Había sido natural para él preguntarse si el bebé no pudiera ser suyo, y Francesca seguramente podría haber pasado el niño del viejo Nicky por suyo sin demasiados problemas. Pero no lo había hecho, y la admiraba por ello.

Quitándo la tapa de la botella de Dr. Pepper, anduvo atrás al piano y miró alrededor buscando otra foto del hijo de Francesca, pero sólo encontró esa. Le molestaba el hecho que siempre que el niño era mencionado en un artículo sobre Francesca, siempre era identificado como el producto de un temprano matrimonio infeliz y que Francesca había rechazado dar el apellido del padre al niño.

Por lo que Dallie sabía, él, Holly Grace, y Skeet eran las únicas personas que sabían que ese matrimonio nunca había existido, pero todos ellos tenían bastante respeto por lo que Francesca había conseguido para mantener sus bocas cerradas.

La amistad inesperada que se había desarrollado entre Holly Grace y Francesca le parecía a Dallie una de las relaciones más interesantes de la vida, y él había mencionado a Holly Grace más de una vez que le gustaría pasar un tiempo con ellas para verlas juntas.

– No puedo imaginarlo -le dijo una vez-. Todo lo que puedo ver es a tí hablando del último partido de los Cowboys mientras Francie habla sobre sus zapatos Gucci y se admira en el espejo.

– Ella no es así, Dallie. Habla de muchas más cosas que de sus zapatos.

– Esto me parece irónico -contestó él -que alguien como ella esté criando a un niño. Te apuesto algo que el muchacho crecerá raro.

A Holly Grace no le había gustado aquella observación, así que había dejado de bromear, pero podía ver que estaba preocupada por lo mismo. Por eso se imaginaba que el niño sería algo afeminado.

Dallie había rebobinado Born in USA por tercera vez cuando oyó una llave en la puerta de la calle. Holly Grace le llamó:

– ¡Eh!, Dallie. El portero me ha dicho que te ha dejado entrar. Pensaba que no llegabas hasta mañana.

– Ha habido un cambio de planes. Maldita sea, Holly Grace, este lugar me recuerda a un consultorio.

Holly Grace tenía una mirada peculiar sobre su cara cuando pasó desde el pasillo, su pelo rubio sobre el cuello de su abrigo.

– Eso es exactamente lo que Francesca siempre dice. Francamente, Dallie, es como algo fantasmal. A veces los dos me dais horror.

– ¿Y eso, por qué?

Ella dejó su bolso sobre un canapé blanco de cuero.

– No vas a creer esto, pero teneis ciertas semejanzas extrañas. ¿Piensas, que tú y yo, nos parecemos a dos guisantes en una vaina, no? Somos parecidos, conversamos de lo mismo. Tenemos gustos similares en deportes, sexo y coches?.

– Dime dónde quieres llegar, porque está empezando a darme hambre.

– Ha esto quiero llegar. A Francesca y a tí no os gustan las mismas cosas. A ella le gusta la ropa, las ciudades, la gente con glamour. Su estómago se remueve si ve a alguien sudar, y su política definitivamente se hace más liberal según pasa el tiempo… tal vez porque es una inmigrante -Holly Grace apoyó una cadera al dorso del canapé y lo miró pensativamente-. Tú, por otra parte, no te preocupas mucho por el glamour, y tienes tendencias políticas mucho más conservadoras. Mirando la superficie, dos personas no podían ser más diferentes.

– Adivino que quieres llegar a algún lugar -la cinta de Springsteen había alcanzado " Darlington County " otra vez, y Dallie dio un toque del ritmo con el dedo del pie de su zapato mientras esperó que Holly Grace dijera lo que tenía en mente.

– Excepto que os pareceís en las cosas más peculiares. Lo primero que dijo cuando vio este apartamento fue que le recordaba al consultorio del médico. Y, Dallie, esa muchacha más o menos recoge todo lo que se cruza en su camino. Primero fueron gatos. Más tarde perros, lo cual es interesante pues la asustan de muerte. Finalmente, comenzó a recoger a muchachas adolescentes, de catorce, quince años, que se habían escapado de casa y se vendían en la calle.

– No bromees -dijo Dallie, finalmente había captado su interés-. Que hace con ellos una vez ella…

Pero entonces se paró cuando Holly Grace se quitó el abrigo y vió el chupetón en el cuello.

– ¡Eh!, ¿qué es eso? Esto se parece a un estúpido chupetón.

– No quiero hablar sobre ello -se encorvó para cubrir la señal y se encaminó a la cocina.

Él la siguió.

– Maldita sea, no he visto una de estas cosas en años. Recuerdo cuando puse algunos de ellos en ese mismo cuello -se apoyó en la entrada-. ¿Tienes ganas de hablar de ello?

– Sólo comenzarías a gritar.

Dallie dio un resoplido de descontento.

– Gerry Jaffe. Te estás viendo con tu viejo amante comunista de nuevo.

– Él no es un comunista -Holly Grace sacó una Miller Lite del frigorífico-. Sólo porque no estés de acuerdo con la política de alguien no significa que puedas ir por ahí llamándolo comunista. Además, no eres ni la mitad de conservador como quieres hacer creer a la gente.

– Mi tendencia política no tiene nada que ver con esto. Simplemente no quiero que te hagan daño otra vez, cariño.

Holly Grace desvió la conversación curvando la boca en una sonrisa almibarada.

– ¿Hablamos de viejos amantes, cómo Bambi? ¿Ha aprendido ya a leer las revistas sin mover los labios?

– ¡Ah!, venga, Holly Grace…

Ella lo miró con repugnancia.

– Juro por Dios que nunca me habría divorciado de tí si hubiera sabido que empezarías a salir con mujeres con nombres terminados en i.

– ¿Has terminado ya? -le molestaba que bromeara acerca de Bambi, aun cuando tenía que admitir que la muchacha había sido un punto bajo en su carrera amorosa. De todos modos Holly Grace no tenía que mofarse de eso-. Para tu información, Bambi se casa dentro de unas semanas y se marcha a Oklahoma, así que actualmente busco una sustituta.

– ¿Estás entrevistando aspirantes?

– Sólo tengo los ojos abiertos.

Oyeron una llave en la puerta y luego la voz de un niño, chillona y sin aliento, sonó desde el vestíbulo.

– ¡Eh!, Holly Grace, lo hice! ¡Subí cada escalón!

– Bien por tí -dijo distraídamente. Y luego suspiró-. Maldita sea, Francie me matará. Este es Teddy, su niño. Desde que supo que venías a Nueva York, me ha hecho prometer que no dejaría que los dos se conocieran.

Dallie se ofendió.

– No soy exactamente un maltratador infantil. ¿Qué piensa que voy a hacerle? ¿Secuéstrarlo?

– Se averguenza, es todo.

La respuesta de Holly Grace no decía a Dallie exactamente nada, pero antes de que pudiera hacerle preguntas, el muchacho irrumpió en la cocina, el pelo castaño levantado con un remolino, un pequeño agujero en la costura del hombro de su camiseta de Rambo.

– ¿Adivinas que he encontrado en la escalera? Un cerrojo realmente guay. ¿Podemos ir al Museo del Mar otra vez algún día? Está realmente ordenado y… -se calló cuando descubrió a Dallie casi a su lado, con una mano sobre la encimera, la otra levemente equilibrado sobre su cadera-. Caramba…

Su boca se abría y se cerraba como un pececito rojo.

– Teddy, éste es el auténtico Dallas Beaudine -dijo Holly Grace-. Parece ser que finalmente tienes la posibilidad de conocerlo.

Dallie sonrió al niño y ofreció su mano.

– ¡Eh!, Teddy. Me han hablado mucho de tí.

– Caramba -repitió Teddy, sus ojos abriéndose con admiración-. Ah, caramba…

Y entonces se apresuró a devolverle el apretón de manos a Dallie, pero antes de ponerla allí, se paró, preguntándose cual mano debería dar.

Dallie lo rescató agachándose y agarrando la mano derecha para una sacudida.

– Holly Grace me dice que vosotros dos sois colegas.

– Te hemos visto jugar por la tele más de un millón de veces -dijo Teddy con entusiasmo-. Holly Grace me ha estado enseñando las reglas del golf y los palos.

– Bien, eso es verdaderamente fantástico.

El muchacho seguramente no era guapo, pensó Dallie, divertido por la expresión admirada de Teddy… como si acababa de aterrizar ante la presencia de Dios. Ya que su madre era realmente hermosa, el viejo Nicky debía ser tres cuartos de feo.

Tan emocionado como para estarse quieto, Teddy cambió su peso de un pie a otro, sus ojos no se separaban de la cara de Dallie. Sus gafas se deslizaron hacia abajo por su nariz y las empujó hacía arriba, pero estaba demasiado distraído por la presencia de Dallie para prestar atención a lo que hacía, y golpeó las patillas con el pulgar. Las gafas se inclinaron hacia una oreja y se cayeron.

– ¡Eh! -dijo Dallie, inclinándose para recogerlas.

Teddy se inclinó, también. Sus cabezas se unieron cerca, la pequeña color caoba y la más grande rubia. Dallie cogió las gafas primero y se las entregó a Teddy.

Sus caras estaban separadas por menos de un centímetro. Dallie sintió el aliento de Teddy sobre su mejilla.

Sobre el estéreo en la sala de estar, el Boss cantaba acerca de estar ardiendo y un cuchillo que cortaba un valle de seis pulgadas por su alma. Y en aquel pequeño espacio de tiempo mientras el Boss cantaba sobre cuchillos y valles, todo estaba todavía bien en el mundo de Dallie Beaudine.

Y luego, en el siguiente espacio de tiempo, con el aliento de Teddy como un susurro sobre su mejilla, el fuego extendió la mano y lo agarró.

– Cristo.

Teddy miró a Dallie con ojos perplejos y luego subió sus gafas hacía su cara.

La mano de Dallie agarraba a Teddy por la muñeca, haciendo al niño estremecerse.

Holly Grace comprendió que algo andaba mal y se puso rígida al ver a Dallie mirar tan glacialmente a la cara de Teddy.

– ¿Dallie?

Pero él no la oía.

El tiempo había dejado de avanzar.

Había vuelto atrás en los años hasta que era un niño otra vez, un niño que miraba fijamente a la cara enfadada de Jaycee Beaudine.

Excepto que la cara no era grande y abrumadora, con mejillas sin afeitar y dientes apretados.

La cara era pequeña. Tan pequeña como la de un niño.


* * *

El Príncipe Stefan Marko Brancuzi había comprado su yate, Estrella del Egeo, a un jeque saudita del petroleo. Cuando Francesca dio un paso a bordo y saludó al capitán del Estrella, tenía la dificil sensación que el tiempo no había pasado y tenía nueve años otra vez, y subía a bordo del yate de Onassis, el Christina, preparada para realizar el numerito del caviar a personas vacias que tenian demasiado tiempo libre y nada que valía la pena hacer con el.

Tembló, pero esto muy bien podía haber sido una reacción a la noche húmeda de diciembre. La marta cibelina definitivamente habría sido más apropiada para el tiempo que el chal fucsia.

Un auxiliar la condujo a través del afterdeck hacia las luces acogedoras del salón. Cuando entró en el opulento espacio, Su Alteza Real, el Príncipe Stefan Marko Brancuzi, avanzó y la besó ligeramente sobre la mejilla.

Stefan tenía la mirada de pura sangre compartida por tantos rasgos de la realeza europea, una nariz aguda, una boca cincelada. Su cara habría estado prohibida si no fuera por su bendita sonrisa.

A pesar de su imagen como un príncipe playboy, Stefan tenía una manera de ser pasada de moda que Francesca encontraba atrayente. Era también un trabajador duro que había pasado los últimos veinte años convirtiendo su pequeño y atrasado país en uno moderno que rivalizaba con Mónaco en sus placeres opulentos.

Ahora necesitaba a su propia Grace Kelly para poner la guinda de sus logros, y no hacía ningún secreto del hecho que había seleccionado a Francesca para el papel.

Sus ropas eran elegantes y costosas… una chaqueta de sport sin forma de gris, pantalones de pinzas oscuros, una camisa de seda, abierta en la cuello. El tomó su mano y la condujo hacia la barra de caoba donde dos copas de Baccarat en forma de tulipán los esperaban.

– Discúlpame por no haber ido yo mismo a recogerte. Mi horario ha sido hoy bestial.

– El mío, también -dijo ella, arrebujándose en su chal-. No puedes imaginarte las ganas que tengo de marcharme con Teddy a México. Dos semanas sin hacer nada más que acariciar la arena con los pies.

Tomó la copa de champán y se sentó en uno de los taburetes de la barra. Sin querer, dejó a su mano vagar sobre el cuero suave, y otra vez su mente fue a la deriva atrás en el tiempo al Christina y a otro juego de taburetes de barra.

– ¿Por que no traes a Teddy aquí? ¿No te gustaría hacer un crucero por las islas griegas durante unas semanas?

La oferta la tentaba, pero Stefan la presionaba demasiado rápido. Además, algo dentro de ella rechazaba la idea de ver a Teddy caminar por las cubiertas del Estrella del Egeo.

– Lo siento, pero me temo que ya tengo los planes hechos. Tal vez en otro momento.

Stefan frunció el ceño, pero no la presionó. Él gesticuló hacia unos tazones de cristal tallado con diminutos huevos morenos dorados.