– Quédate aquí un momento que vuelvo enseguida.
Francesca esperó hasta que Skeet hubiera desaparecido dentro para salir del coche y comenzar a correr. Cruzó la carretera, esquivando las luces de los coches, atravesando corriendo la noche como si pudiera huir de sí misma.
Un pinchazo insistente en un costado la hizo finalmente reducir el paso, pero seguía andando.
Vagó durante horas por las calles desiertas de Wynette, sin saber donde iba, y sin preocuparla. Cuando pasaba por las tiendas cerradas y las silenciosas casas en la quietud de la noche, sintió como si una gran parte de si misma estuviera muriéndose… la mejor parte, la luz eterna de su propio optimismo.
No importaba cuantas cosas tristes le habían sucedido desde la muerte de Chloe, ella siempre sentía que sus dificultades eran sólo temporales. Ahora finalmente entendía que estas no serían temporales en absoluto.
Su sandalia pisó la pulpa sucia de una naranja o de una calabaza que estaba tirada en la calle, y se cayó, golpeándose la cadera sobre el pavimento. Se quedó así un momento, su pierna torcida torpemente debajo de ella, el lodo de calabaza mezclándose con la sangre seca de los rasguños sobre su antebrazo. Se sentía completamente desamparada. Lágrimas frescas comenzaron a caerle.
¿Qué había hecho ella para merecer esto?
¿Ella era así de terrible?
¿Había hecho tanto daño a la gente que este debía ser su castigo?
Un perro ladró en la distancia, y un poco más lejos una luz se encendió en una ventana.
No podía pensar que hacer, entonces se quitó la pulpa de calabaza y lloró. Todos sus sueños, todos sus proyectos, todo… se habían ido. Dallie no la amaba. Él no iba a casarse con ella. Ellos no iban a vivir juntos ni serían felices para siempre.
No recordaba haber tomado la decisión de comenzar a andar otra vez, pero al cabo de un rato comprendió que sus pies se movían y ella caminaba por una calle nueva. Y luego en la oscuridad paró de golpe al comprender que estaba de pie delante de la casa de huevos de Pascua de Dallie.
Holly Grace metió el Riviera en el camino de entrada de la casa y apagó el motor. Eran casi las tres de la mañana. Dallie estaba tumbado en el asiento del pasajero, pero aunque sus ojos estuvieran cerrados, no creía que estuviera dormido. Ella salió del coche y anduvo alrededor hacía la puerta de pasajeros.
Con miedo que él cayerá al suelo, sujetó la puerta con su cadera cuando tiró con suavidad. Él no se movió.
– Venga vamos, nene -dijo ella, alcanzando abajo y tirando de su brazo-. Vamos a conseguirte algo de comer.
Dallie murmuró algo indescifrable y sacó una pierna del coche.
– Muy bien -lo animó-. Venga vamos, ahora.
Él puso el brazo alrededor de sus hombros como había hecho tantas veces antes. Una parte de Holly Grace quería dejarlo y esperar que se doblara como un viejo acordeón, pero otra parte de ella no le dejaría ir por nada del mundo… ni por conseguir el puesto que soñaba, ni por la posibilidad de sustituir su Firebird por un Porsche, ni hasta por un encuentro de dormitorio con los cuatro Hermanos Statler al mismo tiempo… porque Dallie Beaudine casi era la persona que ella más amaba en el mundo.
Casi, pero no exactamente, porque la persona a quién más amaba era a ella misma. Dallie le había enseñado esto hacía mucho tiempo. Dallie le había enseñado muchas buenas lecciones, las que él nunca había sido capaz de aprenderse.
Él de repente se soltó de ella y comenzó a andar alrededor hacia el frente de la casa. Sus pasos eran ligeramente inestables, pero teniendo en cuenta todo lo que había bebido, lo hacía bastante bien. Holly Grace lo miró un momento. Habían pasado ya seis años, pero él no dejaba ir a Danny.
Ella dio la vuelta sobre el frente de la casa a tiempo para verlo en la depresión al lado de la puerta del pórtico superior.
– Márchate a casa de tu madre -dijo en un susurro.
– Me quedo, Dallie.
Subió unos pasos, se quitó el sombrero y lo sacudió en la oscilación del pórtico.
– Márchate, ahora. Nos veremos mañana.
Él hablaba más claramente que lo hacía normalmente, algo que indicaba lo tremendamente bebido que estaba. Ella se sentó a su lado y miró fijamente en la oscuridad, eligiendo las palabras.
– ¿Sabes lo que he estado recordando hoy? -preguntó-. Recordaba como solías andar alrededor con Danny encima de tus hombros, y él se agarraba a tu pelo gritando. Y siempre que lo bajabas, tenías un rodalito mojado en el dorso de la camiseta. Solía pensar que era tan gracioso… mi marido el niño guapo con pis en la camiseta.
Dallie no respondió. Ella esperó un momento y luego lo intentó otra vez.
– ¿Recuerdas la terrible pelea que tuvimos cuando lo llevaste a la peluquería y le cortaron todos sus rizos de bebé? Te tiré tu libro Western Civ, y después hicimos el amor en el suelo de la cocina… sólo que como no habíamos barrido por lo menos en una semana todos los Cheerio que Danny tiraba se me clavaron en el trasero, y no digamos en otros sitios.
Él extendió sus piernas y puso los codos sobre sus rodillas, doblando la cabeza. Ella tocó su brazo, su voz suave.
– Piensa en los buenos momentos, Dallie. Hace ya seis años. Tenemos que olvidar lo malo y pensar en lo bueno.
– Eramos unos padres horribles, Holly Grace.
Ella apretó su brazo.
– No, no lo éramos. Amábamos a Danny. Nunca ha habido un niño que fuera tan amado como él. ¿Recuerdas cómo solíamos llevarlo a la cama con nosotros de noche, aun cuándo sabíamos que lo estábamos malcriando?
Dallie levantó su cabeza y su voz era amarga
– Lo que recuerdo es como salíamos de noche y lo dejábamos solo con todas aquellas niñeras de doce años. O como nos lo llevábamos cuando no podíamos encontrar a nadie para quedarse con él… poniéndolo en su sillita encima de la esquina de alguna barra y dándole patatas fritas y 7Up…dentro del biberón si comenzaba a llorar. Dios…
Holly Grace se encogió y dejó caer su brazo.
– No teníamos ni diecinueve cuando Danny nació. No éramos más que unos niños nosotros mismos. Hicimos todo lo posible que sabíamos.
– ¿Sí? ¡Claro, pues follar sabíamos bastante bién!
Ella no hizo caso de su arrebato. Había aceptado mejor la muerte de Danny que Dallie, aunque todavía le dolía cuando veía en algún sitio a una madre con un niño rubio en brazos. Halloween era lo más difícil para Dallie porque era el día que Danny había muerto, pero el cumpleaños de Danny era lo más difícil para ella. Miró fijamente a las formas oscuras, frondosas de los árboles y recordó como había sido aquel día.
Aunque era semana de exámenes en A &M y Dallie tenía un trabajo que escribir, él estaba con algunos granjeros del algodón inténtandoles ganar en el campo de golf para poder comprar una cuna.
Cuando rompió aguas, había tenido miedo de ir al hospital sola por eso había conducido un viejo Ford Fairlane que había tomado prestado del estudiante de ingeniería que vivía al lado de ellos. Aunque había doblado una toalla de baño para sentarse sobre ella, estaba empapando el asiento.
El encargado había ido a buscar a Dallie y había vuelto con él en menos de diez minutos. Cuando Dallie la había visto apoyándose contra el lado del Fairlane, con la toalla mojada de viejo dril, había saltado del carro eléctrico y casi la había atropellado.
– Bueno, Holly Grace -había dicho-. Estoy en el green del ocho a menos de tres centímetros del hoyo. ¿No podías haber esperado un poco más?
Entonces se había reído y la había cogido, con toalla mojada y todo, y la había sostenido contra su pecho hasta que una contracción los había separado.
Pensando en ello ahora, sentía un nudo creciendo en su garganta.
– Danny era un bebé tan hermoso -susurró a Dallie-. ¿Recuerdas lo asustados que estábamos cuando le trajimos a casa del hospital?
Su respuesta era baja y dura.
– La gente necesita una licencia para tener un perro, pero te dejan llevarte a un bebé del hospital sin hacerte una sóla pregunta.
Ella se levantó de un salto.
– ¡Joder, Dallie! Quiero afligirme por nuestro bebé. Quiero afligírme contigo esta noche, no escuchar toda tu amargura.
Él se inclinó hacía adelante un momento.
– No deberías haber venido. Ya sabes como me pongo este dia.
Ella dejó que la palma de su mano descansara sobre la coronilla de su cabeza como una especie de bautismo.
– Deja ir a Danny este año.
– ¿Tú podrías dejarle ir si fueras quién le hubiera matado?
– Yo también conocía lo de la tapa del pozo.
– Y me dijiste que la arreglara -él se levantó despacio-. Me dijiste dos veces que el gozne estaba roto y que los muchachos de la vecindad lo levantaban para lanzar piedras dentro. No fuiste tú quién se quedo cuidándolo esa tarde. No eras tú quién se suponía no debía perderlo de vista.
– Dallie, estabas estudiando. No es decir que estabas tirado en el suelo con una borrachera cuando se cayó dentro.
Ella cerró los ojos. No quería pensar en esta parte… en su pequeño bebé de dos años andando a través del patio hacía aquel pozo, mirando abajo con su curiosidad ilimitada. Perdiendo el equilibrio. Cayendo dentro. No quería imaginarse su pequeño cuerpo luchando en aquel pozo húmedo, llorando.
¿En qué había pensado su bebé al final, cuando todo lo que podía ver era un lejano círculo de luz encima de él? ¿Había pensado en ella, su madre, a quién encantaba abrazar, o había pensado en su papá, quien le besaba y reía con él y lo sostenía tan apretado que él chillaba y chillaba?
¿En qué había pensado en aquel momento cuando sus pequeños pulmones se habían llenado de agua?
Parpadeando contra la picadura de las lágrimas, ella se acercó a Dallie y rodeó sobre su cintura con su brazo y descansó la frente contra su hombro.
– Dios nos da la vida como un regalo -dijo-. No es posible que podamos agregar nuestras propias condiciones.
Él comenzó a estremecerse, y ella lo consoló como mejor pudo.
Francesca los miraba en la oscuridad bajo el árbol al lado del pórtico. La noche era tranquila, y había oído cada palabra. Se sintió enferma… aún peor que cuando había salido corriendo del Roustabout. Su propio dolor ahora parecía frívolo comparado con el suyo.
No conocía a Dallie en absoluto.
Ella nunca había visto nada más que las risas, el texano quien rechazaba tomar la vida en serio. Le había ocultado una esposa… y la muerte de su hijo. Cuando miraba las dos figuras llenas de pena que estaban de pie en el pórtico, la intimidad entre ellos parecía tan sólida como la vieja casa… una intimidad causada por la convivencia, por compartir la felicidad y la tragedia.
Comprendió entonces que ella y Dallie no habían compartido nada excepto sus cuerpos, y que el amor tenía unas profundidades que nunca se habría imaginado.
Francesca miró como Dallie y Holly Grace desaparecían dentro de la casa. Por una fracción de segundo, lo mejor que había en ella esperó que encontaran consuelo el uno con el otro.
Naomi nunca había ido a Texas antes, y si tenía algo para decir en el asunto, nunca volvería otra vez. Cuando una furgoneta la adelantó por el carril derecho a más de ochenta, decidió que prefería los fiables atascos de tráfico de la ciudad y el olor consolador de los gases en combustión que echaban los taxis amarillos. Ella era una muchacha de ciudad; el campo abierto la ponía nerviosa.
O tal vez esto no era por la carretera en absoluto. Tal vez era por Gerry que viajaba a su lado en el asiento de pasajeros de su Cadillac alquilado, frunciendo el ceño por el parabrisas como un niño malhumorado.
Cuando había vuelto a su apartamento la noche anterior para hacer la maleta, Gerry había anunciado que iba a Texas con ella.
– Tengo que salir de este lugar antes de que me vuelva chiflado -había exclamado, pasándose una mano por el pelo-. Voy a México por un tiempo… a los barrios bajos. Volaré a Texas contigo esta noche, en el aeropuerto no buscarán a una pareja que viaja juntos, y luego haré los preparativos para cruzar la frontera. Tengo algunos amigos en Del Río. Ellos me ayudarán. Estaré bien en México. Conseguiremos reorganizar nuestro movimiento.
Ella le había dicho que no podía ir con ella, pero rechazó escuchar. Como fisicamente no podía refrenarlo, se había encontrado sentada en el vuelo de Delta a San Antonio con Gerry a su lado, sujetando su brazo.
Ella se estiró en el asiento del conductor, haciendo presión sobre el acelerador para que el coche acelerara ligeramente.
Al lado de ella, Gerry metía las manos profundamente en los bolsillos de unos pantalones grises de franela que había conseguido en algún lugar. La ropa, como se suponía, lo hacía parecerse a un hombre de negocios respetable, que había estado a punto de desmoronarse cuando se negó a cortarse el pelo.
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