Ella dejó salir un grito de dolor y gritó a Dallie.
– ¡Ves lo que has hecho! -poniendo el pie en su regazo, inspeccionó el tobillo herido y gritó hacía abajo, esta vez al gato.
– ¡Tú, estúpida e ingrata fiera sangrienta! Espero que te tiren delante de un sangriento galgo Greyhound. (La mayor línea de autobuses de Norteamérica, con un gran galgo dibujado, N de T)
El sembrante ceñudo de Dallie se convirtió en una abierta sonrisa. Después de pensar un momento, cerró la puerta del Riviera y echó un vistazo a Skeet.
– Creo que tal vez deberíamos permitir que Francie mantenga su gato a fin de cuentas. Sería una lástima romper una pareja tan conjuntada.
Para las personas a las que le gustaran los pueblos pequeños, Wynette, Texas, era un buen lugar para vivir. San Antonio, con sus luces de gran ciudad, estaba sólo a dos horas hacía el sudeste, mientras la persona que estaba detrás del volante no prestaba la menor atención a las señales de límite de velocidad que los burócratas de Washington habían puesto en las narices de los ciudadanos de Texas.
Las calles de Wynette estaban sombreadas con árboles de zumaque, y el parque tenía una fuente de mármol con cuatro chorros para beber. La gente era robusta. Eran rancheros y granjeros, tan honestos como tenían fama los texanos, cerciorándose que el consejo municipal estuviera controlado por demócratas algo conservadores y bautistas para mantenerse alejados de las otras etnias. A pesar de todo, una vez que las personas se establecían en Wynette, tendían a quedarse.
Antes de que la Señorita Sybil Chandler se hubiese puesto con ella, la casa de Cherry Street había sido simplemente otra pesadilla victoriana. A través de su primer año allí, había pintado huevos de pascua sobre las persianas grises y el resto de rosa y lavanda con helechos y ganchos repletos de otras plantas alrededor del porche delantero.
No satisfecha todavía, había fruncido sus delgados labios de profesora de escuela y había pintado gran cantidad de liebres color naranja pálida alrededor de los marcos de las ventanas delanteras.
Cuándo terminó, había reconocido su trabajo en pequeñas firmas ordenadas alrededor de la ranura del correo en la puerta. Este efecto la había complacido tanto había agregado un historial condensado en el panel de la puerta bajo la ranura del correo:
Trabajo realizado por la Señorita Sybil Chandler.
Maestra de escuela jubilada.
Presidenta de Los Amigos de la Biblioteca Pública de Wynette.
Amante apasionada de W. B. Yeats,
E. Hemingway, y otros.
Rebelde
Y entonces, pensando que esto sonaba casi a un epitafio, había cubierto con grandes liebres lo que había escrito, quedando satisfecha con dejar la primera linea.
Todavía, seguía recordando esas palabras, e incluso ahora aún la llenaban de gran placer. "Rebelde" del latín rebellis.
Que bien sonaba, y que maravillosa si realmente la escribieran en su lápida. Su nombre, las fechas de su nacimiento y su fallecimiento (dentro de mucho tiempo, esperaba), y esa única palabra "Rebelde".
Cuando pensaba en los grandes rebeldes literarios del pasado, sabía que esa palabra impresionante dudosamente se la podía aplicar a ella. A fin de cuentas, ella había empezado su rebelión sólo doce años antes, cuando, a los cincuenta y cuatro años, había dejado el trabajo docente que había realizado durante treinta y dos años en una prestigiosa escuela de chicas de Boston, empacando sus posesiones, y marchándose a Texas.
A pesar que sus compañeros y amigos habían intentado convencerla, haciéndola ver incluso, que estaba perdiendo gran parte de su pensión, la Señorita Sybil no había escuchado a nadie, pues bastantes años había vivido ya con la previsibilidad ahogadora de su vida.
En el avión de Boston a San Antonio, se había cambiado de ropa en el baño, quitándose el traje de lana severo de su delgado cuerpo y soltándose el pelo. Poniéndose sus primeros pantalones vaqueros y un dashiki de cachemira, había vuelto a su asiento y pasado el resto del vuelo admirando sus botas altas de cuero de becerro rojas y leyendo a Betty Friedan.
Sybil había escogido Wynette cerrando los ojos y señalando en un mapa deTexas con el índice. La dirección de la escuela la había contratado sin mirar siquiera su curriculum, quedando después encantados que una maestra tan cualificada se hiciera cargo de su escuela.
Aún así, cuando apareció para su cita inicial vestida con un vestido floreado, pendientes de cinco centímetros de largo, y con sus botas rojas, el supervisor había considerado despedirla tan rápidamente como la había contratado. En vez de eso, ella le tranquilizó, fulminándolo con la mirada y asegurándole que no permitiría vagos en su aula. Una semana más tarde empezó a dar clases, y tres semanas después tuvo su primer encontronazo con el consejo cuando le quitaron The Catcher in the Rye de su colección de ficción.
J. D. Salinger reapareció en los estantes de la biblioteca, la clase de inglés subió más de cien puntos sobre la clase del año anterior, y la señorita Sybil Chandler perdió su virginidad con B.J. Randall, el dueño de GE, la ferreteria del pueblo y pensaba de ella que era la mujer más maravillosa del mundo.
Todo fue bien para la Señorita Sybil hasta que B.J. murió y fue obligada a jubilarse de la enseñanza a los sesenta y cinco años. Se encontró vagando lánguidamente alrededor de su pequeño apartamento con demasiado tiempo, poco dinero, y ningún interés en nada.
Una noche bastante tarde salió a pasear por el centro del pueblo. Así fue dónde Dallie Beaudine la encontró sentada en la cuneta entre Main y Elwood en medio de una tormenta vestida sólo con su camisón.
Ahora miró el reloj cuando colgó el teléfono tras la conversación de larga distancia semanal con Holly Grace y tomó una regadera de latón en la sala de recibo de la casa victoriana de huevos de Pascua de Dallie para regar las plantas. Sólo unas pocas horas más y sus chicos estarían en casa. Dando un paso hacía uno de los dos perros mestizos de Dallie, dejó en el suelo la regadera y cogió su bordado de cañamazo de un asiento junto a la soleada ventana donde permitió a su mente volver a aquel invierno de 1965.
Acababa de terminar de preguntar a un estudiante de segundo año en la clase de recuperación de inglés sobre Julio Cesar cuando la puerta del aula se abrió y un joven larguirucho que nunca había visto antes pasó dentro. Pensó inmediatamente que era demasiado guapo para su propio bien, con su caminar jactancioso y su expresión insolente.
Tiró la hoja de la mátricula sobre su escritorio y, sin esperar una invitación, avanzó hacía el final de la habitación y se sentó de cualquier forma en un asiento vacío, estirando sus largas piernas en el pasillo. Los chicos lo miraron cautelosamente; las chicas se rieron tontamente y estiraron los cuellos para obtener una mejor visión. El sonrió a varias de ellas, evaluando abiertamente los senos. Luego se reclinó en su silla y se durmió.
Sybil esperó la hora propicia hasta que sonó la campana y entonces lo llamó a su escritorio. El se paró delante de ella, un pulgar metido en el bolsillo delantero de sus vaqueros, su expresión resueltamente aburrida. Ella examinó la tarjeta para ver su nombre, verificó su edad, casi dieciséis, y le informó de sus reglas en el aula:
– No tolero el retraso, la goma que mascar, y a los vagos. Quiero que me escribas una pequeña redacción preséntandote y lo dejas en mi escritorio mañana por la mañana.
El la estudió por un momento y entonces retiró el pulgar del bolsillo de sus vaqueros.
– Que la jodan, señora.
Esta declaración naturalmente llamó su atención, pero antes que pudiera responder, él había salido pavoneándose del cuarto. Cuando miró fijamente la puerta vacía, una gran inundación de entusiasmo subió dentro de ella. Había visto una llama de inteligencia brillando en esos tristes ojos azules.
¡Asombroso! Se dio cuenta inmediatamente que algo más que la insolencia devoraba a este joven. ¡El era otro rebelde, como ella misma!
A las siete y media de esa tarde, llamó a la puerta de un dúplex con un informe detallado, y se presentó ante el hombre que estaba en la tarjeta de inscripción como el tutor del chico, un personaje de aspecto siniestro que no podía tener más de treinta años. Ella le explicó su problema y el hombre sacudió la cabeza con desánimo.
– Dallie comienza a salir mal -le dijo-. Los primeros meses que pasamos juntos, él era bueno, pero el chico necesita una casa y una familia. Por eso le dije que nos estableceríamos aquí en Wynette una temporada. Pensé que metiéndolo en la escuela de forma regular quizá lo calmara, pero le suspendieron el primer dia por golpear al profesor de gimnasia.
La Señorita Sybil respiró hondo.
– Un hombre aborrecible. Dallas hizo una elección excelente.
Ella oyó un ruido suave detrás de ella y apresuradamente se enmendó.
– No es que apruebe la violencia, por supuesto, aunque puedo imaginarme que a veces es satisfactoria -luego, cambió de dirección y dijo al niño larguirucho y demasiado guapo que estaba repantigado en la puerta que había venido a supervisar su tarea de deberes.
– Y qué si yo le digo que no lo hago?
– Debo imaginarme que su guardián se opondría -miró a Skeet-. ¿Dígame Sr.Cooper, cúal es su posición con respecto a la violencia física?
– No me molesta demasiado -contestó.
– ¿Cree usted que quizás sea capaz de obligar físicamente a Dallas si él no hace como le pido?
– No se que decirle. Le supero en peso, pero él me sobrepasa en altura. Y si está demasiado dolido, no será capaz de jugar con los chicos en el club de golf este fin de semana. A todo esto, diria que no…
Ella no perdió la esperanza.
– Bueno, entonces, Dallas, te pido que hagas tu tarea voluntariamente. Por tu alma inmortal.
El negó con la cabeza y se metió un palillo de dientes en la boca.
Estaba realmente desilusionada, pero escondió sus sentimientos rebuscando en la bolsa de tela que había llevado con ella y sacando un libro de pastas blandas.
– Muy bien, entonces. Observé tus miradas a las señoritas hoy en clase y llegué a la conclusión que alguién tan interesado en la actividad sexual como tú deberías leer acerca de ello de uno de los escitores más geniales del mundo. Esperaré un informe inteligente de tí en dos días.
Diciendo eso, le dejó El amante de lady Chatterley en la mano y salió de la casa.
Durante casi un mes, implacablemente obstinada acudió al pequeño apartamento, llevando libros prohibidos a su estudiante rebelde y atormentando a Skeet para poner riendas más apretadas al chico.
– No lo entiendes -finalmente se quejó con frustración-. A pesar del hecho que nadie lo quiere recuperar, es un fugitivo y yo no soy su tutor legal. Soy un ex-convicto que él recogió en un servicio de una gasolinera, y en realidad él es quién me cuida a mí y no al revés.
– No obstante -dijo ella -tú eres un adulto y él es todavía un menor.
Gradualmente la inteligencia de Dallie triunfó sobre su hosquedad, aunque luego insistiera en que ella le había cansado con todos sus sucios libros. Ella le apoyaba en la escuela, le preparó para los exámenes de acceso a la universidad, y le daba clases privadas siempre que él no jugaba el golf.
Gracias a sus esfuerzos, él se graduó con honores a la edad de dieciocho años y fue aceptado en cuatro universidades diferentes.
Después que él se marchó para Texas A &M, lo hechó espantósamente de menos, aunque él y Skeet hicieron de Wynette su base de operaciones y venía a verla en las vacaciones cuando no jugaba al golf. Gradualmente, sin embargo, sus responsabilidades lo llevaron más lejos y para más tiempo.
Una vez no se vieron uno al otro en casi un año. En su estado aturdido, apenas lo había reconocido la noche que él la encontró sentada en la tormenta en la cuneta entre Main y Elwood llevando su camisón.
Francesca se había imaginado que Dallie viviría en un apartamento moderno construido junto a un campo de golf en vez de una vieja casa victoriana con un torreón central y pintada en tonos pastel. Miró las ventanas de la casa con incredulidad cuando el Riviera giró y se encaminó por un camino de entrada estrecho de grava.
– ¿Esos esos conejos?
– Doscientos cincuenta y seis de ellos -dijo Skeet-. Cincuenta y siete si usted cuenta otro en la puerta principal. Mira, Dallie, ese arco iris en el garaje es nuevo.
– Ella se romperá su cuello de tonta subiendo un día de éstos por esas escaleras -se quejó Dallie. Entonces se giró hacía Francesca-. Ten cuidado con tus modales. Te lo advierto, Francie. Nada de tus cosas extravagantes.
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