En el momento que decidieron acostarse con gente diferente, habían descubierto cierto alivio de alquiler de sus viejos fantasmas. Los amantes eran una moneda de diez centavos una docena, finalmente habían decidido, pero los buenos amigos eran difíciles de encontrar.
Dallie gimió y y se puso boca abajo. Lo observó un rato más mientras enterraba la cara en la almohada y estiraba sus piernas. Finalmente, se levantó y avanzó para sentarse en el borde de la cama. Dejando su taza, recogió la otra.
– Te he traído café. Bebételo y te garantizo que volverás a sentirte casi como un ser humano.
Él puso una almohada encima de la otra en el cabecero y, con los ojos todavía medio cerrados, extendió la mano. Le dio la taza y le colocó un mechón de pelo rubio que había caído en su frente. Incluso con el pelo sucio y el arañazo sobre la barbilla, estaba magnífico.
Su aspecto mañanero solía impresionarla en sus primeros años de casados. Ella se despertaba pareciéndose a la ira de Dios, y él se parecía a una estrella de cine. Él siempre le decía que estaba hermosa por la mañana, pero ella nunca lo creyó. Dallie no era objetivo en lo que a ella se refería. Él pensaba que ella era la mujer más hermosa del mundo, no importaba como estuviera.
– ¿Has visto a Francie esta mañana?
– La vi un ratito durante aproximadamente tres segundos en la sala de estar, y luego se escapó. Dallie, no pienso criticar tu gusto en mujeres, pero ella me parece frívola.
Holly Grace se inclinó atrás en las almohadas y tiró encima de sus rodillas, ríendo en silencio recordando la escena en el aparcamiento del Roustabout.
– ¿Te puso en dificultades anoche, verdad? Tengo que darle su mérito en eso. La única mujer que conozco que podría plantarte batalla así soy yo.
Él giró su cabeza y la miró airadamente.
– ¿Sí? Bien, eso no es todo lo que las dos teneís en común. Las dos hablaís demasiado por la maldita mañana.
Holly Grace no hizo caso de su mal carácter. Dallie era siempre gruñón cuando se despertaba, pero le gustaba hablar por la mañana. A veces ella podría curiosear exquisiteces interesantes de él antes que estuviera totalmente consciente.
– Tengo que decirte que pienso que ella es la vagabunda más interesante que has recogido en bastante tiempo mejor que aquella diminuta payasa que solías llevar. Skeet me contó como destrozó la habitación en un motel de Nueva Orleans. Me hubiera encantado verlo.
Ella apoyó su codo sobre la almohada al lado de su cabeza y arropó su pie bajo su cadera.
– Sólo por curiosidad, ¿por qué no le hablaste de mí?
Él la miró fijamente un momento por encima de su taza y luego la separó de su boca sin beber un sorbo.
– No seas ridícula. Ella sabía sobre tí. Hablé de tí delante de ella todo el tiempo.
– Eso es lo que Skeet dijo, pero me pregunto si en cualquiera de esas conversaciones usaste la palabra "esposa".
– Desde luego que lo hice. O Skeet lo hizo -se pasó los dedos por el pelo-. No sé… si alguien lo hizo. Tal vez la Señorita Sybil.
– Lamentablemente, nene, me parece que fui yo quien le dio las malas noticias por primera vez.
Él con impaciencía dejó su taza.
– Maldita sea, ¿cuál es la diferencia? Francie está demasiado enamorada de sí misma para preocuparse por alguien más. Ella ya es historia pasada.
Holly Grace no estaba sorprendida. La lucha en el aparcamiento la noche anterior había parecido más o menos el final de algo… a no ser que a los dos luchadores les gustara el uno al otro con desesperación, de la manera que ella y Dallie peleaban.
Él bruscamente se desenredó de las sábanas y salió de la cama sin llevar más que sus calzoncillos blancos de algodón. Disfrutó de la vista de aquellos músculos apretados que se ondulaban a través de sus hombros y la fuerza de sus muslos.
Se preguntó que hombre había dicho que las mujeres no disfrutaban mirando cuerpos de hombres. Probablemente algún Doctor en Filosofía, un intelectual con cuatro papadas y una panza.
Dallie se giró y siguió andando por la habitación.
– Tengo que localizar a Skeet y asegurarme que le dio dinero para un billete de avión a su casa. Si se encuentra vagando por ahí sola mucho tiempo, se meterá en más problemas de los que puede manejar.
Holly Grace lo miró más detenidamente, y una punzada desacostumbrada de celos la golpeó. Hacía mucho tiempo que no se molestaba por las otras mujeres con las que Dallie se acostaba, sobre todo porque ella disfrutaba en la cama con apuestos hombres. Pero no le gustaba la idea de saber que el se preocupaba demasiado por una mujer que no contaba con su aprobación, que mostraba exactamente que tipo de cristiana intolerante era.
– ¿Realmente te gustaba, verdad?
– Era buena -contestó él evasivamente.
Holly Grace quería saber más, como podía considerar a la señorita Pantalones de Lujo realmente buena en la cama después de que Dallie había probado lo mejor. Pero sabía que él la llamaría hipócrita, así que dejó de lado su curiosidad de momento. Además, ahora que él estaba finalmente despierto, podía contarle sus noticias realmente importantes. Poniéndose en la cama con las piernas cruzadas, le contó sobre su mañana.
Él reaccionó más o menos del modo que esperaba.
Ella le dijo que podía irse directamente al diablo.
Él dijo que le alegraba lo del trabajo, pero le molestaba su ambición.
– Mi ambición es mi maldito problema.
– Algún dia vas a comprender que la felicidad no viene envuelta en un billete de dólar, Holly Grace. Es más complicado que eso.
– ¿Desde cuándo eres tú un experto en felicidad? Esto debería ser bastante evidente para alguien con poco cerebro que está satisfecho siendo pobre cuando podría ser rico y sólo porque tú tienes intención de ser un fracasado toda tu vida no significa que yo vaya a serlo también.
Siguieron haciéndose daño el uno al otro así un rato, y después estuvieron varios minutos en un tenso silencio. Dallie hizo una llamada telefónica a Skeet; Holly Grace entró en el cuarto de baño y se vistió.
En los viejos tiempos habrían roto el duro silencio haciendo el amor fuerte, intentando sin éxito usar sus cuerpos para solucionar todos los problemas que sus mentes no podían manejar. Pero ahora no se tocaban, y gradualmente su cólera se fue evaporando. Finalmente, bajaron juntos y compartieron el resto del café de la Señorita Sybil.
El hombre detrás del volante del Cadillac asustaba a Francesca, a pesar de que no era feo. Tenía el pelo negro rizado, un cuerpo compacto, y ojos oscuros, enfadados, que seguían lanzando nerviosas miradas hacia el espejo retrovisor. Tenía la incómoda sensación, que ya había visto esa cara antes, pero no podía recordar dónde.
¿Por qué no había pensado más claramente cuándo él le había ofrecido un paseo en vez de saltar dentro del Cadillac? Como una idiota, apenas lo había mirado; y había entrado sin más. Cuando le había preguntado que estaba haciendo delante de la casa de Dallie, él había dicho que era un chófer y que su pasajera no lo necesitaba ya.
Ella intentó cambiar sus pies para agarrar el gato, pero él plantó su peso más firmemente a través de ellos y ella se rindió. El hombre la miró a través de una nube de humo de cigarrillo y luego echó un vistazo otra vez al espejo retrovisor. Su nerviosismo la molestaba. Actuaba como si fuera algún tipo de fugitivo.
Se puso a temblar. Seguramente el no era de verdad un chófer. Tal vez este era un coche robado. Si sólo hubiera dejado a Skeet llevarla al aeropuerto de San Antonio esto no habría pasado. Otra vez había cogido la opción incorrecta. Dallie tenía razón cada una de la docena de veces que le decía que no tenía ningún sentido común.
Dallie…
Se mordió el labio y puso su neceser más cerca de su cadera. Cuando se había sentado entumecidamente en la cocina, la señorita Sybil había ido arriba y había recogido sus cosas para ella. Entonces la señorita Sybil le había dado un sobre conteniéndo bastante dinero para comprar un billete de avión a Londres, con un poco extra para ayudarla.
Francesca había apartado la vista del sobre, sabiendo que no podía cogerlo, no ahora que había comenzado a pensar en cosas como el orgullo y el amor propio. Si cogía el sobre no sería nada más que una puta siendo pagada por los servicios prestados. Si no lo cogía…
Había cogido el sobre y había sentido como si algo brillante e inocente hubiera muerto para siempre dentro de ella. No podía mirar a los ojos de la Señorita Sybil cuando metió el dinero dentro del neceser. Lo cerró y su estómago se rebeló. ¿Dios querido, y si ella realmente estaba embarazada? Sólo tragando con fuerza pudo comerse la rebanada de tostada que la señorita Sybil le había obligado a tomar. La voz de la anciana había sido más amable que de costumbre cuando dijo que Skeet la llevaría al aeropuerto.
Francesca había negado con la cabeza y había anunciado con voz rota que ya había hecho planes. Entonces, antes de que pudiera humillarse más adhiriéndose al pecho delgado de la Señorita Sybil y pedirle que la ayudara, había agarrado su neceser y había salido corriendo por la puerta.
El Cadillac pisó un bache, sacudiéndola a un lado, y comprendió que habían abandonado la carretera. Ella miró fijamente el camino lleno de baches, sin asfaltar como una cinta polvorienta a través del paisaje llano, triste. Habían dejado el terreno de colinas detrás algún tiempo antes.
¿No deberían estar cerca de San Antonio ya?
El nudo en su estómago se hizo más apretado. El Cadillac se bamboleó otra vez, y el gato cambió su peso a sus pies y alzó la vista a ella con un fulgor funesto, como si ella fuera personalmente responsable del paseo. ¿Después de varias millas más, le dijo:
– ¿Usted cree que vamos bien? Este camino no tiene muy buen aspecto.
El hombre encendió un cigarrillo nuevo con la colilla de otro y agarró rápidamente el mapa puesto sobre el asiento entre ellos.
Francesca era más sabia ahora que lo había sido un mes antes, y estudió las sombras lanzadas por unos cactus mesquite.
– ¡Oeste! -exclamó después de unos momentos-. Vamos hacia el oeste. Este no es el Camino a San Antonio.
– Esto es un atajo -dijo él, sacudiendo abajo el mapa.
Ella sintió como su garganta se cerraba. Un violado…un asesino… un presidiario fugado y un cuerpo femenino mutilado abandonado en una cuneta del camino. No aguantaba más. Estaba hastiada y agotada, y no tenía más recursos para tratar con otra catástrofe. Buscó infructuosamente el horizonte plano por si veía otro coche.
Todo lo que podía ver era el diminuto dedo esquelético de una antena de radio a millas de distancia.
– Quiero que me suelte -dijo, intentando mantener su tono normal, como si ser asesinada sobre un camino desierto por un fugitivo enloquecido fuera una cosa lejana en su mente.
– No puedo hacer eso -dijo. Y luego la miró, sus ojos negros brillando-. Te quedarás conmigo hasta que lleguemos cerca de la frontera mexicana, y luego te dejaré ir.
El temor se enrolló como una serpiente en su estómago.
Él dió una profunda calada al cigarrillo.
– Mira, no voy a hacerte daño, así que no hace falta que te pongas nerviosa. No soy una persona violenta. Sólo tengo que llegar a la frontera, y quiero a dos personas en el coche en vez de una. Había una mujer conmigo antes, pero mientras la esperaba, ví un coche sospechoso en la calle. Y luego te vi caminar por la acera con esa maletita en tu mano…
Si pensaba tranquilizarla con su explicación, no funcionó. Ella comprendió que él realmente era un fugitivo, tal como ella había temido.
Intentó suprimir el histerismo que se arrastraba por ella, pero no podía controlarlo. Cuando él redujo la marcha del coche por otro bache, agarró la manilla.
– ¡Eh! -él pisó el freno y la cogió del brazo. El coche patinó-. No hagas eso. No voy a hacerte daño.
Ella intentó poner distancia con él, pero sus dedos se clavaron en su brazo. Ella gritó. El gato se levantó de un salto del suelo, aterrizando con su grupa sobre su pierna y sus patas delanteras sobre el asiento.
– ¡Suéltame! -chilló ella.
Él la sostuvo rápido, hablando con el cigarrillo puesto en un lado de la boca.
– ¡Eh!, está bien. Solamente tengo que llegar más cerca la frontera…
A ella, sus ojos le parecieron oscuros y amenazadores.
– ¡No! ¡Suéltame!
Sus dedos se habían vuelto torpes con el miedo y no podía asir bien el picaporte. Empujó más fuerte, intentando lanzar la fuerza de su cuerpo contra ella. El gato, desequilibrado por toda la actividad, arqueó su espalda y maulló, luego hundió sus uñas delanteras en el muslo del hombre.
El hombre dio un gruñido de dolor y empujó al animal. El gato hundió sus uñas más profundamente.
– Déjame marchar -gritó Francesca, volviendo su atención de la puerta al asalto de su gato. Pegó con la mano en el brazo del hombre mientras el gato mantenía su apretón sangriento sobre su pierna, silbando y maullando todo el tiempo.
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