Eventualmente, las palabras de Dallie dieron en el blanco y Holly Grace dejó por fin irse al pasado.

Lamentablemente, sus confrontaciones no se terminaron también.

– Tienes un problema de actitud -la acusó Dallie un dia en una discursión por problemas de dinero-. Nunca nada es suficiente para tí.

– ¡Quiero ser alguien! Estoy aquí pegada con un bebé mientras tú vas a la universidad.

– En cuanto termine yo, puedes ir tú. Hemos hablado de ello cien veces.

– Será muy tarde para entonces, mi vida estará partida por la mitad.

Su matrimonio era ya problemático, y luego Danny murió.

La autoculpa de Dallie después de la muerte de Danny parecía un cáncer de crecimiento rápido. Enseguida se cambiaron de la casa donde había pasado, pero la noche después de irse él soñó con la tapa del pozo.

En sus sueños veía el gozne roto y se ponía a andar hacia el viejo garaje de madera para coger sus herramientas y poder arreglarlo. Pero nunca llegaba al garaje. En cambio, se encontraba atrás en Wynette o viviendo al lado del remolque a las afueras de Houston donde había vivido mientras crecía.

Él sabía que tenía que regresar a arreglar ese pozo, tenía que poner otro gozne, pero algo seguía parándolo.

Se despertaba cubierto de sudor, con las sábanas enredadas alrededor de él. A veces Holly Grace estaba ya despierta, con la cara enterrada en la almohada para amortiguar el sonido de sus lloros.

En todo el tiempo que la conocía nunca la había visto llorar. Ni cuando BillyT la golpeó en el estómago con su puño; ni cuando se asustaban porque eran solamente unos críos y no tenían ningún dinero; ni siquiera en el entierro de Danny donde se había sentado como si estuviera tallada en piedra mientras él lloraba como un bebé. Pero ahora que la oía llorar, supo que era el peor sonido que alguna vez había oído.

Su culpa era una enfermedad, que le fue desgastando. Siempre que cerraba sus ojos, veía a Danny correr hacia él sobre sus rechonchas piernecitas,con un tirante de su peto vaquero cayéndole de su hombro, los rizos brillantes rubios iluminados por el sol. Veía aquellos enormes y maravillosos ojos azules y las largas pestañas que se rizaban sobre sus mejillas cuando dormía.

Oía el chillido de Danny de risa, recordaron el modo en que se chupaba el dedo cuando éstaba cansado. Veía a Danny en su mente, y luego oía llorar a Holly Grace, y veía como sus hombros se estremecían desválidamente, su culpa se intensificaba hasta que pensaba que ojalá hubiera muerto él con Danny.

Eventualmente, ella dijo que iba a abandonarlo, que todavía le quería pero que le habían ofrecido un trabajo en una empresa de ventas de productos deportivos e iba a Forth Worth por la mañana.

Aquella noche, el sonido de sus lloros sordos lo despertó otra vez. Se quedó allí un ratito con los ojos abiertos, le dió la vuelta en la almohada y la dió una bofetada. Luego le dió otra.

Después de eso, se puso sus pantalones y se marchó directamente de la casa para que en años futuros, Holly Grace Beaudine recordara que tenía un hijo de puta por marido que además la golpeaba, no un niñato estúpido que la había hecho llorar por haber matado a su bebé.

Después de que ella se marchó, pasó varios meses tan borracho que no podía ni jugar al golf, aun cuando él, como quería, estaba a punto para entrar en profesionales. Skeet llamó a Holly Grace, y ella vino para ver Dallie.

– Soy feliz por primera vez en mucho tiempo -ella le dijo-. ¿Por qué tú no puede ser feliz, también?

Les había llevado años aprender a quererse de un modo nuevo. Al principio habían seguido acostándose juntos, sólo para ponerse al corriente en viejas cosas. De vez en cuando habían intentado vivir juntos de nuevo, pero ya querían cosas diferentes de la vida y nunca fructificó.

La primera vez que él la vio con otro hombre, Dallie quiso matarlo. Pero él había puesto los ojos en una pequeña y linda secretaria, y mantuvo sus puños guardados.

Durante los siguientes años hablaron de divorcio, pero ninguno hizo nada sobre ello. Dallie seguía teniendo a Skeet. Holly Grace amaba a Winona con todo su corazón.

Pero los dos juntos, Dallie y Holly Grace, eran la verdadera familia de cada uno, y la gente con infancias tan problematicas como las suyas no dejaban la familia fácilmente.


Sacudida por la tempestad

Capítulo 19

El edificio era un rectángulo achaparrado blanco de hormigón con cuatro coches polvorientos aparcados al lado de lo que parecía un contenedor de basura. Había una choza polvorienta cerrada con un candado detrás del contenedor, y cincuenta metros más allá estaba la fina antena de radio hacía la que Francesca había estado andando durante casi dos horas.

Como Bestia se había marchado a explorar, Francesca fatigosamente subió los dos pasos hacía la puerta. Su superficie de cristal era casi opaca con el polvo y las manchas de incontables huellas dactilares. Carteles promocionando Sulphur City, de la Cámara de Comercio, el Camino Unido, y varias asociaciones de difusión cubrían la mayor parte del lado izquierdo de la puerta, mientras en el centro y en letras doradas ponía KDSC. Faltaba la mitad inferior de la C, de manera que podía haber sido una G, pero Francesca sabía que no porque había visto la C en el buzón a la entrada del camino.

Aunque podía haberse colocado delante de la puerta para estudiar su imagen, no se molestó.

En cambio, pasó el dorso de su mano por la frente, apartando los húmedos mechones de pelo que tenía pegados, y se sacudió sus vaqueros como mejor pudo. No podía hacer nada con las raspaduras de los brazos, así que no les hizo caso. Su euforia de horas antes se había esfumado, quedándole el agotamiento y una terrible aprehensión.

Empujando hacia dentro la puerta, se encontró en un área de recepción atestada con seis escritorios desordenados, casi tantos relojes, un surtido de tablones de anuncios, calendarios, carteles, e historietas fijas en las paredes con cinta adhesiva amarilla. Un moderno canapé negro con rayas marrones y doradas estaba a su izquierda, con el cojín del centro cóncavo por excesivo uso.

El cuarto tenía sólo una ventana, una grande que daba a un estudio donde un locutor con auriculares puestos estaba sentado delante de un micrófono. Su voz se oía en la oficina por un altavoz puesto en la pared con el volumen bajo.

Una mujer rechocha pelirroja, parecida a una ardilla listada, alzó la vista a Francesca desde el único escritorio ocupado del cuarto.

– ¿Puedo ayudarte?

Francesca se aclaró la garganta, y miró fijamente las cruces de oro que colgaban de las orejas de la mujer bajando a su blusa de poliester, y luego al teléfono negro al lado de su muñeca. Una llamada a Wynette y sus problemas inmediatos acabarían. Tendría comida, ropa para cambiarse, y un techo sobre su cabeza.

Pero la idea de llamar a Dallie y pedirle su ayuda ya no era una opción. A pesar de su agotamiento y su miedo, algo dentro de ella inalterablemente había cambiado en aquella sucia y polvorienta carretera. Estaba harta de ser un bonito adorno que va según sopla el viento. Para lo bueno y para lo malo, iba a tomar el mando de su propia vida.

– Me pregunto si podría hablar con la persona responsable -le dijo a la ardilla listada. Francesca habló con cuidado, intentando parecer competente y profesional, en lugar de alguien con una cara sucia y polvorienta, con sandalias en los pies que no tenía ni una moneda de diez centavos en el bolsillo.

La combinación del aspecto sudado de Francesca y su clase superior junto con el acento británico obviamente interesaron a la mujer.

– Soy Katie Cathcart, la administradora de la oficina. ¿Podrías decirme sobre qué es?

¿Una administradora de oficina podría ayudarla? Francesca no tenía ni idea, pero decidió que hablaría mejor con un cargo más alto. Mantuvo su tono amistoso, pero firme.

– Esto es más bien personal.

La mujer vaciló, y levantándose entró en la oficina detrás de ella. Reapareció poco después.

– Mientras que no lleve demasiado tiempo, la señorita Padgett la verá. Ella es nuestra gerente de emisora.

El nerviosismo de Francesca dio un salto cuántico. ¿Por qué el gerente de emisora tenía que ser una mujer? Si hubiese sido un hombre, tendría alguna posibilidad. Y luego se recordó que esto era una oportunidad de comenzar para la nueva Francesca, que no iba a intentar deslizarse por la vida usando los viejos trucos que utilizaba.

Enderezando sus hombros, entró a la oficina de la gerente de emisora.

Un letrero con nombre metálico dorado sobre el escritorio anunciaba la presencia de Clara Padgett, un nombre elegante para una mujer poco elegante. Alrededor de los cuarenta, tenía una cara masculina, con la mandíbula cuadrada, ablandada sólo por los restos de un lápiz de labios rojo.

Su pelo castaño era de longitud media y el corte embotado. Parecía como si sólo se preocupara por lavarlo y nada más. Sujetaba un cigarrillo como un hombre, sujetándolo entre el índice y el dedo medio de su mano derecha, y cuando levantó el cigarrillo a su boca dió una calada larga soltando lentamente el humo.

– ¿Qué quieres? -le preguntó bruscamente. Tenía la voz de una locutora profesional, rica y resonante, pero sin rastro de amabilidad. Del altavoz de la pared detrás del escritorio llegaba el sonido débil del locutor leyendo un noticiero local.

A pesar que no la había invitado a sentarse, Francesca tomó una silla, decidiendo en un instante que Clara Padgett no se parecía al tipo de persona que respetaría a alguien sólo por el físico. Le dió su nombre, y se sentó en el borde de la silla.

– Siento aparecer sin una cita, pero quería informarme sobre algún trabajo posible.

Su voz parecía provisional en vez de segura. ¿Qué había pasado a toda la arrogancia que solía llevar alrededor de ella como una nube de perfume?

Después de una inspección breve del aspecto de Francesca, Clara Padgett volvió su atención a su trabajo administrativo.

– No tengo ningún empleo.

No era más que lo que Francesca había esperado, pero todavía sentía que tenía que jugarselo todo. Por ella. Pensó en aquella raya polvorienta de carretera que se perdía en el horizonte de Texas. Sentía la lengua seca y del doble de su tamaño.

– ¿Está absolutamente segura que no tiene algo? Estoy dispuesta a hacer lo que sea.

Padgett aspiró más humo y dió un golpe en la hoja superior de papel con su lápiz.

– ¿Qué tipo de experiencía tienes?

Francesca pensó rápidamente.

– He hecho algo de interpretación. Y tengo mucha experiencia en moda fashion.

Cruzó sus tobillos e intentó hacer tictac con los dedos del pie de sus arrastradas sandalias Bottega Veneta detrás de la pata de la silla.

– Eso exactamente no te califica para trabajar en una emisora de radio, verdad? No en una mierda de emisora como ésta -dio un toque con el lápiz un poco más fuerte.

Francesca suspiró y se dispuso a saltar en aguas profundas sin saber nadar.

– En realidad, señorita Padgett, no tengo ninguna experiencia en radio. Pero se trabajar duro, y estoy dispuesta a aprender.

¿Trabajar duro? Ella no había trabajado en su vida.

En cualquier caso, Clara no quedó impresionada. Levantó sus ojos y miró a Francesca con abierta hostilidad.

– Empecé en una cadena de televisión de Chicago dónde había alguien como tú, una pequeña y linda animadora que no conocía la diferencia entre las noticias y su talla de bragas -se inclinó atrás en su silla, estrechando sus ojos desencantados-. Llamámos a las mujeres como tú Twinkies…muñecas de goma que no saben nada sobre difusión, pero piensan que es excitante hacer una carrera en la radio.

Seis meses antes, Francesca habría destrozado el cuarto barriéndolo en una rabieta, pero ahora colocó las manos juntas en su regazo y levantó su barbilla más alto.

– Estoy dispuesta a hacer algo, señorita Padgett…contestar los teléfonos, hacer recados.

No podía explicarle a esta mujer que no era una carrera en la difusión lo que buscaba. Si este edificio cobijara una fábrica de fertilizantes, también pediría trabajo.

– El único trabajo que tengo es para hacer la limpieza y trabajos sueltos.

– ¡Lo cojeré!

Dios querido, ¡limpieza!

– No creo que estés preparada para ello.

Francesca no hizo caso al sarcasmo de su voz.

– Ah, pero lo estoy. Soy una maravillosa limpiadora.

Ella tenía la atención de Clara Padgett otra vez, y la mujer parecida divertida.

– En realidad, estaba pensando en contratar a un mexicano. ¿Tienes la ciudadanía?

Francesca negó con la cabeza.

– ¿Tienes la tarjeta verde?

De nuevo negó con la cabeza. Tenía sólo una vaga idea de lo que era la tarjeta verde, pero estaba absolutamente segura que no tenía una y rechazaba comenzar su nueva vida con una mentira. Tal vez la franqueza impresionaría a esta mujer.