Bestia levantó su pierna trasera y comenzó a rascarse. Francesca le frunció el ceño.

– Ese es el hábito más absolutamente asqueroso que tienes, y si crees que lo vas a hacer alrededor de mi hija, puedes ir pensando en buscarte otra cosa.

Bestia no le hizo caso. Cogió un abrelatas oxidado y lo colocó sobre la tapa del bote, pero no comenzó a girarlo inmediatamente. En cambio, miró distraídamente hacía delante. Sabía por intuición que iba a tener una hija… una pequeña nenita adornada con lentejuelas de estrella americana a la que enseñaría desde el principio a confiar en algo más que en la belleza física que ella estaba predestinada a heredar de sus padres.

Su hija sería la cuarta generación de mujeres Serritella… y la mejor.

Francesca juró que enseñaría a su niña todas las cosas que se había visto obligada a aprender sola, todas las cosas que una pequeña tenía que conocer para que nunca terminara en medio de una sucia carretera preguntándose que demonios hacía allí.

Bestia interrumpió su sueño despierto golpeándola en su zapatilla de lona con la pata, recordándole su cena. Comenzó a abrir el bote.

– He decidido llamarla Natalie. Es un nombre bastante femenino, pero también fuerte. ¿Qué crees tú?

Bestia miraba fijamente al tazón de comida que estaba bajando lentamente, toda su atención enfocada en su cena. Un pequeño nudo se formó en la garganta de Francesca cuando lo puso en el suelo.

Las mujeres no deberían tener bebés cuando sólo tenían un gato con quien compartir sus sueños para el futuro. Pero rechazó autocompadecerse. Nadie la había obligado a tener a este bebé. Había tomado la decisión ella misma, y no iba a comenzar a lloriquear sobre ello ahora. Bajándose al viejo suelo de linóleo, se sentó con las piernas cruzadas al lado del tazón del gato y tendió la mano acariciándolo.

– ¿Te imaginas lo qué pasó hoy, Bestia? Fue la cosa más maravillosa -sus dedos resbalaban por la piel suave del animal-. Sentí un movimiento del bebé…

Despues de tres semanas de su entrevista con Clara, una epidemia de gripe golpeó a tres locutores de la KDSC y Clara se vio forzada a dejar a Francesca hacer un programa el miércoles por la mañana.

– Tienes que recordar que hablas para la gente -gritó cuando Francesca se dirigía al estudio con el corazón golpeándole freneticamente, como si las áspas de un helicóptero despegaran de su pecho.

El estudio era pequeño y recalentado. Una tabla de control forraba la pared perpendicular a la ventana del estudio, mientras el lado opuesto tenía unos compartimentos pequeños llenos de registros que debían salir al aire aquella semana.

El cuarto tenía también un anaquel giratorio de madera para cartuchos de cinta, un archivador gris para copias comerciales actuales, y, grabado en cada superficie plana, un surtido de anuncios y advertencias.

Francesca se sentó delante de la tabla de control y torpemente se colocó los auriculares sobre las orejas. Sus manos no dejaban de temblar. En pequeñas emisoras como la KDSC, no había ningún ingeniero de sonido para manejar la tabla de control; los locutores tenían que hacerlo ellos sólos.

Francesca había pasado horas aprendiendo las indicaciones de los registros, cómo manejar los interruptores del micrófono, como poner niveles de voz, y usar los tres cartuchos de cintas… o el carrito…, a sólo dos podía llegar una vez sentada en el taburete delante del micrófono.

Cuando las noticias AP (Asociación de Prensa,) se acabaron, miró la fila de relojes en su mesa de control. En su nerviosismo, parecieron cambiar de forma delante de ella, derritiéndose como relojes de Dali hasta que no pudo recordar para que era ninguno de ellos.

Se obligó a concentrarse. Su mano encendió el interruptor de selector AP. Empujó la palanca que abrió su micrófono y conservando encima del sonido sobre el disco a bajo volumen. Un chorrito de sudor se deslizaba entre sus pechos. Tenía que hacerlo bien. Si lo estropeaba, Clara nunca le daría una segunda oportunidad.

Cuando abrió la boca para hablar, su lengua pareció pegarse a la azotea de su boca.

– ¡Hola! -croó -soy Francesca Day hablándoles desde la KDSC con música durante un miércoles por la mañana.

Hablaba demasiado rápido, controlando todas sus palabras juntas, y no podía pensar en nada que decir aun cuando hubiera ensayado este momento en su mente cien veces. En un ataque de pánico, liberó el registro que sujetaba el primer tocadiscos y subiendo el sonido, pero puso la aguja demasiado cerca del borde del disco y se deslizó hacía afuera.

Ella gimió de forma audible, y luego comprendió que no había apagado el interruptor de su micrófono para que su gemido no hubiese salido al aire. Manoseó en los mandos.

En el área de recepción, Clara la miró por la ventana del estudio y sacudió su cabeza con repugnancia. Francesca se imaginó que podía oír la palabra "Twinkie " atravesando las paredes insonorizadas.

Sus nervios afortunadamente se estabilizaron y lo hizo mejor, pero había escuchado suficientes cintas de buenos locutores durante los últimos meses para saber lo mediocre que ella era. Comenzó a dolerle la espalda por la tensión.

Cuando finalmente su espacio terminó y ella salió cojeando del estudio por el agotamiento, Katie le dedicó una sonrisa comprensiva y murmuró algo sobre los nervios de los principiantes. Clara salió de golpe de la oficina y anunció que la epidemia de gripe se había extendido a Paul Maynard, y tendría que poner a Francesca en el aire otra vez la tarde siguiente.

Habló tan mordazmente que Francesca no tuvo ninguna duda acerca de cómo se sentía con respecto a la situación.

Esa noche, cuando utilizaba uno de sus cuatro tenedores doblados en la cocina para empujar unos huevos revueltos recalentados alrededor de su plato, trataba de entender por milésima vez que hacía mal. ¿Por qué no podía hablar ante un micrófono de la manera que hablaba a las personas?

Personas. Dejó al lado del plato el tenedor cuando le sobrevino un pensamiento repentino. ¿Clara seguía hablando de la gente, pero dónde estaban? Impulsivamente, se levantó de un salto de la mesa y comenzó a hojear las revistas que había traído de la emisora.

Finalmente, recortó cuatro fotografías de personas que seguramente se parecerían al tipo de gente que la escucharía al dia siguiente… una madre jóven, una vieja señora de pelo blanco, una esteticista, y un camionero demasiado gordo como esos que viajaban a través del condado por la carretera estatal y cogían la señal de la KDSC durante aproximadamente cuarenta kilómetros.

Los miró fijamente durante el resto de la tarde, inventando historias imaginarias y debilidades personales. Ellos serían su audiencia para su programa de mañana. Sólo estos cuatro.

La tarde siguiente colocó las fotografias al lado de la mesa de control, dejando caer a la señora vieja dos veces porque sus dedos estaban torpes. El pinchadiscos de mañana encendió las noticias AP, y ella se sentó para ajustarse los auriculares. No más imitaciones de pinchadiscos.

Iba a hacerlo a su manera. Miró las fotografías delante de ella… la madre jóven, la anciana, la esteticista, y el camionero. Habla con ellos, ¡maldita sea!. Sé tú misma, y olvídate de todo lo demás.

Las noticias AP se terminaron. Miró fijamente a los amistosos ojos negros de la madre jóven, encendiendo el interruptor de su micrófono, y respiró hondo.

– ¡Hola a todos!, soy Francesca y estoy aquí para traeros música y palique durante un jueves por la tarde. ¿Estaís pasando un dia absolutamente maravilloso? Espero que sí. Si no, tal vez podemos hacer algo para remediarlo.

Dios, sonaba como Mary Poppins.

– Estaré con vosotros toda la tarde, afortunada o desgraciadamente, dependiendo si puedo encontrar el interruptor correcto de mi micrófono.

Esto estaba mejor. Podía sentirse un poco más relajada.

– Vamos a comenzar nuestra tarde juntos con música -miró a su camionero. Parecía un tipo que a Dallie le gustaría, un bebedor de cerveza que adoraba el fútbol y los chistes sucios. Le dedicó una sonrisa privada-. Os voy a poner una canción absolutamente insulsa de Debby Boone. Prometo que las melodías mejorarán según avancemos.

Puso en movimiento el primer plato giratorio, bajó su micrófono, y cuando la voz dulce de Debby Boone vino sobre el monitor, echó un vistazo hacia la ventana del estudio. Tres caras asustadas habían aparecido como un grupo de gatos en una caja… Katie, Clara, y el director de noticias.

Francesca se mordió el labio, empezó a preparar la cinta con la publicidad grabada y mientras contaba. No había llegado a diez cuando Clara cerró de golpe la puerta del estudio.

– ¿Se te ha ido la cabeza? ¿Cómo puedes decir, una canción insulsa?

– Radio con Personalidad -dijo Francesca, lanzando a Clara una mirada inocente y un movimiento despreocupado con su mano, como si todo eso no fuera nada más que una alondra.

Katie asomó la cabeza por la puerta.

– Las líneas telefónicas comienzan a encenderse, Clara. ¿Que quieres que haga?

Clara pensó por un momento y luego miró Francesca.

– Bien, Señorita Personalidad. Coje las llamadas en el aire. Y manten el dedo al lado del botón de pausa, porque los oyentes no siempre se muerden la lengua.

– ¿En el aire? ¡No puedes hablar en serio!

– Has sido tú quién ha decidido hacerse la graciosa. No te acuestes con marineros si no quieres tener enfermedades venéreas -Clara salió del estudio y se quedó mirando por la ventana fumando y escuchando.

Debby Boone cantó los acordes finales "You Light Up My Life," y Francesca puso una cuña publicitaria de treinta segundos de un almacén de madera local. Después, abrió su micrófono. Personas, se dijo. Sólo vas a hablar con personas.

– Las líneas telefónicas están abiertas. Francesca al habla. ¿Qué tienes en mente?

– Pienso que eres una adoradora del diablo -dijo la voz de una mujer malhumorada al otro lado de la línea-. ¿No sabes que Debby Boone escribió esa canción dedicada al Señor?

Francesca miró fijamente a la imagen de la señora de pelo blanco cogiéndola de la mesa de control. ¿Cómo aquella vieja y dulce señora podía haberle dicho algo como eso? Se encrespó.

– ¿Debby le dijo eso personalmente?

– No seas impertinente -replicó la voz-. Tenemos que escuchar a todas horas esas canciones sobre sexo, sexo, y sexo. Entonces oímos algo agradable y tú te ríes de ello. Alguien a quien no le gusta esa canción no ama al Señor.

Francesca miró airadamente a su señora vieja.

– ¿Esta es una actitud terriblemente intolerante, no lo cree así?

La mujer colgó sin más, el golpe del receptor pareció como una bala pasando por sus auriculares. Con retraso, Francesca recordó que estos eran sus oyentes y ella, como se suponía, tendría que ser agradable con ellos. Hizo una mueca a la fotografía de la madre jóven.

– Lo siento. Quizá no debería haber dicho eso, pero ella sonaba como una persona perfectamente espantosa, ¿verdad?

Con el rabillo del ojo, pudo ver a Clara bajar la cabeza y poner la mano en su frente. Hizo una enmienda precipitada.

– Desde luego, he sido terriblemente intolerante, yo misma en el pasado. Por ello, no debería lanzar piedras -golpeó el interruptor telefónico-. Francesca, al habla. ¿Qué tienes en mente?

– Sí… uh. Soy Sam. Te llamo desde la parada para camioneros Diamond en la noventa de E.E.U.U. Escucha… uh… Me ha encantado lo que has dicho sobre esa canción.

– ¿No te gusta a tí tampoco, Sam?

– Nada. Para mí, es una canción para que la escuchen los caballos…Por lo que a mí respecta, es el pedazo más grande de mierda en la historia de la m…

Francesca golpeó el interruptor de pausa justo a tiempo. Habló jadeando.

– Tienes una boca grosera, Sam, y te corto.

El incidente la desconcertó, y golpeó el montón de anuncios de servicio público cuidadosamente ordenados al suelo en el momento que se identificaba su siguiente oyente como Sylvia.

– ¿Si piensas que 'Light Up My Life' es tan mala, por qué la has puesto? -preguntó Sylvia.

Francesca decidió que el único modo en el que ella podría tener éxito en esto era ser ella misma… para mejor o para peor. Ella miró a su esteticista.

– En realidad, Sylvia, me gustó la canción al principio, pero estoy algo cansada de ella de escucharla todos los dias. Esto es parte de nuestra política de programas. Si no la pongo una vez durante mi espectáculo, podría perder mi trabajo, y para ser perfectamente honesta, a mi jefa tampoco le gusta mucho que digamos…

La boca de Clara se abrió en un grito silencioso al otro lado de la ventana.

– Sé exactamente lo que piensas -contestó la oyente. Y luego para sorpresa de Francesca, Sylvia le confesó que su jefe último le había hecho la vida miserable, también. Francesca hizo unas preguntas comprensivas, y Sylvia, quien era obviamente de la clase habladora, contestaba sinceramente.