Dallie la miró por un momento, poniendo las manos en las caderas. Un tubo de crema de afeitar voló a su lado y golpeó el espejo.

– Increíble -murmuró él. Sacó la cabeza por fuera la puerta-. ¡Skeet! Ven rápido.Tienes que ver esto.

Skeet estaba ya a su lado.

– ¿Qué pasa? Suena como… -se paró en seco en la puerta abierta, mirando fijamente la destrucción que estaba provocando-. ¿Por qué hace ella eso?

– Maldita sea si lo sé -pasó junto a Dallie una copia voladora de la guía telefónica más grande de Nueva Orleans-. Es la cosa más sorprendente que jamás he visto en mi vida.

– Quizá cree que es una estrella de rock. ¡Oye, Dallie! ¡Que va a coger tu madera-tres!

Dallie se movió como el deportista que era, y en dos zancadas largas la cogió.

Francesca se sentía puesta al revés. Por un momento las piernas colgaron libres, y entonces algo le pinchó duramente el estómago cuando el se la cargó al hombro.

– ¡Me bajas ahora mismo! ¡Bájame te digo, tú bastardo!

– Creo que no. Esa es la mejor madera-tres que he tenido jamás.

Comenzaron a moverse. Ella gritó cuando él la llevó fuera, el hombro empujandola en el estómago, el brazo sujetándola alrededor de la parte de atras de las rodillas.

Oyó voces y debilmente empezó a notar que las puertas se abrian y cuerpos en bata que miraban afuera.

– Nunca en mi vida he visto una mujer que se pusiera tan histérica sólo por un viejo ratón -les explicó Dallie.

Ella golpeó los puños contra su espalda descubierta.

– ¡He dicho que te detengas! -chilló ella-. ¡Te demandaré! ¡Bastardo! Te demandaré y te quitaré cada centavo…

Él se giró a la derecha. Ella vio una vaya de hierro forjado, una puerta, las luces bajo el agua…

– ¡No! -dejó salir un grito aterrador cuando él la echó en la parte más profunda de la piscina del motel.

Capitulo 10

Skeet alcanzó a Dallie, y los dos hombres se pararon al borde de la piscina mirándola. Finalmente Skeet hizo una observación.

– Ella no sube verdaderamente rápido.

Dallie se metió un pulgar en el bolsillo de su vaqueros.

– No parece que sepa nadar. Debí figurarlo.

Skeet se giró hacia él.

– ¿Oiste la manera rara que tiene de decir bastardo? Como 'bah-tardd.' Yo no lo puedo decir de la manera como ella lo dice. Verdaderamete raro.

– Sí. Ese acento extravagante suyo seguro que logra enroscar a algún americano incauto.

El chapoteo en la piscina comenzó gradualmente a ir más despacio.

– ¿Vas a tirarte y salvarla antes de que acabe el siglo? -preguntó Skeet.

– Supongo que será lo mejor. A menos que quieras hacerlo tú.

– Demonios no, yo voy a acostarme.

Skeet se volvió para irse a su puerta, y Dallie se sentó al borde de una tumbona para quitarse las botas. Miró un momento a ver si ella seguía luchando, y cuando juzgó el tiempo suficiente, andó sobre la orilla y se zambulló.

Francesca se había dado cuenta de las pocas ganas que tenía de morir. A pesar del fiasco de la película, de su pobreza, de la pérdida de todas sus posesiones, era aún demasiado joven para morir.

Su vida entera desfiló ante ella. Pero cuando el peso atroz del agua presionó sobre ella, entendió lo que sucedía. Sus pulmones y sus extremidades no respondian ya a sus órdenes. Se moriría, cuando apenas había empezado a vivir.

¡De repente algo la agarró alrededor del pecho y empezó arrastrarla hacia arriba, acabando con su sufrimiento, no permitiéndola que se ahogara, llevándola a la superficie, salvándola!

Al emerger su cabeza, los pulmones cogieron aire. Inspiró, tosiendo y agarrándose al cuello de Dallie con los brazos temiendo que la soltara de nuevo, sollozando y llorando con la pura alegría de estár todavía viva.

Sin darse cuenta de como había sucedido, se encontró tumbada en la plataforma, sin los últimos trozos de su blusa que permanecía en el agua. Pero aún cuando ella sentía la superficie concreta sólida bajo ella, no permitía que Dallie se fuera.

Cuándo finalmente pudo hablar, su discurso salió en boqueadas estranguladas pequeñas.

– Yo nunca te perdonaré… Te odio…

Ella se adhirió a su cuerpo, se pegó a su pecho desnudo y puso sus brazos alrededor de los hombros, estaba tan apretada a él como no había estado a nadie en su vida.

– Yo te odio -se estranguló de nuevo-. No has dejado que me ahogara.

– ¿Pensaste que no salías de ésta, eh, Francie?

Pero ella estaba contestando más allá. Todo lo que ella podía hacer era agarrarse de nuevo a la vida. Lo siguió cuando volvieron a la habitación del motel, lo siguió mientras él hablaba con el director que los esperaba, lo siguió mientras buscaba su neceser entre los destrozos, sin soltarlo, y la llevó a otra habitación.

El se inclinó para echarla en la cama.

– Puedes dormir aquí…

– ¡No! -la sensación de pánico volvía.

El trató de abrir con una mano sus brazos del cuello.

– Aw, anda, Francie, son casi las dos de la mañana. Quiero dormir un poco antes que tenga que levantarme.

– ¡No, Dallie!

Ella lloraba ahora, mirando directamente con llanto esos ojos azules como los de Paul Newman.

– No te vayas. Sé que me dejarás si te permito ir. Me despertaré mañana y ya no estarás y yo no sabré que hacer.

– No me marcharé sin antes hablar contigo -dijo él finalmente, liberando sus brazos de su cuello.

– ¿Me lo prometes?

El le quitó las sandalias empapadas de Bottega Veneta, que habían permanecido milagrosamente en pie, y las echó al suelo, junto con la camiseta seca que había traído con él.

– Sí, te lo prometo.

Aunque él le había dado su palabra, sonó reacio, y ella hizo un sonido inarticulado pequeño de la protesta cuando él salió por la puerta.

¿No prometía ella todo tipo de cosas y luego se olvidaba inmediatamente de cumplirlas? ¿Cómo sabía ella que él no haría lo mismo?

– ¿Dallie?

Pero él ya se había ido.

En algún lugar ella encontró la energía suficiente para quitarse los vaqueros y la ropa interior mojada, dejándolos caer en un montón al lado de la cama antes de deslizarse bajo las sábanas.

Puso la cabeza mojada en la almohada, cerró los ojos, y un instante antes de dormirse pensó si no hubiera sido mejor que Dallie la hubiera dejado en el fondo de la piscina.

Su sueño era profundo y duro, pero se despertó apenas cuatro horas después cuando las primeras luces del alba entraban tras las pesadas cortinas.

Tirando de las sábanas, saltó inestablemente de la cama y fue desnuda hacia la ventana, cada músculo de su cuerpo le dolía. Sólo después de correr las cortinas y mirar fuera al dia que se avecinaba triste y lluvioso su estómago se estabilizó.

El Riviera estaba todavía allí.

El corazón empezó a latirle a un ritmo normal, y avanzó lentamente hacia el espejo, haciendo instintivamente lo que ella había hecho cada mañana de su vida que pudiera recordar, saludando su imagen para asegurarse de que el mundo no había cambiado durante la noche, que daba vueltas todavía en una pauta predestinada alrededor del sol y de su propia belleza.

Y dejó salir un grito estrangulado de desesperación.

Si hubiera dormido algo más, podría haber manejado el golpe mejor, pero en ese momento, apenas pudo comprender lo que vió.

Su hermoso pelo colgaba en esteras enredadas alrededor de su cara, un rasguño largo estropeaba la curva elegante del cuello, las magulladuras eran visibles en su carne, y su labio inferior… su labio inferior perfecto… estaba feamente hacía arriba.

Asustada y dolida, se apresuró a su neceser e hizo inventarío de sus posesiones restantes: una botella tamaño viaje de gel de baño de Rene Garraud, la pasta dentífrica (sin cepillo de dientes), tres lápices de labios, su sombra de ojos melocotón, y la inútil caja de píldoras anticonceptivas que la criada de Cissy se había empeñado en echar.

También había dos sombras más, una cartera de piel de lagarto y un atomizador de Femme. Esos, junto con la camiseta desteñida azul que Dallie habían tirado en el suelo la noche antes y el pequeño montón de ropas empapadas tiradas, eran sus posesiones… todo lo que le quedaba en el mundo.

La enormidad de sus pérdidas era demasiado devastadora para comprenderlo, así que se apresuró a la ducha donde hizo todo lo que pudo con una botella marrón del champú del motel. Entonces utilizó los pocos cosméticos que le quedaban para tratar de reconstruir a la persona que una vez fue. Después de ponerse sus incómodos vaqueros empapados y sus sandalias mojadas, se puso Femme bajo sus brazos y se puso la camiseta de Dallie.

Miró hacia abajo en la palabra escrita en blanco en el seno izquierdo y se preguntó que sería AGGIES. Otro misterio, otro nombre desconocido para hacerla sentirse como una intrusa en una tierra extraña. ¿Por qué nuncá se sintió así en Nueva York? Sin cerrar sus ojos, podría verse apresurándose por la Quinta Avenida, cenando en La Caravelle, andando por el vestíbulo del Pierre, y cuanto más pensaba en el mundo que había dejado atrás, más desconcertada se sentía con el mundo en el que había entrado.

Un golpe sonó, y se peinó rápidamente con los dedos, no atreviéndose a lanzarse otra mirada en el espejo.

Dallie se apoyó contra el marco de puerta, llevando una cazadora azul celeste bordada, y unos vaqueros gastados con un agujero deshilachado en una rodilla. Tenía el pelo húmedo y rizado arriba en las puntas. Era un color desteñido, pensó de forma despreciativa, no verdaderamente rubio. Y necesitaba un corte realmente bueno. Necesitaba también un guardarropa nuevo.

Los hombros le tiraban en las costuras de la cazadora; y sus vaqueros habrían deshonrado a un mendigo de Calcuta.

Era inútil. Por mucho que claramente ella viera sus desperfectos, por más que necesitara reducirlo a lo ordinario ante sus propios ojos, era todavía el hombre más imposiblemente magnífico que había visto jamás.

El puso una mano contra el marco de puerta y miró hacia abajo, a ella.

– Francie, desde ayer, he estado tratando de hacerte ver de muchas maneras que no estoy interesado en escuchar tu historia, y como no quiero seguir con este infierno de problema que tengo de no poder deshacerme de tí, cuentámela ahora -tras decir eso, entró en el cuarto, se sentó en una silla y puso las botas al borde de la mesa-. Me debes por los desperfectos doscientos machos cabríos.

– Doscientos…

– Hiciste un buen trabajo en esa habitación anoche, se recostó en la silla hasta que sólo las patas traseras estaban en el suelo-. Una televisión, dos lámparas, unos cuantos cráters en el Pladur, un cristal de un cuadro de cinco por cuatro. La suma total ascendía a quinientos sesenta dólares, y eso era porque prometí al director que jugaría dieciocho hoyos con él la próxima vez que viniera por aquí. Sólo parecía haber trescientos en tu cartera…y puse yo el resto para cubrirlo.

– ¿Mi cartera? -casi rompió las asas del neceser al abrirlo-. ¡Miraste en mi cartera! ¿Cómo pudiste hacer algo así? Esa es mi propiedad. Nunca debiste hacerlo…

Cuando sacó la cartera, las palmas de sus manos estaba tan húmedas como sus vaqueros. La abrió y miró dentro. Cuándo finalmente pudo hablar, su voz era apenas un murmullo.

– Está vacía. Has cogido todo mi dinero.

– Cuentas que hay que pagar demasiado rápido a menos que quieras vértelas en un calabozo de un cuartel local.

Ella se dobló sobre si misma sentada en el borde de la cama, su sentido de la pérdida la agobiaba tanto que su cuerpo parecía entumecerse.

Había tocado fondo. Justo en este instante. Había perdido todo…cosméticos, las ropas, lo último de su dinero. No le quedaba nada. El desastre que había estado fraguándose desde la muerte de Chloe finalmente lo tenía frente a frente.

Dallie cogió un bolígrafo del motel que estaba encima de la mesa.

– Francie, yo no quería fisgar, pero pude advertir que no tenías tarjetas de crédito metidas en esa cartera tuya…ni ningún billete de avión. Ahora, quiero oír que me dices rápidamente que tienes ese billete de vuelta a Londres guardado en algún lugar dentro de Sr.Vee-tawn, y que Sr. Vee-tawn está guardado en una de esas veinte taquillas de cinco centavos en el aeropuerto.

Ella se abrazó el pecho y miró fijamente la pared.

– No se que voy a hacer -dijo con tono desanimado.

– Eres una persona adulta, y más te vale que pienses algo rápido.

– Necesito ayuda -giró hacía él, implorando para hacerle entender-. No puedo manejar esto por mi misma.

Las patas delanteras de su silla golpearon al suelo.

– ¡Ah, no, me parece que no! Este es tu problema, lady, y no trates de convencerme -su voz sonó dura y áspera, no como el Dallie que se reía cuando la recogió a un lado de la carretera, o del caballero de brillante armadura que la rescató de cierta muerte en el Blue Choctaw.