Había pasado durmiendo su primera tarde y toda la noche en Lake Charles, sólo se había enterado débilmente de la vuelta de Dallie a la habitación para darse una ducha, y otra vez por la mañana para darse otra ducha. Cuando se despertó del todo, hacía varias horas que se había ido.
Estaba casi desmayada de hambre, se dió un largo baño, haciéndo libre uso de todos los artículos de tocador de Dallie. Entonces mirando fijamente los cinco dólares que Dallie le había dejado para comida, los cogió y se dispuso a tomar una de las decisiones más difíciles de su vida.
En la mano llevaba una pequeña bolsa de papel conteniendo dos bragas baratas de nylon, un tubito de rímel económico, la botella más pequeña de quitaesmalte que pudo encontrar, y un paquete de limas de uñas. Con los pocos centavos que le quedaron, había comprado el único alimento que se pudo proporcionar, una chocolatina Milky Way.
Podía sentir el agradable peso de todo lo que llevaba en la bolsa. Le hubiera gustado comer de verdad, pollo, arroz silvestre, un montón de ensalada de pasta verde con aliño de queso azul, una porción de bizcocho de trufa, pero necesitaba bragas, rímel y arreglarse esas uñas vergonzosas. Según iba andando por la carretera hasta el motel, pensaba en todo el dinero que había despilfarrado con el paso de los años.
Zapatos de cien dólares, vestidos de mil dólares, dinero volando cuando entregaba sus tarjetas de crédito con las puntas de los dedos como un ilusionista. Por el precio de lo que le costaba una bufanda sencilla de seda, ahora podría haber comido como una reina.
Pero ahora no tenía ese dinero, y tenía algo de comer, humilde, pero algo de comer. Al lado del motel, había un árbol que daba sombra, y al lado una vieja y oxidada silla de jardín. Se sentaría en esa silla, gozaría del calor de la tarde, y se comería la chocolatina bocado por bocado, saboreándola para hacerla durar. Pero primero tenía que deshacerse del gato.
– Márchate! -silbó, dando un fuerte pisotón en el asfalto al lado del gato. Él inclinó su cabeza pero se mantuvo firme-. Lárgate, eres un mal bicho, y búscate otra persona para molestar.
Como el animal no se movía, expulsó el aliento con repugnancía y se encaminó hacia la silla. El gato la siguió. Lo ignoró, negándose a permitir que ese feo animal arruinara su placer con el primer alimento que comía desde el sábado por la tarde.
Lanzó lejos sus sandalias cuando se sentó, se refrescó las plantas de los pies en el césped mientras buscaba en la bolsa la chocolatina. Era tan preciosa como un lingote de oro en sus manos.
Con cuidado al desenvolverla, pegó el dedo para recoger unas pocas astillas errantes de chocolate que se habían caido de la envoltura en su vaqueros.
Ambrosía.
Deslizó la esquinita de la barra en la boca, hundió los dientes en el chocolate y en el turrón. Mientras masticaba, supo que nunca había probado nada tan maravilloso en su vida. Tuvo que forzarse a tomar otro mordisco pequeño en vez de metérsela entera en la boca.
El gato emitió un sonido profundo y áspero, y Francesca adivinó que era una pervertida forma de maullar.
Estaba parado al lado del tronco del árbol, mirándola por su ojo bueno.
– Vete olvidando, bestia. Lo necesito yo más que tú -dió otro mordisco-. No me gustan los animales, así que deja de mirarme tan fijamente. No le tengo cariño a nada que tenga patas y no sepa limpiar.
El animal no se movió. Ella advirtió sus costillas marcadas, el deslustre de su piel. ¿Era su imaginación o presentía una cierta resignación triste en esa cara fea y tuerto? Dió otro mordisco pequeño.
Era el chocolate más bueno que había probado nunca. ¡Si no supiera lo terribles que eran las punzadas de hambre!
– ¡Maldita sea tu estampa! -sacó lo último que quedaba de la barra, lo rompió en trocitos, y los puso encima del envoltorio. Cuando lo puso todo en el suelo, miró al gato de forma fulminante-. Espero que estés satisfecho, gato miserable.
El gato fue andado hacía la silla, bajó la cabeza hacía el chocolate, y se lo comió todo como si la hiciera un favor.
Dallie volvió del campo después de las siete esa noche. Para entonces ella se había reparado las uñas, contado los ladrillos en las paredes del cuarto, y se leyó el Génesis. Cuándo él entró por la puerta, estaba tan desesperada por tener compañía humana que se levantó de un salto de la silla, refrénandose en el último momento para no echarse en sus brazos.
– He visto ahí fuera el gato más feo de toda América -dijo él, tirando las llaves encima de la mesa.
– Maldición, odio los gatos. Son los únicos animales que no puedo soportar -como en ese momento, Francesca tampoco era demasiado cariñosa de la misma especie, no ofreció ningún argumento-.Toma.Te he traído algo de cena.
Ella dejó salir un pequeño grito cuando cogió la bolsa y la abrió.
– ¡Una hamburguesa! Ah, Dios.. ¡Patatas, maravillosas patatas fritas! Te adoro.
Sacó las patatas fritas y se metió inmediatamente dos en la boca.
– Santo Dios, Francie, no tienes que actuar como si estuvieras muerta de hambre. Te dejé dinero para almorzar.
Sacó unas mudas de su maleta y desapareció en el cuarto de baño para darse una ducha.
Cuando volvió con su uniforme de costumbre de vaqueros y camiseta, ella había apaciguado su hambre pero no su deseo de compañía. Sin embargo, vio con alarma que se preparaba para salir otra vez.
– ¿Vuelves a marcharte?
El se sentó en el borde de la cama y se puso las botas. -Skeet y yo tenemos una cita con un tipo llamado Pearl.
– ¿Ahora, de noche?
El se rió entre dientes.
– El Sr. Pearl tiene un horario muy flexible.
Ella tenía la sensación que se había perdido algo, pero no podía imaginarse qué. Empujando a un lado los envoltorios de la comida, se puso de pie.
– ¿Podría ir contigo, Dallie? Puedo sentarme en el coche mientras tienes tu cita.
– No lo creo, Francie. Esta clase de reunión puede llevarme a veces hasta la madrugada.
– No me importa. Realmente no me importa -se odiaba por presionarlo, pero pensaba que se volvería loca si pasaba más tiempo sola en ese cuarto.
– Lo siento, Pantalones de Lujo -metió la cartera en el bolsillo trasero de sus vaqueros.
– ¡No me llames así! ¡ Lo odio! -él levantó una ceja en su dirección, y ella cambió de tema rápidamente-. Me dices algo del torneo de golf. ¿Cómo lo has hecho?
– Hoy era apenas una ronda de calentamiento. El Pro-Am del miercóles, pero el verdadero torneo no empieza hasta el jueves. ¿Has hecho algún progreso para agarrar a Nicky?
Ella negó con la cabeza, no estaba ansiosa de tocar ese tema en particular.
– ¿Cuánto podrías ganar si vencieras este torneo?
Él cogió su gorra y se la puso en la cabeza, con una bandera americana en la frente.
– Acerca de unos diez mil. Esto no es mucho para un torneo, pero el club es de un amigo mío, así que juego todos los años.
Una cantidad que ella habría considerado ínfima un año antes le parecía de repente una fortuna.
– Pero eso es maravilloso. ¡Diez mil dólares! Simplemente tienes que ganar, Dallie.
El la miró con curiosidad.
– ¿Y eso por qué?
– Porqué, así puedes tener el dinero, por supuesto.
El se encogió de hombros.
– Teniendo el Riviera en condiciones, no me preocupa demasiado el dinero, Francie.
– Eso es ridículo. Todos tienen interés en el dinero.
– Yo no -salió por la puerta y casi al momento reapareció-. ¿Que hace esa envoltura fuera, Francie? ¿No has estado alimentando a ese gato feo, verdad?
– No seas ridículo. Detesto los gatos.
– Esa es la primera cosa sensata que te he oído decir desde que te encontré -le hizo un gesto mínimo con la cabeza, y cerró la puerta. Ella pateó la silla de escritorio con el dedo de su sandalia y empezó una vez más contar los ladrillos.
– ¡Perl es una cerveza! -gritó ella cinco noches más tarde cuándo Dallie volvió por la tarde de jugar la ronda semifinal del torneo. Le puso el brillante anuncio de la revista en su cara-. Todas estas noches cuando me dejabas en este agujero perdido de la mano de Dios con nada más que la televisión para hacerme compañía, te marchabas a un sórdido bar a beber cerveza.
Skeet los miraba desde el rincón.
– Te levantas demasiado temprano para compartir habitación con la Señorita Fran-ches-ka. No deberías dejar tus viejas revistas por ahí tiradas, Dallie.
Dallie se encogió de hombros y frotó un músculo dolorido en su brazo izquierdo.
– ¿Quién hubiera imaginado que sabía leer?
Skeet rió entre dientes y dejó el cuarto. Se sintió herida por el comentario de Dallie. Los incómodos recuerdos de las observaciones poco amables que ella hacía a sus conocidos, observaciones que habían parecido ingeniosas en esa época, pero que ahora le parecian meramente crueles.
– Piensas que soy terriblemente, tonta, no? -susurró-. Disfrutas haciéndome bromas que no entiendo y dolorosas referencias a mi pasado. No tienes ni siquiera la cortesía de ridiculizarme a mis espaldas; te burlas de mí en mi propia cara.
Dallie desabrochó su camisa.
– Santo Dios, Francie, no hagas un drama de todo esto.
Ella se desplomó en el borde de la cama. El no la había mirado… ni una vez desde que había entrado en el cuarto, ni siquiera cuando hablaba con ella. Ella llegaría a ser invisible para él… asexual e invisible. Su temor de que le pidiera que se acostara con él a cambio de compartir el cuarto ahora le parecía ridículo.
Ella no le atraía nada. Actuaba como si ella no estuviera. Cuando se quitó la camisa, ella miró fijamente su pecho, levemente cubierto de vello y bien musculado. La nube de la depresión que la había estado siguiendo por días se ponía más negra.
El se quitó su camisa y la tiró en la cama.
– Escucha, Francie, no te gustaría la clase de lugares que Skeet y yo frecuentamos. No hay manteles, y todos los alimentos son fritos.
Ella pensó en el Blue Choctaw y supo que no la estaba mintiendo. Entonces miró a la pantalla encendida de la televisión dónde empezaba algo llamado "El sueño de Jeannie" por segunda vez ese día.
– No me importa, Dallie. Me encantan la comida frita, y los manteles de hilo están pasados de moda de todos modos. Incluso el año pasado mi madre hizo una fiesta para Nureyev y utilizó manteles individuales.
– Apuesto a que no tenían un mapa de Louisiana pintado en ellos.
– No creo que Porthault haga mapas.
Él suspiró y se rascó el pecho. ¿Por qué no la miraría él?
– Era un chiste, Dallie. Puedo contar chistes, también.
– No te enfades, Francie, pero tus chistes no son demasiado graciosos.
– Lo son para mí. Lo serían para mis amigos.
– ¿Sí? Bien, eso es otra cosa. Tenemos gustos diferentes en amigos, y sé que no te gustarían mis compañeros de copas. Algunos de ellos son golfistas, otros son locales, la mayoría de ellos no dice a menudo cosas como 'esta ropa es de'. No son personas que te gustarían.
– Seré totalmente honesta -dijo, mirando hacia la pantalla de la televisión -cualquiera que no duerma con una botella me gusta.
Dallie sonrió y desapareció en el cuarto de baño para tomar su ducha. Diez minutos más tarde, la puerta se abrió de repente y entró en el dormitorio con una toalla anudada alrededor de las caderas y la cara roja bajo su bronceado.
– Por qué está el cepillo de dientes mojado? -rugió, sacudiendo la prueba del delito delante de su cara.
Su deseo se había realizado. Él la miraba ahora, fijamente, con todo su interés… y no le gustaba esa mirada. Ella le miró fijamente y se metió el labio inferior entre los dientes en una expresión que esperaba no pareciera demasiado culpable.
– Lo siento mucho, pero lo tuve que coger prestado.
– ¡Lo cogiste prestado! Esa es la cosa más repugnante que he oído jamás.
– Sí, bueno es que parece que yo he perdido el mio, y yo…
– ¡Lo cogiste prestado! -Ella se echó hacía atrás cuando vio como empezaba a gritar-. ¡ No estamos hablando de pedir una taza de azúcar, hermana! ¡Hablamos acerca de un maldito cepillo de dientes, el objeto más personal que una persona puede tener!
– Lo he estado desinfectando.
– Lo has estado desinfectando -repitió siniestramente-. Eso implica que no ha sido una única vez. Eso implica que tenemos una historia de uso prolongado.
– No realmente. Si acaso, unos pocos días.
Le tiró el cepillo de dientes, golpeándola en el brazo.
– ¡Cógelo! ¡Toma la jodida cosa! ¡He ignorado el hecho que te pones mis ropas, que usas mi navaja, que no pones el tapón a mi desodorante! He ignorado el lío que haces alrededor de este lugar, pero maldita sea, no ignoraré esto.
Ella se dio cuenta entonces que estaba sinceramente enojado con ella, y con eso, sin querer, ella había dado un paso sobre alguna línea invisible.
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