Ella se cuidaba, pues su cuerpo era su negocio, pero cuando la gente deliraba sobre sus hermosos ojos verdes, sus pómulos delicados y el brillo de su pelo castaño, Francesca se alejaba de ellos.
La experiencia dolorosa la había enseñado que haber nacido con una cara como la suya era más una maldición que una bendición. La fuerza de carácter venía del trabajo duro, no de la longitud de las pestañas.
La ropa, sin embargo, era otro asunto.
Inspeccionó el guardarropa que había traído con ella, rechazó un Kamali plateado y un Donna Karan delicioso, decidiéndose por un vestido de seda negra sin tirantes diseñado por Gianni Versace. El vestido dejaba al descubierto los hombros, ceñía la cintura, y caía en niveles suaves y desiguales a medio muslo.
Vistiéndose rápidamente, recogió su bolso y alcanzó su marta. Cuando los dedos acariciaron el cuello suave de piel, vaciló, deseando que Stefan no le hubiera regalado el abrigo. Pero él parecía tan trastornado cuando ella trató de negarse que finalmente se rindió. Todavía, tenía aversión a la idea de todo esos pequeños animales peludos que morían para que ella pudiera vestirse a la moda. También, la fastuosidad del obsequio ofendía sutilmente su sentido de la independencia.
Apretando tercamente la mandíbula, pasó por alto la piel y cogió un llameante chal color fucsia. Entonces, por primera vez esa tarde, realmente se miró en el espejo. El vestido de Versace, pendientes periformes de diamante, medias negras rociadas de una niebla de cuentas diminutas doradas, zapatos italianos de tacón de aguja… todos los lujos que se podía permitir. Con una sonrisa se puso el chal sobre los hombros desnudos y comenzó a andar hacía el ascensor.
Dios bendiga a América.
Capitulo 24
– Te estás vendiendo, eso es lo que vas a hacer -dijo Skeet a Dallie, que fruncía el ceño en la parte posterior del taxi que avanzaba lentamente por la Quinta Avenida-. Puedes tratar de pintarlo de otra manera, hablando de grandes oportunidades y nuevos horizontes, pero lo que vas a ser es un vendido.
– Lo que soy es realista -contestó Dallie con irritación-. Si no fueras un maldito ignorante, verías que esto es más o menos la posibilidad de mi vida.
Montarse en un coche con alguien que no fuera él conduciendo siempre había puesto a Dallie de mal humor, pero metido en un monstruoso atasco en Manhattan y con el taxista que sólo hablaba Farsi, Dallie había pasado el punto de ser apto para una conversación humana.
Skeet y él habían pasado las dos últimas horas en la Taberna sobre el Green, siendo agasajados por el representante de Network, que quería que Dallie firmara un contrato exclusivo de cinco años para comentar en directo torneos de golf.
Había hecho algunos comentarios para ellos el año anterior mientras se reponía de una fractura de muñeca, y la respuesta de la audiencia había sido tan favorable que Network había ido inmediatamente tras él. Dallie tenía la misma actitud cómica, irreverente en el aire como Lee Trevino y Dave Marr, actualmente los más divertidos de los jugadores-comentaristas.
Pero como uno de los vicepresidentes de Network había comentado a su tercera esposa, Dallie era mucho más guapo que cualquiera de ellos.
Dallie había hecho una concesión al sastre por la importancia de la ocasión y llevaba un traje azul marino, con una corbata respetable marrón de seda muy bien anudada en el cuello de su camisa de etiqueta azul pálida. Skeet, sin embargo, se había conformado con una chaqueta de pana de J. C. Penney(venta por catálogo) con una corbata de cuerda que había ganado en 1973 en una feria, pescando un pececito rojo por diez centavos.
– Estás vendiendo el talento que Dios te ha dado -insistió Skeet tercamente.
Dallie le miró con el ceño fruncido.
– Y tú eres un máldito hipócrita, eso es lo que eres. Tanto como puedo recordar, has estado empujando agentes de talento de Hollywood bajo mi garganta e intentando convencerme para posar con mujeres ideales, llevando nada más que un taparrabos, pero ahora que tengo una oferta de cierta dignidad, te pones todo indignado.
– Esas otras ofertas no interferían con tu golf. Maldita sea, Dallie, no te habrías perdido un solo torneo si hubieras participado como invitado en 'El Barco del Amor' antes de empezar la temporada, pero hablamos de algo enteramente diferente aquí. Hablamos acerca de sentarte en la cabina de comentaristas para hacer comentarios de borrico sobre las camisas rosadas de Greg Norman mientras Norman está en el campo haciendo historia en el golf. ¡Hablamos acerca del fin de tu carrera profesional! No he oído nada de que subieras a la cabina sólo cuando no pases el corte, como hace Niklaus, y los otros grandes jugadores. Ellos hablan acerca de tenerte la jornada completa. En el puesto de comentaristas, Dallie… no dentro del campo de golf.
Era uno de los discursos más largos que Dallie había oído jamás decir a Skeet, y el volumen completo de palabras lo tuvo momentáneamente groggy. Pero entonces Skeet murmuró algo entre dientes, poniendo a Dallie casi al límite de su resistencia.
Logró sujetar su genio sólo porque sabía que estas últimas temporadas su golf casi había roto el corazón de Skeet Cooper.
Esto había comenzado unos años atrás cuando iba conduciéndo tras salir de un bar en Wichita y casi había matado a un niño adolescente que montaba una bici de diez velocidades. Había dejado de tomar productos farmacéuticos ilegales a finales de los setenta, pero había seguido su amistad con la cerveza hasta aquella noche.
El muchacho acabó con nada más grave que una costilla rota, y la policia había sido más benevolente con Dallie que lo que se merecía, pero le había impresionado tanto que había dejado la bebida directamente después. No había sido fácil, lo que decía justamente cuanto había llegado a significar la bebida para él.
Quizá nunca pasaría el corte en el Masters o no se llevaría el trofeo del U.S. Classic, pero se sentiría maldito si mataba a un niño porque había bebido demasiado.
Para su sorpresa, dejando la bebida había mejorado inmediatamente su juego, y un mes después había quedado tercero en el Bob Hope, directamente ante las cámaras de televisión. Skeet era tan feliz que casi lloró.
Aquella noche Dallie lo había oído por casualidad hablando con Holly Grace por teléfono.
– Sabía que podría hacerlo -decía Skeet-. Sólo mira. Es así, Holly Grace. Él va a ser uno de los grandes. Todo le saldrá bordado a nuestro muchacho ahora.
Pero no le salió, no exactamente. Y eso era lo que le rompía el corazón a Skeet. Un par de veces cada temporada Dallie quedaba segundo o tercero en uno de los Torneos mayores, pero se había hecho bastante obvio para los dos que, con treinta y siete, sus mejores años ya se habían ido y nunca ganaría un campeonato grande.
– Tú tienes habilidad -dijo Skeet, mirando fijamente por la ventana del taxi-. Tienes habilidad y tienes talento, pero algo dentro de tí te impide ser un verdadero campeón. Sólo que te juro que no sé lo que es.
Dallie lo sabía, pero no lo dijo.
– Ahora escuchame, Skeet Cooper. Todos entienden que ver el golf por televisión es casi tan interesante como mirar a alguien dormir. Estos de Network están dispuestos a pagarme un dinero espectacular por animar un poco sus retrasmisiones, y yo no veo ninguna necesidad de tirarles su generosidad a la cara.
– Estos de Network llevan colonia cara -se quejó Skeet, como si eso lo dijera todo. -¿Y desde cuándo te has vuelto tan preocupado por el dinero?
– Desde que miré el calendario y vi que tenía treinta y siete años, desde entonces -Dallie se inclinó hacía adelante y bruscamente golpeó sobre el cristal de separación con el conductor-. ¡Eh!, usted! Páreme en la siguiente esquina.
– ¿Dónde piensas que vas?
– A ver a Holly Grace, ahí voy. Y voy solo.
– No te servirá de nada. Ella dirá lo misma que yo, que te estás vendiendo.
Dallie abrió la puerta de todos modos y saltó delante de Cartier. El taxi arrancó, y él dio un paso directamente en un montón de mierda de perro.
Esto le estaba muy bien empleado, pensó, por comer un almuerzo que costaba más que el presupuesto anual de la mayor parte de las naciones del Tercer Mundo.
Sin prestar atención a las miradas de varias transeuntes, comenzó a raspar la suela de sus exclusivos zapatos en el bordillo. Fue entonces cuando El Oso pasó detrás de él, justo allí en pleno centro de la ciudad. Ya puedes firmar mientras todavía te quieran, dijo El Oso. ¿Cuánto más vas a alargar esta broma?
No estoy de broma. Dallie comenzó a andar por la Quinta Avenida, dirigiéndose hacia el apartamento de Holly Grace.
El Oso se quedó con él, sacudiendo su gran cabeza rubia con repugnancia. ¿Pensaste que dejar la bebida te garantizaba hacer unos eagles por hoyo, no muchacho? Pensaste que sería así de simple. ¿Por qué no le dices al viejo Skeet qué es realmente lo que te contiene? ¿Por qué no le dices simplemente que no tienes las suficientes agallas para ser campeón?
Dallie aceleró el paso, haciendo todo lo posible para perder a El Oso entre la muchedumbre. Pero El Oso era tenaz. Le llevaba siguiendo demasiado tiempo, y no iba a abandonar ahora.
Holly Grace vivía en la Torre de Museo, los apartamentos de lujo construidos encima del Museo de Arte Moderno, que hacía que pusiera en sus tarjetas de visita que dormía encima de las obras de los mejores pintores del mundo.
El portero reconoció a Dallie y le permitió entrar al apartamento a esperarla. Dallie no había visto a Holly Grace durante varios meses, aunque hablaban por teléfono con frecuencia y no les sucedía nada que no hubieran discutido con el otro.
El apartamento no era del estilo de Dallie, con demasiados muebles blancos, con las sillas de forma libre que no encajaban con su cuerpo larguirucho, y alguna obra de arte abstracto que le recordaba una charca verde.
Se quitó el abrigo y la corbata, y puso la cinta Born in the USA en un radiocassette que había encima de una mesita que parecía diseñada para sostener el equipo de un dentista. Rebobinó hacía adelante hasta "Darlington County," que, en su opinión, era una de las diez mejores canciones americanas alguna vez escritas. Mientras el Boss cantaba acerca de sus aventuras con Wayne, Dallie deambulaba por la espaciosa sala de estar, finalmente parándose delante del piano de Holly Grace.
Desde la última vez que había estado allí, ella había agregado un grupo de fotografías en marcos de plata a la colección de pisapapeles de cristal que siempre estaban encima del piano. Vió varias fotos de Holly Grace y su madre, un par de fotos de él, algunas fotos de los dos juntos, y una fotografía de Danny que habían tomado en Sears en 1969.
Los dedos de Dallie apretaron el borde del marco cuando lo recogió. La cara redonda de Danny miraba hacia atrás, con los ojos muy abiertos y sonriendo, una burbuja diminuta de baba sobre el interior de su labio inferior. Si Danny viviera, tendría dieciocho años ahora. Dallie no podía imaginárselo.
No podía imaginarse a Danny con dieciocho años, tan alto como él mismo, rubio y ágil, tan guapo como su madre. En su mente, Danny siempre sería un niño que corría hacia su padre de veinte años con un pañal cargado alrededor de sus rodillas y sus bracitos rechonchos extendidos con confianza perfecta.
Dallie dejó en su sitio la fotografía y apartó la mirada. Después de todos estos años, el dolor estaba todavía allí… no tan devastador, tal vez, pero todavía seguía allí.
Se distrajo estudiando una fotografía de Francesca que llevaba unos pantalones cortos rojo brillantes y se reía raviosamente a la cámara.
Estaba subida encima de una roca grande, apartando el pelo de su cara con una mano y sujetando a un bebé gordinflón entre sus piernas con la otra. Sonrió. Parecía feliz en la foto. Ese tiempo con Francesca fue un tiempo bueno en su vida, parecido a vivir dentro de un chiste privado. Todavía, le provocaba reír.
¿Quien habría pensado alguna vez que la señorita Pantalones de Lujo resultaría tener tal éxito? Lo había conseguido sola, también… él conocía eso por Holly Grace. Había criado a un bebé sin nadie para ayudarla e hizo una carrera para ella.
Desde luego, él había visto algo especial en ella diez años antes… una batalladora, la manera que tenía de ir por la vida derecha a por lo que quería, sin pensar en las consecuencias. Por una fracción de segundo destelló en su mente que Francesca había llegado a la meta mientras él seguía parado en el arcén.
La idea no lo complació, y volvió a rebobinar la cinta de Springsteen para distraerse. Entró en la cocina y abrió el refrigerador, evitando las Miller Lite de Holly Grace sacó un Dr.Pepper. Él siempre había apreciado el hecho que Francesca fuera honesta con Holly Grace sobre el bebé de ella.
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