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La atractiva rubia que recibía la atención de Nita en el salón de esa tarde hablaba español, su acento sorprendentemente común en 1947. Chloe siguió la conversación con la mitad de su atención y dedicó la otra mitad a estudiar las modelos de talle fino que desfilaban por el centro del salón enseñando los últimos diseños de Nita.

¿Por qué no podría ser ella delgada y alta como esas modelos? Se preguntaba Chloe. ¿Por qué no podía ser ella exactamente como su madre, especialmente ya que tenían el mismo pelo negro, los mismos ojos verdes? Si solamente ella fuera hermosa, pensaba Chloe, quizá su madre dejaría de mirarla con tanta repugnancia.

Por centésima vez se prometió renunciar a los pasteles para poder ganar la aprobación de su madre… y por centésima vez, sentía ese hundimiento incómodo, esa sensación en el estómago que le decía que no tenía suficiente fuerza de voluntad. Al lado de la fuerza absorbente de Nita, Chloe se sentía como un soplo de polvo.

La rubia de repente dejó de mirar el dibujo que estaba estudiando, sus ojos castaños líquidos observaron a Chloe. En su acento español curiosamente duro, comentó

– Dentro de poco tiempo será una gran belleza. Se parece a usted.

Nita echó un vistazo a Chloe ocultando ese desdén enfermizo.

– No veo ningúna semejanza, señora. Y ella nunca será una belleza hasta que aprenda a empujar bien lejos su tenedor.

La clienta de Nita levantó una mano compensada hacia abajo con varios anillos chillones e hizo gestos hacia Chloe.

– Ven aquí, querida. Ven y da un beso a Evita.

Por un momento Chloe no se movió mientras trataba de absorber lo que la mujer había dicho. Entonces se levantó con indecisión de su silla y cruzó el salón, de manera vergonzosa enseñando las pantorrillas gorditas que mostraba bajo el dobladillo de su falda del verano de algodón. Cuándo alcanzó a la mujer, se inclinó y depositó un beso de compromiso pero sin embargo agradecido en la mejilla suavemente fragante de Eva Perón.

– ¡Ramera fascista! -Nita Serritella silbó más tarde, cuando la Primera Dama de Argentina salió por las puertas principales del salón. Se colocó una boquilla de ébano entre los labios para retirarlo bruscamente, dejando una mancha escarlata en el borde.

– ¡Se me revuelven las entrañas al tocarla! Todos saben que no hay un nazi en Europa que no pueda encontrar refugio con Perón y sus compinches en Argentina.

Los recuerdos de la ocupación alemana de París estaban todavía frescos en la mente de Nita, y no sentía nada más que desprecio por los partidarios nazis. Aunque, era una mujer práctica, y Chloe sabía que su madre no veía sentido en despreciar el dinero de Eva Perón, por ensangrentado que estuviera, de la calle de la Paix a la avenida Montaigne, dónde reinaba la casa Dior.

Tras aquello, Chloe guardó fotografías de Eva Perón de los periódicos y las pegaba en un álbum de recortes de pastas rojas. Siempre que las críticas de Nita llegaban a hacerla realmente daño, Chloe miraba las fotos, con alguna mancha ocasional de chocolate en las páginas cuando recordaba cómo Eva Perón le había dicho que sería una gran belleza algún día.

El invierno de sus catorce años, su grasa milagrosamente desapareció junto con los dientes de leche, y los huesos legendarios de Serritella finalmente se definieron. Se pasaba horas mirándose en el espejo, embelesada por la imagen alta y delgada delante de ella.

Ahora, se decía, todo será diferente. Desde que ella podía recordar,siempre se había sentido como una paria en la escuela, pero de repente se encontró en el interior del círculo. No entendía por que las otras chicas ahora se sentían atraídas por su nuevo aire de confianza en sí misma, además de su estrecha cintura. Para Chloe Serritella, la belleza significó la aceptación.

Nita pareció complacida con su pérdida de peso, así que cuándo Chloe fue a casa a París para sus vacaciones de verano, encontró el valor para mostrar sus dibujos a su madre, de algunos vestidos que había diseñado con la esperanza de algún día llegar a ser una couturiere ella misma.

Nita ordenó los dibujos en su mesa de trabajo, cogió un cigarrillo, y diseccionó cada uno con el ojo crítico que la había hecho un gran diseñadora.

– Esta línea es ridícula. Y la proporción es desastrosa. ¿Ves cómo has arruinado éste con demasiados detalles? ¿Dónde está tu ojo, Chloe? ¿Dónde está tu ojo?

Chloe arrebató los dibujos de la mesa y nunca trató de dibujar otra vez.

Cuándo volvió a la escuela, Chloe se dedicó a llegar a ser más bonita, más ingeniosa, y más popular que cualquiera de sus compañeras de clase, determinó que nadie sospecharía jamás que una chica gorda difícil vivía todavía dentro de ella.

Aprendió a dramatizar los acontecimientos más triviales del día a día con gestos grandes y suspiros pródigos hasta que todo lo que hacía parecía más importante que algo que los demás pudieran hacer. Gradualmente aún la ocurrencia más mundana en la vida de Chloe Serritella llegó a estar cargada de gran drama.

Con dieciséis años, ofreció su virginidad al hermano de un amigo en un belvedere frente al Lago Lucerna. La experiencía fue difícil e incómoda, pero el sexo hizo a Chloe sentirse delgada. Conjuró rápidamente a su mente para probar el sexo otra vez, pero con alguien con más experiencia.

En la primavera de 1953, cuándo Chloe tenía dieciocho años, Nita murió inesperadamente de un reventón de apéndice. Chloe se sintió aturdida y silenciosa en el funeral de su madre, entumecida también al entender que la intensidad de su pena no era tanto por la muerte de su madre como del sentimiento que nunca tuvo a una madre del todo.

Atemorizada de estar sola, tropezó en la cama de un aristócrata rico más de cuarenta años mayor que ella. Él la proporcionó un refugio temporal y seis meses después la ayudó a vender el salón de su madre por una cifra astronómica de dinero.

El conde volvió finalmente con su esposa y Chloe se dispuso a vivir de su herencia. Era joven, rica, y sin familia, y atrajo rápidamente a los jovenes indolentes que tejieron los hilos dorados para atraerla a la tela de la sociedad internacional.

Llegó a sentirse como un recaudador, acostándose con unos y otros cuando buscaba el hombre que la daría el amor incondicional que nunca había recibido de su madre, el hombre que la haría terminar con su sentimiento de una chica gorda infeliz.

Jonathan Day "Jack el Negro" entró en su vida sentado enfrente en una mesa de la ruleta en un club de apuestas de Berkeley. Jack Day,"Negro" recibía su apodo además de por su belleza morena, por su inclinación a los juegos de riesgo. Con veinticinco años, ya había destruido tres coches deportivos de gran cilindrada y un número apreciablemente más grande de mujeres.

Un playboy americano malvadamente guapo, de Chicago, con pelo castaño que caía en un lio revoltoso sobre la frente, un bigote picaresco, y un handicap de siete en el polo. En muchos sentidos él no era diferente de los otros jovenes hedonistas que habían llegado a ser tantos en una parte de la vida de Chloe; él bebía ginebra, llevaba trajes exquisitos hechos a medida, y cambiaba de juego todas las temporadas.

Pero los otros hombres carecían de lo que a Jack Day tenía en exceso, su habilidad de arriesgarlo todo, como la fortuna que había heredado en Ferrocarriles Americanos, en una sola vuelta de la rueda.

Completamente consciente de sus ojos sobre ella y sobre la rueda de la ruleta que giraba, Chloe miró la bola pequeña del marfil como daba vueltas del rojo al negro y al rojo otra vez antes de pararse finalmente en el 17 negro. Se permitió levantar la mirada y se encontró a Jack Day que la miraba por encima de la mesa. El sonrió, arrugando el bigote.

Ella sonrió también, segura de su apariencia inmejorable con el vestido de color gris plata de Jacques Fath de raso y tul que acentuaban los puntos culminantes de su pelo oscuro, la palidez de su piel, y de las profundidades verdes de sus ojos.

– Esta noche pareces ganar siempre -dijo ella-. Siempre eres así de afortunado?

– No siempre -contestó él -¿Y tú?

– ¿Yo? -Ella emitió uno de sus muchos suspiros dramáticos-. He perdido todo esta noche. Je suis miserable. Nunca soy afortunada.

El retiró un cigarrillo de un cenicero de plata mientras sus ojos arrastraban un sendero descuidado sobre su cuerpo.

– Por supuesto que tienes suerte. ¿Acabas de encontrarme, no es verdad? Y te llevaré a tu casa esta noche.

Chloe estaba intrigada y sorprendida por su audacia, y la mano se cerró instintivamente alrededor del borde de la mesa como apoyo. Sentía como si sus ojos deslustrados de plata se fundieran por su vestido y quemaran recreándose en las curvas de su cuerpo. Sin ser capaz de definir exactamente quién era Jack "Negro", presintió que sólo la mujer más excepcional podría ganar el corazón de este hombre supremamente confiado, y si ella era esa mujer, podría dejar de preocuparse por la chica gorda en su interior.

Pero a pesar de todo, Chloe se contuvo. En el año que hacía desde la muerte de su madre, se había vuelto tremendamente suspicaz sobre los hombres que se acercaban a ella. Había observado el brillo imprudente en sus ojos cuando la bola de marfil sonaba al girar por las casillas de la ruleta, y sospechó que él no valoraría en su medida lo que obtuviera fácilmente.

– Perdón -contestó con serenidad-.Tengo otros planes. Antes de que él pudiera responder, ella recogió su bolso y abandonó la sala.

Él telefoneó al día siguiente, pero ella dio órdenes a su criada de decir que estaba fuera. Lo volvió a ver jugando la siguiente semana, pero tras estar segura que él la había visto, se marchó antes que pudiera acercársele.

Los días pasaron, y ella se sorprendió al no dejar de pensar en el joven y guapo playboy de Chicago. Una vez más él telefoneó; una vez más ella se negó a contestar. Posteriormente esa misma noche lo vió en el teatro y le saludó con la cabeza de forma casual, una insinuación de una sonrisa, antes de que se marchara a su palco.

La siguiente vez que él telefoneó, cogió la llamada pero fingió que no recordaba quién era. El rió entre dientes secamente y le dijo:

– Voy a recogerte en media hora, Chloe Serritella. Si no estás lista, no te volveré a llamar nunca más.

– ¿Media hora? No creo que sea posible -pero él ya había colgado.

La mano comenzó a temblarle cuando colgó el receptor. En su mente vió una ruleta girando, la bola de marfil saltando del rojo al negro, del negro al rojo, en este juego que ellos jugaban. Con manos temblorosas, se vistió con un vestido blanco de lana con puños de ocelote, completando el atuendo un sombrero pequeño sobrepasado por un velo de la ilusión.

Abrió la puerta exactamente media hora más tarde.

Él la condujo a través del patio a un deportivo Isotta-Fraschini rojo, que condujo por las calles de Knightsbridge a una velocidad endiablada utilizando sólo los dedos de su mano derecha en el volante. Ella lo miró con el rabillo del ojo, adorando el espeso pelo castaño que le caía tan descuidadamente sobre la frente tanto como el hecho que él era un americano ardiente en vez de algún aburrido europeo.

Finalmente se detuvo en un restaurante apartado donde le acariciaba la mano con la suya siempre que ella cogía su copa. Ella sentía dolor por la manera que le deseaba. Bajo la intensidad de esos ojos inquietos de plata, ella se sentía desenfrenadamente hermosa y esbelta tanto por dentro como por fuera.

Todo acerca de él la fascinaba…la manera de andar, el sonido de su voz, el olor de tabaco en su aliento. Jack Day era el último trofeo, la afirmación final de su propia belleza.

Cuando dejaron el restaurante, él la apretó contra el tronco de un árbol de sicomoro y le dio en la oscuridad un beso seductor. La abrazó y pasando sus brazos por su espalda, le agarró las nalgas.

– Te deseo -murmuró él en su boca abierta.

Su cuerpo estaba tan lleno de deseo que le causó un verdadero dolor negarse.

– Vas demasiado rápido, Jack. Necesito tiempo.

El sonrió y le pellizcó el mentón, como si estuviera complacido especialmente con lo bien que ella jugaba su juego; entonces le apretó los senos, soltándola en el momento que una pareja de edad avanzada salía del restaurante y miraba la escena. La llevó a casa, y la mantuvo entretenida con divertidas anécdotas y no dijo nada acerca de verla otra vez.

Dos días después cuando su criada anunció que él estaba al teléfono, Chloe sacudió la cabeza, negándose a tomar la llamada. Corrió a su cuarto y se lanzó llorando sobre la cama, temiendo que tal vez lo estaba presionando demasiado y él perdería su interés en ella.

La siguiente vez que lo vió en una apertura de galería, iba acompañado por una bella corista cogidos del brazo. Chloe fingió no verlos.