Gerry, que tenía pocas inhibiciones en público, tenía incluso menos en el dormitorio.

Pero su atracción por él era más que sexual. En primer lugar, era tan físicamente activo como ella. Durante los tres meses de su aventura habían tomado lecciones de paracaidismo juntos, habían hecho montañismo, y hasta habían intentado volar en ala delta.

Estando con él la vida era una aventura interminable. Le gustaba su entusiasmo. Le gustaba su pasión y su lealtad, el entusiasmo con el que comía, su risa sin inhibiciones, su sentimentalismo imperturbable. Había una vez entrado a la habitación y se lo había encontrado llorando viendo un anuncio de Kodak, y cuando había bromeado sobre ello, no había puesto ni una excusa.

Hasta le gustaba su chovinismo masculino. A diferencia de Dallie que, a pesar de ser un chico de campo, era el hombre más liberado que alguna vez había conocido, Gerry se adhería a las ideas sobre las relaciones de macho-hembra más propias de los años cincuenta. Y Gerry siempre la miraba tan perplejo cuando ella se enfrentaba a él por eso, parecía tan alicaído que él, el radical de los radicales, no podía parecer comprender uno de los principios más básicos de una gran revolución social.

– ¡Hola!, Holly Grace -dijo, andando hacia ella.

Ella se inclinó para poner su pegajoso daiquiri de fresa sobre la mesa de centro e intentó mirarlo como si no lograra recordar su nombre.

– Ah, hola, Gerry.

Su estratagema no funcionó. Se acercó más, su cuerpo compacto avanzando con una determinación que le envíaba temblores de aprehensión.

– No se te ocurra tocarme, tú, terrorista rojo -advirtió, poniendo la mano como si en ella tuviera un crucifijo que pudiera detenerlo.

Él dio un paso por delante de la mesa de centro.

– Lo digo en serio, Gerry.

– ¿De que tienes miedo, nena?

– ¡No tengo miedo! -se mofó, aumentando la distancia-. ¿Yo? ¿Con miedo de tí? En tus sueños, rojo izquierista.

– Dios, Holly Grace, menuda boca tienes -se paró delante de ella y sin darse la vuelta dijo a su hermana-. Naomi, ¿Teddy y tú podeís encontrar algo que hacer en la cocina unos minutos?

– Ni pienses en marcharte, Naomi -pidió Holly Grace.

– Lo siento, Holly Grace, pero la tensión no es buena para una mujer embarazada. Ven, Teddy. Vamos a hacer palomitas de maíz.

Holly Grace respiró hondo. Esta vez no permitiría a Gerry conseguir lo mejor de ella, costara lo que costara. Su aventura había durado tres meses, y él los había aprovechado hasta el último segundo.

Mientras ella había estado enamorándose, él simplemente había estado usando su celebridad como un modo de conseguir su nombre en los periódicos para hacer públicas sus actividades anti-nucleares. Holly Grace no podía creer lo imbécil que había sido. Los viejos radicales nunca cambiaban.

Acababan sus licenciaturas de derecho para aprender y actualizar nuevos trucos.

Gerry tendió la mano para tocarla, pero el contacto físico con él tendía a nublar su pensamiento, así que retiró su brazo antes de que pudiera entrar en contacto.

– Mantén tus manos lejos de mí, embustero.

Ella había sobrevivido estos meses sin él muy agradablemente, y no iba a tener una recaída ahora. Era demasiado mayor para morir dos veces en un año de un corazón roto.

– ¿No crees que esta separación ha durado ya mucho tiempo? -dijo él-. Te hecho de menos.

Lo miró con chulería.

– ¿Que te pasa? ¿Ya no consigues salir en televisión, ahora que no salimos juntos?

Le encantaba acariciar esos rizos oscuros. Recordaba la textura de esos rizos… suaves y sedosos. Se los envolvía alrededor de sus dedos, los tocaba con sus labios.

– No comiences con eso, Holly Grace.

– ¿No te dejan hacer discursos en las noticias nocturnas, ahora que hemos roto? -dijo ella cruelmente-. ¿Tenías todo el asunto muy bien estudiado, no? Mientras te calentaba la cama como una estúpida, tú enviabas comunicados de prensa.

– Realmente comienzas a la hartarme. Te quiero, Holly Grace. Te quiero más que a nada que haya querido en mi vida. Teníamos algo bueno.

Lo estaba haciendo. Le rompería el corazón otra vez.

– La única cosa buena que tuvimos fue nuestra vida sexual.

– ¡Teníamos mucho más que sexo!

– ¿Como qué? No me gustan tus amigos, y seguro como que hay infierno que no me gusta tu política. Además, sabes que odio a los judíos.

Gerry gimió y se sentó sobre el canapé.

– Ah, Dios, ya estamos otra vez.

– Soy una anti-semita convencida. Realmente lo soy, Gerry. Soy de Texas. Odio a los judíos, odio a los negros, y pienso que todos los gays deberían estar en la carcel. ¿Entonces, qué clase de futuro tendría con un rojo izquierdista como tú?

– No odias a los judíos -dijo Gerry razonablemente, como si le hablaba a un niño-. Y hace tres años firmaste una petición de derechos de los homosexuales que fue publicada en cada periódico de Nueva York, y el año pasado tuviste un asunto sumamente público con cierto amplio receptor de los Pitsburgh Steelers.

– Era mulato -contestó Holly Grace-. Y votaba siempre Republicano.

Despacio él se levantó del canapé, su expresión preocupada y alerta.

– Mira, nena, no puedo dejar mi política, ni siquiera por tí. Sé que no apruebas nuestro enfoque…

– Todos vosotros sois unos malditos santurrones -silbó-. Tratas a todos los que no están de acuerdo con tus métodos como a belicistas. Pues bien, tengo noticias para ti, camarada. Ninguna persona sana quiere vivir con armas nucleares, pero no todos creen que es adecuado desprendernos de nuestros misiles mientras los Soviets se sientan encima de una caja de juguete llena con los suyos.

– No sabes nada de los Soviets…

– No te escucho -cogió su bolso y llamó a Teddy. Dallie tenía razón todas las veces que le decía que el dinero no podía comprar la felicidad. Ella tenía treinta y siete años y quería anidar. Quería tener un bebé mientras todavía pudiera, y quería un marido que la amara por ella misma, no sólo por la publicidad que llevaba consigo.

– Holly Grace, por favor…

– Que te jodan.

– ¡Maldita sea! -él la agarró entonces, la envolvió en sus brazos, y presionó su boca con la suya en un gesto que no era tanto un beso como una manera de distraer su deseo de zarandearla hasta hacerla rechinar los dientes.

Eran de la misma altura, y Holly Grace practicaba pesas, así que Gerry tuvo que usar una fuerza considerable para sujetar sus brazos a los lados. Ella finalmente dejó de luchar para que pudiera besarla de la manera que él sabía… la manera que a ella le gustaba.

Finalmente sus labios se separaron para que él pudiera deslizar su lengua dentro.

– Venga, nena -susurró él-. Ámame de nuevo.

Ella lo hizo, solamente un momento, hasta que comprendió lo que hacía. Cuando Gerry la sintió ponerse rígida, inmediatamente deslizó la boca a su cuello donde le chupó largamente, haciéndole un chupetón.

– Me lo has vuelto a hacer otra vez -gritó retorciéndose, se alejó de él mientras se tocaba el cuello.

Él había puesto su marca sobre ella deliberadamente y no pidió perdón.

– Siempre que veas esa marca, quiero que recuerdes que estás tirando por la borda la mejor cosa que alguna vez le ha pasado a cualquiera de nosotros.

Holly Grace le lanzó una mirada furiosa y se volvió hacía Teddy, que acababa de entrar con Naomi.

– Ponte el abrigo y dí a Naomi ¡adiós!

– Pero Holly Grace…-protestó Teddy.

– ¡Ahora! -le abrochó a Teddy el abrigo, cogió el suyo, y salieron por la puerta sin despedirse.

Cuando desaparecieron, Gerry evitó el reproche en los ojos de su hermana fingiendo estudiar una figura metálica sobre la chimenea. Incluso aunque él tuviera cuarenta y dos años, no estaba acostumbrado a ser el maduro en una relación.

Él estaba acostumbrado a las mujeres maternales, que estaban de acuerdo con sus opiniones, que limpiaban su apartamento. Él no estaba acostumbrado a una belleza espinosa de Texas quien se reiría en su cara si le pedía que le lavara una pequeña cantidad de ropa.

La amaba tanto que sentía como si una parte de él se hubiera marchado de la casa con ella. ¿Que iba a hacer? No podía negar que había aprovechado la publicidad de su relación.

Era instintiva… la manera como hacía las cosas. Durante los pasados años, los medios de comunicación no habían hecho caso a sus mejores esfuerzos para llamar la atención hacia su causa, y no estaba en su naturaleza volver la espalda a la publicidad gratis.

Ella parecía no entender que esto no tenía nada que ver con su amor hacía ella… él solamente agarraba sus ocasiones como siempre hacía.

Su hermana se puso delante de él, y él otra vez se inclinó para dirigirse a su barriga.

– Te habla tu Tío Gerry. Si hay dentro hay un niño, protege tus pelotas porque aquí fuera hay cerca de un millón de mujeres esperando para rompértelas.

– No bromees sobre ello, Gerry -dijo Naomi, sentándose en una de las butacas.

Hizo una mueca.

– ¿Por qué no? Tienes que admitir que lo que me pasa con Holly Grace es malditamente gracioso.

– Siempre estaís discutiendo -dijo ella.

– Es imposible discutir con alguien que no tiene sentido -replicó él beligerantemente-. Ella sabe que la amo, y que no es, maldita sea, porque sea famosa.

– Ella quiere un bebé, Gerry.

Él se puso rígido.

– Ella solamente piensa que quiere un bebé.

– Eres un completo idiota. Siempre que estaís juntos, discutís sin cesar sobre vuestras diferencias politicas y sobre quién utiliza a quién. Solamente una vez, me gustaría oír que uno de los dos admite que el motivo por el que no podeís estar juntos es porque ella desesperadamente quiere tener un bebé y tú todavía no has crecido bastante para ser padre.

Él la fulminó con la mirada.

– Esto no tiene que ver con crecer o no. Rechazo traer un niño a un mundo que tiene una nube en forma de hongo colgando sobre el.

Ella le miró tristemente, una mano descansando sobre su estómago redondeado.

– ¿Estás de broma, Gerry? Tienes miedo de ser padre. Tienes miedo de no entender a tu hijo como papá no te entendía… Dios lo tenga en su gloria.

Gerry no dijo nada, se iría al infierno antes de dejar que Naomi le viera con lágrimas en los ojos, así que le dió la espalda y se marchó directamente a la puerta.

Capítulo 23

Francesca sonrió directamente a la cámara de "Francesca Today" cuando la música fue apagándose y el programa comenzó.

– ¡Hola a todos! Espero que tengan sus televisiones cerca y que hayan terminado sus asuntos urgentes en el cuarto de baño, porque les garantizo que no van a querer moverse de sus asientos una vez que les presente a nuestros cuatro jóvenes invitados de esta tarde.

Inclinó la cabeza hacia la luz roja que venía sobre al lado de la cámara dos.

– Esta noche completamos con el último capitulo la serie dedicada a la nobleza británica. Como todos saben, hemos tenido nuestros puntos altos y nuestros puntos bajos desde que hemos venido a Gran Bretaña, hasta no intentaré fingir que nuestro último programa fue la bomba, pero vamos a compensarlo con creces esta noche.

De reojo, vio que su productor, Nathan Hurd, se ponía las manos en las caderas, un signo seguro que estaba disgustado.

Él odiaba cuando ella reconocía en directo que uno de sus programas no había salido perfecto, pero su famoso invitado real del último programa había sido tan soso que hasta sus preguntas más impertinentes no habían logrado animarlo.

Lamentablemente, el programa a diferencia del que iban a grabar ahora, se había difundido en directo y no habían podido cortar o volver a grabar.

– Conmigo esta tarde hay cuatro atractivos jóvenes, todos ellos hijos de famosos aristócratas del reino británico. ¿Alguna vez se han preguntado qué se sentiría al crecer sabiendo que su vida ya ha sido planeada de antemano? ¿Los jóvenes ingleses de sangre azul tienen deseos de rebelarse alguna vez? Vamos a preguntarles.

Francesca presentó a sus cuatro invitados, que fueron sentándose comodamente en la elegante sala de estar construida a semejanza de la del estudio de Nueva York donde se realizaba "Francesca Today" normalmente.

Entonces centró su atención hacía la única hija de un renombrado Duque de Gran Bretaña.

– ¿Lady Jane, has pensado alguna vez en mandar al diablo la tradicción familiar y fugarte con el chofer?


Lady Jane se rió, ruborizándose, y Francesca supo que iba a ser un programa divertido.

Dos horas más tarde, con la grabación terminada y las respuestas de sus jóvenes invitados frescas en su mente, Francesca salió de un taxi y entró en el Connaught.

La mayor parte de los americanos consideraban al Claridge como el mejor hotel de Londres, pero Francesca prefería el pequeño Connaught, que sólo tenía noventa habitaciones, el mejor servicio del mundo, y una mínima posibilidad de chocar con una estrella de rock en el pasillo.