– ¿Qué es esto? -gimió de incredulidad-. Este material es de segunda mano. Esta no es carne de una virgen.
La llevó al sofá y la soltó bruscamente.
– Mierda. Ahora tendré que conformarme con una pizza.
Ella lo adoró y lo odió, y quiso abrazarlo tanto que saltó lejos el sofá y le dio un buen puñetazo en el brazo.
– ¡Ay! Oye, nada de violencia, hermana.
– ¡Nada de violencia, mi culo! ¿Que demonios te pasa, irrumpiendo aquí de esa manera? Sigues siendo un irresponsable. ¿Cuándo crecerás?
El no dijo nada; se quedó mirándola. El frágil buen humor entre ellos desapareció. Sus ojos de Rasputin miraron su vestido costoso y los elegantes zapatos que habían caído al suelo. Sacando un cigarrillo, lo encendió, todavía mirándola.
El siempre había tenido la habilidad de hacerla sentirse inadecuada, personalmente responsable de los pecados del mundo, pero se negaba a retorcerse en la desaprobación que llegó gradualmente a su expresión cuando él inspeccionó los artículos materiales de su mundo.
– Lo siento, Gerry. Quiero que te vayas.
– El viejo finalmente debe estar orgulloso de tí -dijo él apagadamente-. Su pequeña Naomi se ha vuelto una fina cerda capitalista, como todos ellos.
– No empieces.
– Nunca me dijiste como reaccionó cuando te casate con ese japonés -sonrió cinicamente-. Sólo mi hermana Naomi podría casarse con un japonés llamadoTony. Dios, que pais.
– La madre de Tony es americana. Y él es uno de los bioquímicos punteros del país. Su trabajo se ha publicado en sitios importantes… -terminó, dándose cuenta de que estaba defendiendo a un hombre que hacía mucho al que no quería. Esto era exactamente el tipo de cosas que Gerry hacía de ella.
Lentamente se volvió a encarar con él, tomando algún tiempo para estudiar su expresión más de cerca. La fatiga que pensaba había vislumbrado pareció de nuevo haberse asentado sobre él, y ella tuvo que recordarse que era meramente otra pose.
– ¿Estás otra vez en apuros, no?
Gerry se encogió de hombros.
El parecía realmente cansado, pensó, y ella era todavía hija de su madre.
– Ven a la cocina. Te prepararé algo de comer -aún con Cosacos arrancando la puerta de la casa, las mujeres en su familia harían que todos se sentaran a una cena de cinco platos.
Mientras Gerry fumaba, le hizo un bocadillo de rosbif, agregando una raja extra de queso suizo, de la manera que a él le gustaba, y dándole un plato de higos que había comprado para ella misma. Puso la comida delante de él y se llenó un vaso con vino para ella, mirando de reojo como comía.
Podía decir que tenía hambre, así como podía decir que él no quería que viera exactamente cuán hambriento estaba, y ella se preguntó cuánto tiempo hacía que no había hecho una comida decente. Las mujeres se introducían en las trincheras sólo para tener el honor de alimentar a Gerry Jaffe. Se imaginaba que todavía lo hacían, pues su hermano continuaba teniendo un gran atractivo sexual. La enfurecía ver cuán casualmente él trataba a las mujeres que se enamoraban de él.
Le hizo otro bocadillo, que él acabó tan eficientemente como se había comido el primero. Sentándose en el taburete junto a él, sentía una ola ilógica de orgullo. Su hermano había sido el mejor de todos, con el sentido del humor del cómico Abbie Hoffman, la disciplina de Tom Hayden, y la lengua llameante de Stokely Carmichael.
Pero ahora Gerry era un dinosaurio, un radical de los sesenta trasplantado a una época diferente. El atacaba misiles nucleares con un martillo y hablaba para gente que tenían sus oidos ocupados por los auriculares de sus Walkman de Sony.
– ¿Cuánto pagas por este lugar? -preguntó Gerry cuando arrugó su servilleta y se levantó para andar hacia el refrigerador.
– No es de tu incumbencia -se negó absolutamente a escuchar su conferencia sobre el número de niños hambrientos que podría alimentarse con el dinero de su alquiler mensual.
El sacó un cartón de leche y tomó un vaso de la alacena.
– ¿Cómo está Ma? -su pregunta era casual, pero a ella no la engañada.
– Tiene un pequeño problema con la artritis, pero a parte de eso, está bien -Gerry aclaró el vaso y lo puso en el primer anaquel de su lavaplatos. El siempre había sido más ordenado que ella-. Papá está bien, también -dijo, de repente incapaz de tolerar la idea de hacerlo preguntar-. Sabes que se jubiló el verano pasado.
– Sí, lo sé. ¿Alguna vez te preguntan por mi?
Naomi no podía contenerse. Se levantó del taburete y colocó la mejilla contra el brazo de su hermano.
– Sé que ellos piensan en tí, Ger -dijo suavemente-. Todo esto… ha sido duro para ellos.
– Yo pensaba que estarían orgullosos -dijo amargamente.
– Sus amigos hablan -contestó ella, sabiendo que excusa más ruin era.
El se levantó, la abrazó y se alejo rapidamente, volviendo a la salita de estar. Ella lo encontró parado junto a la ventana, apoyándose en el marco con una mano y un cigarrillo en la otra.
– Me dices para qué has venido, Gerry. ¿Qué quieres?
Por un momento él miró fijamente fuera el contorno de Manhattan. Entonces se puso el cigarrillo en el rincón de la boca, apretó las palmas de las manos en actitud de orar y le dijo con una triste sonrisa.
– Apenas un pequeño refugio, hermana. Apenas un pequeño refugio.
Dallie ganó el torneo de Lake Charles.
– Por supuesto que has ganado esta porquería -se quejaba Skeet cuando estaban ya de vuelta en la habitación del motel el domingo por la noche, con un bonito trofeo plateado y un cheque de diez mil dólares-. Este torneo es tan importante como ascender una colina de frijoles, así que, por supuesto, has jugado tu mejor golf de los últimos meses. ¿Por qué no puedes hacer este tipo de cosas en Firestone o en cualquier otro torneo que sea televisado, eh, puedes decirme por qué?
Francesca se quitó sus sandalias y se sentó en el borde de la cama. Sentía el cansancio en todos sus huesos. Había caminado los dieciocho hoyos del campo de golf para animar a Dallie así como para desalentar a cualquier secretaria petroquímica que quizás lo estuviera siguiendo también. Todo cambiaría para Dallie ahora que ella lo amaba, había decidido.
El empezaría a jugar para ella, de la manera que lo había hecho hoy, ganando torneos, ganando muchísimo dinero para mantenerlos. Hacía menos de un dia que eran amantes, así que ella sabía que fantasear con algo permanente era prematuro, pero no podía dejar de pensar en ello.
Dallie se sacó la camisa de golf de la cinturilla de sus pantalones grises anchos.
– Estoy cansado, Skeet, y me duelen las muñecas. ¿Te importa si dejamos esto para luego?
– Eso es lo que dices siempre. Pero no digas que lo dejamos para después, porque ese después nunca llegará. Tú pasas…
– ¡Para ya! -Francesca se levantó de un salto de la cama y se encaró con Skeet-. ¿Te marchas sólo, oyes? ¿No puedes ver lo cansado que está? Te comportas como si hubiera perdido el maldito torneo en vez de ganarlo. Ha estado magnífico.
– Bravo, dulzura -Skeet arrastró las palabras-. Pero este chico no ha jugado ni un cuarto de lo que podría, y él lo sabe mejor que nadie. ¿Por qué no te preocupas de cuidar tu maquillaje, Señorita Fran-chess-ka, y dejas que yo cuide de Dallie?
Abrió la puerta y dió un portazo cuando salió.
Francesca miró a Dallie.
– ¿Por qué no lo despides? Es imposible, Dallie. Te hace la vida más dificil.
El suspiró y se sacó la camisa por la cabeza.
– Déjalo, Francie.
– Ese hombre es tu empleado, y sin embargo actúa como si tú trabajaras para él. Necesitas poner fin a esto -miró como cojía una bolsa de papel de estraza y sacaba un paquete de seis latas de cerveza.
Bebía demasiado, ella se daba cuenta, aunque nunca pareciera mostrar los efectos de ello. Había visto también que tomaba unas píldoras que dudaba fueran vitaminas. Tan pronto como tuviera más tiempo, le persuadiría para dejar ambos vicios.
El tiró de la anilla de una lata y dió un trago.
– Meterte entre medias de Skeet y yo no es buena idea, Francie.
– No quiero meterme entre medias. Sólo quiero hacer las cosas más fáciles para tí.
– ¿Sí? Bien, olvídalo -terminó la cerveza de otro trago-. Tomaré una ducha.
No quería que se enojara con ella, así que curvó la boca en una sonrisa irresistiblemente atractiva.
– ¿Necesitas ayuda para enjabonarte la espalda?
– Estoy cansado -dijo con tono irritado-. Puedo yo sólo.
Se encaminó al cuarto de baño, siendo consciente de la mirada herida de sus ojos verdes.
Quitándose la ropa, abrió al máximo el grifo de agua caliente. El agua caía sobre el hombro dolorido. Cerró los ojos, y agachó la cabeza ante el chorro de agua, pensando en la mirada enferma de amor que había visto en la cara de Francesca. Debería haberse imaginado que empezaría a creerse que estaba enamorada de él. Un paquete innecesario.
Ella era exactamente el tipo de mujer que no podía ver más que su cara bonita. Maldita sea, debería haber dejado las cosas como estaban entre ellos, pero llevaban compartiendo la misma habitación una semana y su accesibilidad lo habían estado volviendo loco. ¿Que podía esperarse de él mismo? Además, después del estúpido cuento del jabalí africano aquella noche, sentía algo hacía ella.
Aún así, debería haber mantenido su bragueta cerrada. Ahora se adheriría a él como una cuerda de mala suerte, esperando corazones y flores y todo tipo de tonterías, ninguna de las cuales él tenía intención de dar.
No había manera, no cuando él tenía que volver a Wynette para Halloween, y no cuando podía pensar en una docena de mujeres que prefería antes que a ella. Además, aunque no tenía intención de decírselo, ella era una de las mujeres más hermosas que había visto nunca. Aunque sabía que era un error, sospechaba que volvería a llevarla a la cama antes que pasara mucho tiempo.
¿Eres un auténtico bastardo, no es verdad, Beaudine?
El Oso asomó en una esquina del cerebro de Dallie llevando un brillante aro de luz en la cabeza. El maldito Oso.
Eres un perdedor, amigo, le cuchicheó el Oso con esa voz plana y arrastrada del medioeste. Un perdedor a gran escala. Tu padre lo sabía y yo lo sé. Y la víspera de Halloween está a la vuelta de la esquina, por sí lo has olvidado…
Dallie golpeó el grifo de agua fría con el puño y ahogó momentaneamente al Oso.
Pero las cosas con Francesca no iban a ser fáciles, y al día siguiente su relación no mejoró cuando, apenas al otro lado de la frontera de Louisiana-Texas, Dallie empezó a quejarse acerca del ruido extraño que notaba en el motor del coche.
– Qué piensas que es? -le preguntó a Skeet-. Hace apenas unas semanas le hicieron una revisión del motor. Además, parece venir desde atrás. ¿No lo oyes?
Skeet estaba absorto leyendo un artículo acerca de Ann-Margret en el último número de la revista People y sacudió la cabeza.
– Quizá sea el tubo de escape -Dallie miró sobre el hombro a Francesca-. ¿Oyes algo cerca de ahí, Francie? ¿Algún tipo de ruido extraño?
– Yo no oigo nada -Francesca contestó rápidamente.
En ese momento un sonido de uñas arañando llenó el interior del Riviera. Skeet levantó rápidamente la cabeza.
– ¿Qué ha sido eso?
Dallie juró.
– Ya sé que es. Maldita sea, Francie. ¿Has metido contigo al horrible gato tuerto, no es verdad?
– Por favor Dallie, no te molestes -imploró-. No tenía intención de traerlo. Pero me siguió al coche y no pude hacerlo salir.
– ¡Por supuesto que te siguió! -le gritó Dallie desde el espejo retrovisor-. ¿Has estado dándole de comer, no? A pesar que te dije que no, has estado alimentando al condenado y feo gato.
Ella trató de hacerlo entender.
– Es qué… Es qué se le notan tanto las costillas y es difícil para mí comer cuando sé que él tiene hambre.
Skeet rió entre dientes en el asiento del pasajero y Dallie se volvió hacía él.
– ¿Qué te hace tanta gracia, tienes inconveniente en decírmelo?
– Nada de nada -contestó Skeet, sonriendo-. Nada de nada.
Dallie paró el coche a un lado en el arcén de la carretera interestatal y abrió su puerta. Se retorció a la derecha y miró detrás del asiento dónde el gató estaba agazapado en el suelo al lado de la nevera Styrofoam.
– Sácalo de aquí ahora mismo, Francie.
– Le atropellarán -protestó ella, no es que ese gato, que no la había dado aún ningún signo de cariño, hubiera ganado su protección-. No podemos dejarlo tirado en la carretera. Lo matarán.
– El mundo será un lugar mejor -replicó Dallie. Ella le fulminó con la mirada. El se inclinó sobre el asiento y dió un golpetazo al gato. El animal arqueó su espalda, silbó, y hundió los dientes en el tobillo de Francesca.
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