– Oh, chico -murmuró Dallie.

Ella no le hizo caso. Dobló un brazo en el borde de la mesa y compuso su mejor sonrisa deslumbrante del tipo espera-a-oír-esto.

– Un amigo de mi madre había abierto un nuevo y encantador alojamiento cerca de Nairobi…-empezó. Cuándo vio una vaga vacuidad en varias caras, puntualizó-. Nairobi… en Kenia. Africa. Un grupo de amigos volamos hacía allí para pasar una semana. Era un lugar super. Una larga y encantadora galería daba a una hermosa piscina, y nos sirvieron el mejor ponche que podaís imaginaros.

Trazó con gestos elegantes con las manos una piscina y una fuente de ponche.

– El segundo día allí, algunos de nosotros nos montamos en un Land Rover y nos marchamos fuera de la ciudad con nuestras cámaras a tomar unas fotos. Hacía más o menos una hora que llevabamos viajando cuando el conductor tomó una curva, no iba demasiado rápido, realmente… y un ridículo jabalí saltó delante de nosotros.

Se detuvo para dar efecto.

– Bien, hubo un ruido tremendo cuando el Land Rover golpeó a la pobre criatura y la dejó tirada en la carretera. Todos saltamos fuera, por supuesto, y uno de los hombres, un violonchelista francés realmente odioso llamado Raoul.

Hizo girar sus ojos para que entendieran que tipo de persona era ese tan Raoul…

– Trajo su cámara con él y tomó una fotografía de aquel pobre y feo animalejo en la carretera. ¡Entonces, no recuerdo muy bien como, pero mi madre le dijo a Raoul, "Sería graciosísimo si le hicieras una foto con la chaqueta de Gucci!.

Francesca se rió recordando.

– Naturalmente, todos pensaron que sería divertído, y como no había sangre en el animalejo para arruinar la chaqueta, Raoul accedió. Así que, él y otros dos le pusieron la chaqueta al bicho. Era espantosamente insensible, por supuesto, pero todos se rieron con la imagen de ese pobre animalejo muerto en esa maravillosa chaqueta de Gucci.

Fue imprecisamente consciente del silencio que de repente se hizo en la mesa, junto con las expresiones de incredulidad de todos ellos.

Su falta de respuestas le provocó la necesidad de hacer que les gustara su historia, que les gustara ella. Su voz creció más animada, intentando ser más descriptiva.

– Estabamos todos allí, de pie en la carretera mirando hacía la pobre criatura. Cuando…

Se detuvo por un momento, se cogió el labio inferior con los dientes, para hacer más efecto, y siguió:

– Apenas cuando Raoul levantó su cámara para tomar la foto, el animalejo se puso de pie, se sacudió, y corrió hacía los árboles.

Se rió triunfalmente, inclinando la cabeza a un lado, esperando que se unieran a ella.

Todos sonrieron cortésmente.

Su propia risa se desinfló cuando se dio cuenta de que la habían malinterpretado.

– No lo veís? -exclamó con un toque de desesperación-. ¡En algún lugar de Kenia hay un pobre jabalí cojo corriendo por los cotos de caza vestido de Gucci!

La voz de Dallie finalmente flotó por encima del silencio que había caído irreparablemente.

– Sí, está bien tu historia, Francie. ¿Qué dices de bailar conmigo?

Antes de que pudiera protestar, la agarró firmemente del brazo y la llevó a un pequeño cuadrado de linóleo delante de la máquina de discos. Cuando comenzó a moverse al compás de la música, le dijo suavemente:

– Una regla general para convivir con gente normal, Francie, nunca termines una frase con la palabra 'Gucci.'

Su pecho pareció llenarse de una pesadez terrible. Había querido hacerlos como ella, y sólo había hecho una tonta de ella misma.

Había contado una historia que no habían encontrado graciosa, una historia que viéndola ahora con otros ojos, nunca debería haber contado.

Su serenidad estaba pendiendo de un hilo muy fino, y ahora se rompió.

– Perdona -dijo, con una voz que le sonó ronca.

Antes que Dallie tratara de detenerla, comenzó a andar por el laberinto de mesas y abrió la puerta mosquitera.

Fue invadida por el aire fresco, un olor húmedo de la noche mezclado con el olor de gasóleo, del alquitrán, y de la comida frita de la cocina de dentro. Tropezó, todavía mareada por el vino, y se estabilizó inclinando contra el lado de una camioneta con las llantas llenas de barro y un anaquel de fusiles en la parte trasera.

Oía los acordes de "Behind Closed Doors" que sonaba en la máquina de discos.

¿Qué sucedía? Recordaba lo mucho que se había reído Nicky cuando le contó la anécdota del jabalí, cómo Cissy Kavendish había llorado de risa enjugándose las lágrimas con un pañuelo de Nigel MacAllister.

Una tremenda ola de morriña la invadió. Había intentado localizar de nuevo a Nicky otra vez hoy por teléfono, pero no había contestado nadie, ni siquiera la criada. Trató de imaginarse a Nicky sentado en el Cajún Bar & Grill, y no lo consiguió. Entonces trató de imaginarse sentada a la mesa Hepplewhite, cenando en el salón de Nicky, y llevando las esmeraldas de la familia Gwynwyck, y eso lo veía sin problema.

Pero cuando se imaginó quién estaba al otro lado de la mesa, el lugar donde debería estar Nicky, vio a Dallie Beaudine en su lugar. Dallie, con sus vaqueros desteñidos, con sus camisetas demasiado ajustadas, y con la cara de estrella de cine, mirándola por encima de la mesa de comedor siglo XVIII de Nicky Gwynwyck.

La puerta mosquitera sonó, y Dallie salió. Llegó a su lado y le tendió su bolso.

– Hey, Francie.

– Hey, Dallie -cogió el bolso y miró al cielo de la noche salpicado de estrellas.

– Te has portado realmente bien ahí dentro.

Su risa sonó suave y amarga.

El se puso un palillo de dientes en el rincón de la boca.

– No, te lo digo de verdad. Una vez que te has dado cuenta que has hecho el burro, has reaccionado con gran dignidad. Nada de escenas en la pista de baile, apenas una silenciosa salida. Estaban todos realmente impresionados. Me han pedido que te diga que vuelvas.

– De eso nada -dijo ella en tono de mofa.

El rió entre dientes, y la puerta mosquitera se abrió y apareciendo dos hombres.

– Hey, Dallie -lo saludaron.

– Hey, K.C., Charlie.

Los hombres subieron a un Jeep Cherokee y Dallie se volvió hacía ella.

– Creo, Francie, que me vas gustando algo más. Creo que eres todavía como un dolor de muelas, y que no eres mi tipo de mujer en absoluto, pero tengo que reconocer que tienes tus momentos. Querías divertir a la gente con ese cuento del jabalí. Me gustó la forma que tuviste de terminar la historia, a pesar que era obvio que te estabas cavando una fosa bien profunda.

Un estrépito de platos sonó dentro cuando en la máquina de discos sonaban las últimas estrofas de "Behind Closed Doors". Ella removió con el tacón de su sandalia la grava.

– Quiero ir a casa -dijo bruscamente-. Odio esto. Quiero volver a Inglaterra donde entiendo las cosas. Quiero mi ropa y mi casa y mi Aston Martin. Quiero tener dinero otra vez y a los amigos que me quieren.

Quería a su madre, también, pero no lo dijo.

– ¿Estás realmente asustada, no es verdad?

– ¿No lo estarías tú si estuvieras en mi lugar?

– Eso es decir mucho. No puedo imaginarme ser feliz llevando ese tipo de vida tuya tan sibarita.

Ella no sabía exactamente que significaba eso de "sibarita", pero en general sabía a que se refería, y la irritó que alguien cuya gramática hablada podía ser descrita caritativamente como de calidad inferior utilizara una palabra que ella no entendía del todo.

El puso el codo en el lado del retrovisor.

– Dime algo, Francie. ¿Tienes algo remotamente parecido a un plan para hacer en la vida dentro de esa cabecita tuya?

– Pienso casarse con Nicky, por supuesto. Ya te lo he dicho -¿por qué se sentía tan deprimida de pensarlo?

El se sacó el palillo de dientes y lo tiró lejos.

– Aw, vamos suéltalo, Francie. Tienes las mismas ganas de casarte con Nicky que de tener el pelo sucio y desgreñado.

Se encaró con él.

– ¡No tengo mucha elección en el asunto, creo, desde que no tengo ni dos chelines para hacerse compañía!Tengo que casarme.

Vio como él abría la boca, preparado para arrojar fuera otro de sus tópicos odiosos de clase baja, y lo cortó.

– ¡No lo digas, Dallie! Algunas personas están en el mundo para ganar dinero y otras para gastarlo, y yo estoy en éste último. Para ser brutalmente honesta, no tengo la más mínima idea de cómo mantenerme. Ya has visto lo que me ha pasado cuando traté de ser actriz, y soy demasiado baja para ganarme la vida de modelo de pasarela. Si tengo que elegir entre trabajar en una fábrica o casarme con Nicky Gwynwyck, puedes tener bien claro qué eligiré.

Él pensó en esto durante un momento y dijo:

– Si puedo hacer dos o tres birdies mañana, conseguiré bastante dinero. ¿Quieres que te compre un billete de avión a Inglaterra?

Lo miró parado tan cerca a ella, los brazos cruzados en el pecho, sólo visible esa boca fabulosa bajo la visera de su gorra.

– ¿Harías eso por mí?

– Ya te dije, Francie. Mientras tenga el depósito del coche lleno de gasolina y pueda pagar las facturas de los moteles, el dinero no significa nada a mí. No soy materialista. Para serte sincero, aunque me considero un verdadero patriota americano, soy bastante parecido a un marxista.

Ella se rió de eso, una reacción que le dijo claramente que no gastaba demasiado tiempo en su compañía.

– Estoy agradecida por la oferta, Dallie, pero a pesar de que adoraría volver, necesito permanecer en América un poco más de tiempo. No puedo volver a Londres así. Tú no conoces a mis amigos. Se lo pasarían en grande hablando sin parar de mi transformación en una indigente.

El se recostó contra la camioneta.

– Que amigos más agradables has dejado allí, Francie.

Sintió como si él hubiera golpeado con sus nudillos sobre una fibra sensible dentro de ella, una fibra que nunca se había permitido saber que tenía.

– Vuelve dentro -dijo -voy a quedarme aquí fuera un ratito.

– Creo que no.

El giró su cuerpo hacia ella, para que su camiseta le rozara el brazo. Una luz amarilla salía por la puerta mosquitera y lanzó una sombra inclinada a través de su cara, cambiando sutilmente sus facciones, haciéndolo parecer más viejo pero no menos espléndido.

– Creo que me gustaría que tú y yo hiciéramos algo más interesante esta noche, ¿te parece?

Sus palabras produjeron un revoloteo incómodo en el estómago, pero su timidez en ese aspecto era tan parte de ella como los pómulos de Serritella.

Aunque una parte de ella quisiera salir corriendo y esconderse en los servicios del Cajún Bar & Grill, dijo con una sonrisa inocente e inquisitiva.

– ¿Ah? ¿Y de que se trata?

– ¿Un pequeño revolcón, tal vez? -su boca se transformó en una sonrisa lenta, atractiva-. ¿Por qué no te subes al asiento del Riviera y nos ponemos en camino?

No quería subir al asiento delantero del Riviera.

O quizá sí quería.

Dallie le producía unos sentimientos poco familiares a su cuerpo, una sensación que hubiera estado feliz de aceptar si ella fuera una mujer que disfrutara con el sexo, una de esas mujeres que no tenía inconveniente en liarse con alguien y tener el sudor de otra persona sobre su cuerpo.

Todavía, incluso si quisiera, apenas podría retirarse ahora sin parecer una tonta. Cuando se dirigió hacia el coche y abrió la puerta, trató de convencerse de que si ella no sudaba, un hombre tan magnífico como Dallie puede que apenas lo hiciera.

Miró como él se dirigía a su puerta del Riviera, silbando de forma poco melodiosa y sacando las llaves de su bolsillo de atrás. No parecía en absoluto preocupado. No había ningún pavoneo de macho en su zancada, nada del engreimiento que había advertido en el escultor de Marrakech antes de que la llevara a la cama.

Dallie actuaba de forma casual, como si acostárse con ella fuera algo cotidiano, como si no fuera importante, como si ella fuera uno más de los miles de cuerpos femeninos que hubiera tenido.

El entró en el Riviera, puso el motor en marcha, y empezó a juguetear con el dial de la radio.

– ¿Quieres música country, Francie, o algo más movidito? Maldición. Me he olvidado de dar a Stoney ese pase para mañana como le prometí-.

Abrió la puerta.

– Regresaré en un minuto.

Ella lo miró andar a través del parking y advirtió que él todavía no se movía con nada de prisa. La puerta mosquitera se abrió y los golfistas salieron. Se paró y habló con ellos, metiendo un pulgar en el bolsillo trasero de sus vaqueros.

Uno de los golfistas dibujó un arco imaginario en el aire, y después un segundo dibujo. Dallie sacudió la cabeza, haciendo una especie de simulación del swing, y otra especie de arco imaginario con los brazos.

Ella se desplomó con desánimo en el asiento. Dallie Beaudine ciertamente no se parecía a un hombre consumido por una pasión desenfrenada.