de ocho meses. Al verla, olvidó la muñeca y miró hacia la entrada: suaves rizos rubios, ojos azules como un cielo nórdico a medianoche, cara regordeta del color de un melocotón, y una boca inocente tan perfecta y arqueada como la de un querubín. La perfección del pequeño borró para Lorna todo lo demás, y caminó hacia él como bajo un cono de luz divina.

– ¿Cómo se llama?

– Daniel.

– Daniel… -murmuró, flotando hacia él.

– Le llamamos Danny.

Los ojos de Lorna no se apartaron de la hermosa cara rubia; se dejó caer de rodillas ante la silla giratoria tímida, anhelante, insegura.

– Hola, Danny.

Le tendió sus manos, lo sacó lentamente de la silla, la muñeca colgando, inerte, de la mano del pequeño, que le miraba la cara con fijeza, con las piernas y los brazos tensos como los de un oso de juguete.

– ¡Oh, mi precioso…! -murmuró, acercando el cuerpo blando y pequeño a su pecho y posando los labios en la sien del niño-. ¡…Al fin te encontré!

Lorna cerró los ojos y lo abrazó, sólo lo abrazó, dejando que ese instante curase la herida y le diera ánimos. El pequeño empezó a parlotear:

– Mama…, ma-ma, ma-ma… -y a golpear la muñeca contra el brazo de Lorna, que permaneció inmóvil, con los ojos cerrados, transportada a un plano de gracia maternal absoluta.

El pequeño olía a leche y a pan, como la cocina, y parecía demasiado suave para ser de ese mundo. No sabía que el amor podía sentirse así, colmarla en tal exceso que, por comparación, todas las emociones anteriores resultaban pálidas. En ese momento único, abrazándolo, tocándolo, oliéndolo, se sintió completa.

Se puso de cuclillas y lo apoyó sobre sus propios muslos, percibiendo que su alegría subía de punto ahora que sabía que el niño estaba allí y de verdad, era de ella. El niño se puso un dedo en la comisura- de la boca deformándola, exhibiendo dos dientes de abajo diminutos, mientras seguía sacudiendo la muñeca. De súbito, pareció darse cuenta que la tenía y se animó, balanceándose sobre las piernas robustas y golpeando suavemente a Lorna en la boca con la mano mojada. Riendo, Lorna la atrapó con los labios, echando la cabeza atrás.

– ¡Es tan hermoso! -les dijo a las dos mujeres.

– Y muy inteligente. Ya sabe decir "quema".

– "Quema". Danny, ¿puedes decir "quema"?

Con ojos brillantes, señaló con un dedo gordo la gran cocina de hierro:

– Qquema.

– Sí, la cocina quema.

– Quema -repitió el niño, en la cara de Lorna.

– ¡Qué inteligente! ¿Es bueno? -preguntó.

– Oh, sí, un ángel. Duerme toda la noche.

– ¿Sano?

– También, aunque últimamente ha estado un poco inquieto por los dientes.

– ¿Están saliéndote los dientes? ¿Te salen unos preciosos dientes nuevos? ¡Ah, eres tan hermoso! -Lo estrechó y lo meció de izquierda a derecha, mientras la alegría la inundaba, desplazando el primer susto-. ¡Dulce, pequeño dulce! -Exclamó, en general-: No puedo creer que esté abrazándolo.

– Está babeándole el abrigo, señorita Lorna. ¿Por qué no se lo quita?

– ¡Oh, no me importa! ¡Que babee! ¡Estoy tan feliz!

El perro, que estaba bebiendo en el otro extremo, se sacudió y cruzó el suelo de madera dura haciendo sonar las uñas, dando una amistosa lamida al pequeño. Danny brinco, lanzó un grito de bienvenida y se lanzó hacia el animal.

– Oh, ama al viejo Summer. Son muy buenos amigos.

El chiquillo se doblo sobre el brazo de Lorna y tomó al perro por la garganta, y emitió sonidos gorgoteantes agarrando puñados de pelo.

– Nooo -advirtió Hulduh Schmitt, acercándose de prisa y apartando los pequeños puños regordetes del pelo del animal-. Sé bueno con el viejo Summer, Danny, sé bueno.

El niño abrió los puños y dio una palmada con torpeza al perro, mirando a Hulduh en busca de aprobación.

– Así, muy bien.

Eran manifestaciones simples, cálidas, bondadosas pero, para Lorna, estas primeras demostraciones de la inteligencia de su hijo, constituían un prodigio. Durante el tiempo que estuvo, supo que Danny podía ponerse de pie, aunque con piernas vacilantes, al lado de una silla agarrándose al asiento, señalarse la nariz e identificar tanto a Tante Hulduh, la tía, como a Grossmutter, la abuela y que, cuando se lo pedían, las señalaba con un índice que parecía una pequeña salchicha.

Hulduh Schmitt dijo:

– Mi madre y yo íbamos a tomar el café de la tarde, y hay pan recién hecho, si quiere quedarse.

– Sí, me encantaría, gracias.

Puso la mesa con platos muy gastados con dibujos de tulipanes y rosas sobre un fondo marfil. En un principio tuvieron un borde dorado, pero ahora sólo quedaban algunos restos. Se disculpo por no poner mantel, explicando que tenían miedo de que el niño tirara de él y se quemara con el café. En efecto, mientras las mujeres disfrutaban del café y del pan con manteca y mermelada de melocotón, Danny gateaba alrededor de la mesa con patas en forma de garras jugando con cucharas de madera sobre el suelo, y tiraba de las faldas largas de las mujeres, fingiendo que lloraba cuando quería que lo alzaran. El perro se había acomodado sobre el felpudo que estaba junto a la puerta trasera, y estaba tendido de lado, durmiendo. En una ocasión, Danny se acercó reptando, manoseo los labios negros de Summer y parloteo en su media lengua. El perro levantó la cabeza, parpadeó y se durmió de nuevo. Hulduh se levantó, le lavo las manos al chico y lo puso en la silla con ruedas, de la que colgaban juguetes atados con hilo.

Pese a que la anciana no hablaba inglés, le sonreía al pequeño con ojos y labios arrugados, y seguía cada uno de sus movimientos sobre la taza de café. A veces, se inclinaba lo mejor que podía para acomodarle la ropa o darle un trozo minúsculo de pan con manteca, murmurarle algo cariñoso o educativo en su lengua natal, y Danny golpeaba alguno de los juguetes contra la silla, cosa que hacía sonreír a la anciana, primero al chico y después a Lorna.

En ese momento, le hizo una pregunta cuyo significado era capaz de atravesar cualquier barrera del idioma: señalando con el dedo torcido primero a Lorna y después al niño.

– ¿Eres su Mutter?

Lorna asintió, se apoyo una mano sobre el vientre, otra sobre el corazón, y toda su alma se reflejó en su rostro.

Danny se cansó de la silla y lo bajaron para que anduviese a su antojo otra vez. Al pasar debajo de la mesa se golpeó la cabeza en una pata, y Lorna corrió a rescatarlo y abrazarlo.

– Oh, nooo, no llores…, ya va a pasar…

Pero el chico siguió llorando y le tendió los brazos a Hulduh Schmitt, que lo alzó sobre su amplio regazo, le enjugó la cara y le dio un sorbo de café azucarado con crema en la punta de una cuchara. Después, apoyó la cabeza contra la pechera del blanco delantal almidonado, se puso el pulgar en la boca y fijó la vista en el friso de madera.

– Está cansado porque no durmió suficiente siesta.

Lorna se preguntó qué larga debía ser la siesta de un chiquillo de ocho meses. Y qué habría que hacer si, de verdad, se caía y se abría la cabeza. Y cómo hacía una mujer para aprender todo lo necesario sobre la maternidad, si la propia madre prefería apartarla.