– Ni siquiera tengo pasaporte. Me lo robaron hace unas horas en la carretera.
– Que desafortunado -Clara Padgett hacía esfuerzos para que no se notara cuanto disfrutaba de la situación.
Francesca le recordaba a un gato con un pájaro desvalido en su boca. Obviamente Francesca, a pesar de su estado sudado, iba a tener que pagar por todo el desprecio que la gerente de estación había sufrido durante años en manos de mujeres hermosas.
– En ese caso, te pondré en nómina con sesenta y cinco dólares semanales. Tendrás libre dos sábados al mes. Tu horarío será desde el amanecer hasta el ocaso, las mismas horas que estemos en el aire. Y te pagaremos en efectivo. Tenemos camiones mexicanos que entran cada día, la primera vez que te vea conversar con alguno de ellos, te vas.
La mujer pagaba salarios de esclavo. Este era el tipo de trabajos que tomaban los emigrante porque no tenían otra opción.
– Bien -dijo Francesca, porque tampoco tenía otra opción.
Clara Padgett rió con gravedad y condujo a Francesca hasta la administradora de oficina.
– Carne fresca, Katie. Dále una fregona y muéstrale el cuarto de baño.
Clara desapareció, y Katie miró a Francesca con compasión.
– No hemos tenido a nadie que limpie desde hace unas semanas. Estará bastante sucio.
Francesca tragó con fuerza.
– Está bien.
Pero no estaba bien, desde luego. Estaba de pie delante de una despensa en la diminuta cocina de la estación, revisando un anaquel lleno de productos de limpieza, productos que no tenía la menor idea como usar. Ella sabía como jugar al baccarat, y podría llamar a los chefs de los restaurantes más famosos del mundo, pero no tenía la más mínima idea de como limpiar un cuarto de baño.
Leyó las etiquetas tan rápidamente como pudo, y media hora más tarde Clara Padgett la encontró de rodillas delante del inodoro espantosamente sucio, pulverizando un producto de limpieza azul sobre el asiento.
– Cuando friegues el suelo, pon especial atención a las esquinas, Francesca. Odio el trabajo descuidado.
Francesca apretó los dientes y asintió. Su estómago hizo un pequeño flip-flop cuando se dispuso a meter la mano sobre el lado de abajo del asiento. Espontáneamente, pensó en Hedda, su vieja ama de llaves.
Hedda, con sus medias enrrolladas, quien había pasado su vida arrodillada limpiando detrás de Chloe y Francesca.
Clara dió una chupada a su cigarrillo y luego deliberadamente lo sacudió abajo al lado del pie de Francesca.
– Más vale que te apresures, chicky. Estamos a punto de cerrar.
Francesca oyó una risilla malévola cuando la mujer se alejaba.
Un poco más tarde, el locutor que había estado en el aire cuando Francesca llegó asomó la cabeza en el cuarto de baño y le dijo que tenía que cerrar. Su corazón dio sacudidas. No tenía ningún lugar dónde ir, ninguna cama dónde dormir.
– ¿Se han marchado todos?
Él asintió y demoró sus ojos sobre ella, obviamente gustándole lo que veía.
– ¿Necesitas que te acerque a la ciudad?
Ella suspiró y retiró el pelo de sus ojos con su antebrazo, intentando parecer ocasional.
– No. Alguien viene a recogerme -inclinó su cabeza hacia el inodoro, su resolución de no comenzar su nueva vida con una mentira ya abandonada-. La señorita Padgett me ha dicho que tengo que terminar esto esta noche antes de marcharme. Dijo que yo podría cerrar.
¿Pareció demasiado brusca? ¿Bastante convincente? ¿Qué haría si él se negaba?
– Cierra tú misma-le dirigió una sonrisa apreciativa.
Unos minutos más tarde soltó el aliento lentamente, aliviada oyó cerrar la puerta de la calle.
Francesca pasó la noche sobre el sofá negro y oro de la oficina con Bestia acurrucada contra su estómago, después de comerse dos emparedados hechos con pan rancio y mantequilla de cacahuete que encontró en la pequeña cocina.
El agotamiento le llegaba hasta el mismo tuétano de sus huesos, pero de todas maneras no podía conciliar el sueño. En cambio, se quedó con los ojos abiertos, acariciando la piel de Bestia entre sus dedos, pensando cuantos obstaculos más se encontraría en su camino.
A la mañana siguiente se despertó antes de las cinco y puntualmente vomitó en el inodoro que tan minuciosamente había limpiado la noche antes. Durante el resto del día, intentó decirse que esto era sólo una reacción a la mantequilla de cacahuete.
– ¡Francesca! ¿¡Joder!, dónde estás?
Clara salía de su oficina cuando Francesca volvía de la sala de redacción donde acababa de entregar una hornada de periódicos de tarde al director de noticias.
– Estoy aquí, Clara -dijo fatigosamente-. ¿Cuál es el problema?
Hacía seis semanas ya desde que había comenzado el trabajo en KDSC, y su relación con la gerente de emisora no había mejorado. Según un chisme que había oído de los miembros del pequeño personal de KDSC, la carrera de radio de Clara empezó cuando pocas mujeres podían conseguir puestos en la difusión.
El gerente de emisora la contrató porque ella era inteligente y agresiva, y luego la despidió por la misma razón. Finalmente entró en la televisión, donde luchó batallas amargas por el derecho de relatar noticias serias en lugar de las historias más suaves consideradas apropiadas para periodistas femeninas.
Irónicamente fue derrotada por la igualdad de oportunidades. En los tempranos años setenta cuando obligaron a los patrones a contratar mujeres, evitaron a las veteranas que tenían cicatrices de batalla como Clara, con sus lenguas agudas y perspectivas cínicas, por caras más nuevas, más frescas, directamente de las facultades de periodismo, maleables graduadas en artes de comunicación.
Las mujeres como Clara tuvieron que tomar otra clase de empleos menos valorados para los que estaban sobrecalificadas, como emisoras de radio de pueblos perdidos. Por consiguiente, fumaban demasiado, cada vez estaban más amargadas, y hacían la vida miserable a cualquier mujer que sospechaban querían llegar a lo más alto con nada más que una bonita cara.
– He recibido una llamada del idiota del Banco de Sulphur City -Clara intentó mortificar a Francesca-. Quiere las promociones navideñas hoy en vez de mañana.
Señaló hacia una caja de impresos con un logotipo de un árbol acampanado, con el nombre de la emisora de radio en un lado y el nombre del banco en el otro.
– Pónte enseguida con ellos, y no utilices todo el día como la última vez.
Francesca se abstuvo de indicar que no habría tardado tanto esa vez si cuatro empleados no le hubieran pedido que hiciera unas diligencias adicionales… Se puso el abrigo de cuadros rojo y negro que se había comprado en una tienda Goodwill por cinco dólares y cogió las llaves del Dart de un gancho al lado de la ventana de estudio. Dentro, Tony March, el pinchadiscos de tarde, estaba leyendo unos papeles.
Aunque él no llevaba en la KDSC mucho tiempo, todos sabían que se marcharía pronto. Tenía una buena voz y una personalidad distinta. Para los locutores como Tony, la KDSC, con su señal poco impresionante de 500 vatios, era simplemente una piedra de toque hacía mejores cosas.
Francesca ya había descubierto que la única gente que se quedaba en la KDSC mucho tiempo era la gente como ella que no tenían ninguna otra opción.
El coche arrancó después de sólo tres intentos, que era casi un record. Giró alrededor y salió del aparcamiento. Un vistazo en el espejo retrovisor le mostró el pelo claro, recogido con una goma detrás de su cuello, y una nariz enrojecida por una serie de resfriados.
Su abrigo de cuadros era demasiado grande para ella, y no tenía, ni dinero, ni energía para mejorar su aspecto. Al menos no tenía que parar muchos avances de los empleados masculinos.
Hubo pocos éxitos durante estas seis semanas pasadas, pero muchos desastres. Uno de los peores había ocurrido el día antes de Acción de Gracias cuando Clara había descubierto que ella dormía sobre el canapé de la emisora y le había gritado delante de todos hasta que las mejillas de Francesca quemadan con la humillación.
Ahora ella y Bestia vivían en una especie de cocina-dormitorio sobre un garaje en Sulphur City. Era pequeño y mal amueblado por muebles desechados y una cama grumosa, pero el alquiler era barato y podía pagarlo por semanas, asi que intentó sentirse agradecida por cada feo centímetro.
También usaba el coche de la estación, un Dart, aunque Clara le descontaba la gasolina incluso cuando alguien más cogía el coche. Vivir en la pobreza la agotaba, sin preparación para la urgencia financiera, ninguna preparación para la urgencia personal, y absolutamente sin ninguna preparación para un embarazo no deseado.
Apretó los puños sobre el volante. Apretándose todo lo que pudo el cinturón, había logrado ahorrar ciento cincuenta dólares que la clínica de abortos de San Antonio le pedía para deshacerse del bebé de Dallie Beaudine.
Rechazaba pensar en las ramificaciones de su decisión; era simplemente demasiado pobre y estaba demasiado desesperada para considerar la moralidad del acto. Después de su cita del sábado, habría dejado atrás otro desastre. Esta era toda la introspección que se permitió.
Terminó de hacer sus diligencias en poco más de una hora y volvió a la emisora, sólo para tener que soportar a Clara gritando que se había marchado sin limpiar las ventanas de su oficina primero.
El siguiente sábado se levantó al amanecer e hizo el paseo de dos horas a San Antonio. La sala de espera de la clínica de abortos estaba escasamente amueblada, pero limpia. Se sentó sobre una silla de plástico, sus manos agarrando su mochila de lona negra, sus piernas fuertemente apretadas como si inconscientemente intentara proteger el pequeño pedazo de protoplasma que pronto sería arrancado de su cuerpo.
En la habitación había otras tres mujeres. Dos eran mexicanas y la otra era una rubia con la cara llena de acné y ojos desesperados. Todas ellas eran pobres.
Una mujer de mediana edad y de aspecto hispano con una blusa blanca y una falda oscura apareció en la puerta y dijo su nombre.
– Francesca, soy la Sra. García -dijo en un inglés ligeramente acentuado-. ¿Vienes conmigo, por favor?
Francesca entumecidamente la siguió en una pequeña oficina artesonada con falsa caoba. La Sra. García tomó asiento detrás de su escritorio e invitó a Francesca a sentarse en otra silla de plástico, diferenciada sólo por el color de las de la sala de espera.
La mujer era amistosa y eficiente cuando le ofreció los formularios para que Francesca los firmara. Entonces le explicó el procedimiento que ocurriría en uno de las salas quirúrgicas al final del pasillo. Francesca se mordió el interior de su labio inferior intentado no escuchar demasiado detenidamente.
La Sra. García hablaba despacio y con calma, usando siempre la palabra "el tejido", nunca "el feto". Francesca sintió gratitud. Después que había comprendido que estaba embarazada, había rechazado personificar al inoportuno visitante alojado en su matriz. Rechazaba conectarlo en su mente con aquella noche en un pantano de Louisiana.
Su vida había sido reducida al hueso… al tuétano… y no había ningún espacio para el sentimiento, ningún espacio para construir escenas románticos de mejillas rechonchas rosadas y pelo suave rizado, ninguna necesidad para usar la palabra "bebé", ni siquiera en sus pensamientos.
La Sra. García comenzó a hablar "de la aspiración vacía," y Francesca pensó en la vieja aspiradora que pasaba por la alfombra de la emisora de radio cada tarde.
– ¿Tienes alguna pregunta?
Negó con la cabeza. Las caras de las tres tristes mujeres de la sala de espera parecieron implantadas en su mente sin un futuro, ninguna esperanza. La Sra. García deslizó un folleto a través del escritorio metálico.
– Este folleto contiene información sobre el control de la natalidad que deberías leer antes de tener relaciones otra vez.
¿Otra vez? Los recuerdos de los besos profundos, calientes de Dallie se precipitaron sobre ella, pero las caricias íntimas que habían puesto una vez sus sentidos en llamas ahora parecían haber pasado a alguien más.
No podía imaginarse sentirse bien otra vez.
– No puedo tenerlo… a este tejido -dijo Francesca bruscamente, interrumpiendo a la mujer cuando le mostraba un diagrama de los órganos reproductivos femeninos.
La Sra. García paró de hablar e inclinó la cabeza para escuchar, obviamente acostumbrada a todo tipo de revelaciones privadas detrás de su escritorio.
Francesca sabía que no tenía ninguna necesidad de justificar sus acciones, pero no podía parar el flujo de palabras.
– ¿Usted no ve que esto es imposible? -sus puños apretados en nudos en su regazo-. No soy una persona horrible. No soy insensible. Pero apenas puedo tener cuidado de mí y un gato tuerto.
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