Tirando el suéter lejos de su pecho húmedo, trató de pensar en algo agradable hasta que llegara al hotel. Esta sería una aventura absolutamente increíble, se dijo. Aunque no tuviera experiencia como actriz, siempre le encantó hacer de mimo, y trabajaría muy duro en la película para que los críticos digan que es maravillosa y todos los mejores directores quieran contratarla.
Iría a fiestas maravillosas y tendría una carrera y verdaderas montañas de dinero. Esto era lo que se había estado perdiendo de la vida, ese evasivo "algo" que ella nunca fue capaz de definir. ¿Por qué no había pensado en ello antes?
Retiró el pelo de sus sienes con la punta de los dedos y se felicitó por haber podido reunir el dinero del pasaje sin problema. Había salido todo de perlas, realmente, una vez que se le había ocurrido la idea. Mucha gente de la alta sociedad llevaban sus vestidos a tiendas que vendían ropa de firma de segunda mano; no sabía por que no se le había ocurrido mucho antes.
El dinero de la venta había pagado un billete de primera clase de linea aérea y la totalidad de todas sus facturas. Las personas hacían los asuntos financieros tan innecesariamente complejos, ahora lo comprendía cuando había tenido que resolver unos asuntos sin importancia.
Detestaba tener que llevar ropa de la temporada pasada, de todas formas, pero pronto podría empezar comprando un guardarropa nuevo completo tan pronto como la compañía cinematográfica le reembolsara su billete.
El coche pasó por un camino bordeado de robles. Estiró el cuello cuando doblaron una curva y vio delante una casa restaurada de plantación, de ladrillo del tres plantas y estructura de madera con seis columnas estriadas elegantemente puestas a través de la varanda frontal.
Cuando se iban acercando, vió un surtido de camiones modernos y camionetas estacionadas de antes de la guerra. Los vehículos parecían tan fuera de lugar como los miembros de la productora que iban de acá para allá en pantalones cortos, sin camisetas y con pañuelos en la cabeza.
El conductor paró el coche y se volvió hacia ella. El tenía un pin del Bicentenario Americano, redondo y grande puesto en el cuello de su camisa marrón de trabajo. Leyó "1776-1976" arriba, con "AMERICA" y " TIERRA DE LA OPORTUNIDAD" en el centro y abajo. Francesca había visto los signos del Bicentenario Americano por todas partes desde que llegó al aeropuerto JFK.
Los quioskos de souvenirs estaban llenos de chapas de recuerdo como esa, y estatuas de la libertad de plástico baratas. Cuándo pasaron por Gulfport, vió bocas de incendio pintadas como milicianos revolucionarios de la guerra. A alguien que venía de un país tan viejo como Inglaterra, todo esto de celebrar unos míseros doscientos años le parecía excesivo.
– Cuarenta y ocho dólares -el conductor del taxi le hablaba un inglés tan raro que apenas si lo podía entender.
Examinó la moneda americana que había comprado con sus libras esterlinas cuando hizo escala en el JFK y le entregó la mayor parte de lo que tenía, junto con una propina generosa y una sonrisa. Entonces salió del coche, cogiendo su bolso cosmético con ella.
– ¿Francesca Day? -una mujer joven con el pelo muy rizado y pendientes balanceantes venía hacia ella a través del césped del patio.
– ¿Sí?
– Hola. Soy Sally Calaverro. Bienvenida al fin de ninguna parte. Me temo que necesitarás cambiarte de ropa enseguida.
El conductor puso la maleta de Vuitton a los pies de Francesca. Ella miró a Sally con su arrugada falda india de algodón y el top marrón ajustado que imprudentemente se había puesto sin sujetador.
– Eso es Señorita Calaverro imposible -contestó-. Tan pronto como vea al Sr. Byron, iré al hotel y después a la cama. El único sueño que he tenido en veinticuatro horas ha sido en el avión, y estoy tremendamente agotada.
La expresión de Sally no cambió.
– Bien, lo siento pero necesito que vengas conmigo un momento, te aseguro que seré lo más rápida posible. El señor Byron tiene unos horarios muy extrictos, y tenemos que tener tu vestido preparado para mañana por la mañana.
– Pero eso es absurdo. Mañana es sábado. Necesitaré unos pocos días para aclimatarme. Él apenas puede esperar que empiece a trabajar en el momento de llegar.
La cara agradable de Sally sonrió.
– Esto son las normas de las filmaciones, cielo. Llama a tu agente -miró las maletas de Vuitton y llamó a alguien detrás de Francesca-. ¿Oye, Davey, coge la maleta de la Señorita Day y llevala al gallinero de pollos, de acuerdo?
– ¡Gallinero de pollos! -exclamó Francesca, comenzando a sentirse genuinamente alarmada-. Yo no sé de que va todo esto, pero quiero ir a mi hotel inmediatamente.
– Sí, eso nos gustaría a todos nosotros -dirigió a Francesca una sonrisa bordeando lo insolente-. No te preocupes, no es realmente un gallinero de pollos. La casa donde todos permanecemos está junto a esta propiedad. Se utilizó como clínica de reposo y rehabilitación; las camas tienen todavía manivelas. Le llamamos el gallinero de pollos porque a eso es a lo que se parece. Si no tienes inconveniente en vivir con unas pocas cucarachas, no está mal.
Francesca se negó a picar. Esto era lo que sucedía, se dio cuenta, cuándo una discutía con subordinados.
– Quiero ver al Sr. Byron inmediatamente.
– Él está dentro de la casa en este momento, pero no quiere ser interrumpido.
Los ojos de Sally pasearon groseramente sobre ella, y Francesca podía sentir como valoraba la ropa desarreglada y la tela inadecuada de invierno.
– Probaré suerte -contestó sarcásticamente, mirando fijamente un momento más su vestuario, y con un golpe de pelo se marchó.
Calaverro la observó marcharse. Estudió el cuerpo diminuto y delgado, recordando su cara perfecta y la melena magnífica de pelo. ¿Cómo lograba echar al aire un pelo como ese con apenas un pequeño encogimiento de hombros? ¿Tomaban lecciones de como mover el pelo estas mujeres magníficas, o qué?
Sally intentó hacerlo con su propio pelo, seco y rizado con los restos de una mala permanente. Todos los hombres de la compañía se empezarían a comportar como niños de 12 años en cuanto la vieran, pensó Sally. Estaban acostumbrados a actrices pequeñas bonitas, pero ésta tenía algo más, con ese extravagante acento inglés y una manera de mirarte fijamente como si te recordara que tus padres habían cruzado el océano en el entrepuente.
Durante horas innumerables en demasiados bares para solteros, Sally había observado que algunos hombres se pirriaban con esa mierda superior y condescendiente.
– Mierda -murmuró, se sentía una giganta fofa y desaliñada firmemente atrincherada en el lado equivocado de los veinticinco años. Miss-Bella-y- Poderosa se estaba asfixiando debajo de dos suéters de cachemir de cien dólares, pero parecía tan fresca como la patata frita de un anuncio en una revista.
Algunas mujeres, se decía Sally, habían sido puestas en la Tierra para que las demás mujeres las odiaran, y Francesca Day ciertamente era una de ellas.
Dallie podía sentir como el Terror de los Lunes descendía sobre él, aunque fuera sábado y hubiera hecho un espectacular 64 el dia anterior en dieciocho hoyos jugados con aficionados en un campo de Tuscaloosa.
El terror de los Lunes era el nombre que le daba a sus negros bajones de humor que le daban con más frecuencia de lo que le gustaría tener, incándole el diente y sacándole todo el jugo, en general el Terror de los Lunes le provocaba un infierno mayor que sus hierro largos.
Se inclinó sobre su café Howard Johnson y miró fijamente por fuera de la ventana interior del restaurante hacía el parking. El sol todavía no había salido del todo de manera que algunos camioneros aún dormían en sus cabinas y el restaurante estaba casi vacio. Trató de buscar una razón para su humor malísimo. No había sido una temporada mala, se recordó. Había ganado unos cuantos torneos y él y el comisionado de la PGA, Deane Beman, no habían charlado más de dos o tres veces sobre el tema favorito de esta comisión…la conducta impropia de un golfista profesional.
– ¿Qué va a ser? -dijo la camarera que se acercó a su mesa, un pañuelo naranja y azul metido en su bolsillo. Era una de esas mujeres limpias y obesas con el pelo arreglado y maquillada, la clase de mujer que se cuidaba y dejaba ver una cara agradable debajo de toda esa grasa.
– Filete frito de la casa -dijo, entregandole el menú-. Y dos huevos con el filete, y otra jarra de café.
– ¿Lo quieres en una taza o te lo inyecto directamente en las venas?
El rió entre dientes.
– Tú tráeme lo que he pedido, cielo, y ya veré como metérmelo -maldición, le gustaban las camareras. Eran las mejores mujeres del mundo. Eran de la calle, listas y descaradas, y cada una de ellas tenía una historia.
Esta camarera en particular le miró un largo momento antes de marcharse, estudiando su cara bonita, se figuraba. Sucedía todo el tiempo, y él generalmente no tenía inconveniente a menos que detrás de esa mirada hambrienta quisieran algo más, algo que el no podía darles.
El Terror de los Lunes regresaba con tremenda fuerza. Apenas esta mañana, justo después de arrastrarse fuera de la cama, estaba debajo de la ducha intentando despejarse y obligando a sus ojos inyectados en sangre permanecer abiertos cuando el Oso había venido directo hacia él y le había cuchicheado en el oído.
Es casi víspera de Halloween, Beaudine. ¿Dónde vas a esconderte este año?
Dallie había encendido el grifo del agua fría para librarse de él, pero el Oso seguía allí.
¿Que demonios te hace pensar que un inútil despreciable como tú puede compartir el planeta conmigo?
Dallie se sacudió esos pensamientos cuando llegó la comida junto con Skeet, que se deslizó en el asiento. Dallie empujó el plato del desayuno a través de la mesa y apartó la mirada mientras Skeet cogía su tenedor y lo hundía en el filete sangriento.
– ¿Cómo te encuentras hoy, Dallie?
– No puedo quejarme.
– Bebiste bastante anoche.
Dallie gruñó.
– He corrido unos pocos kilómetros esta mañana. He hecho flexiones. Lo he sudado ya.
Skeet lo miró, el cuchillo y el tenedor puestos en equilibrio en sus manos.
– Uh-uhh.
– ¿Que demonios se supone que significa eso?
– No significa nada, Dallie, sólo que creo que el Terror de los Lunes te ha alcanzado otra vez.
El tomó un sorbo de su taza de café.
– Es natural sentirse deprimido hacia el final de temporada… demasiados moteles, demasiado tiempo en la carretera.
– Especialmente cuando te has chupado los kilometros entre todos los Grandes.
– Un torneo es un torneo.
– Mierda de caballo -Skeet volvió al filete. Unos pocos minutos de silencio pasaron entre ellos.
Dallie finalmente habló.
– ¿Crees que Nicklaus tiene alguna vez el Terror de los Lunes?
Skeet movió su tenedor.
– ¡Ahora, no empieces con tus pensamientos acerca de Nicklaus otra vez! Cada vez que empiezas a pensar en él, tu juego se va directamente al infierno.
Dallie empujó su taza de café y cogió la cuenta.
– ¿Me das un par de uppers (pastillas), de acuerdo?
– Vamos, Dallie, pensaba que ya habías dejado ese tema.
– ¿Quieres que esté despierto hoy en el campo, o no?
– Quiero que permanezcas despierto en el campo, pero no como lo estás haciendo ultimamente.
– ¡Deja de sermonearme y dáme las jodidas pastillas!
Skeet sacudió la cabeza e hizo lo que le pedía, sacando del bolsillo las pastillas y poniéndolas encima de la mesa. Dallie las cogió con rabia. Mientras se las tragaba, no pensaba en la irónica contradicción que había entre el cuidado con el que trataba su cuerpo de atleta y el abuso al que lo sometía por las tardes, bebiendo y con la farmacia ambulante que hacía llevar a Skeet.
En este momento, no le importaba realmente. Dallie miró fijamente hacia abajo al dinero que había tirado sobre la mesa. Cuándo nacías un Beaudine, estabas predestinado a no llegar a viejo.
– ¡Este vestido es horroroso!
Francesca estudió su reflejo en el largo espejo colocado al final del remolque que servía como provisional camerino. Sus ojos se habían agrandado para la pantalla con sombra ámbar y un conjunto grueso de pestañas, y el pelo con raya en el centro, caía liso sobre sus hombros, y algunos rizos le caían hasta las orejas.
El peinado de época era bastante bonito y favorecedor, así que no había tenido ninguna discursión con el peluquero, pero el vestido era otra historia. A su ojo entendido de moda, el tafetán rosa soso con sus bandas blancas erizadas de encaje que rodeaban la falda se parecía a un petisú excesivamente dulce de fresa.
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