La muerte inesperada ya había golpeado dos veces en la vida de Chloe, y sólo de pensar que algo le pudiera suceder a su preciosa niña, se le helaba la sangre en las venas. Francesca era su ancla, la única fijación emocional que había sido capaz de mantener en su vida. A veces pasaba las noches en vela, la piel húmeda, cuando imaginaba los horrores que podían acontecer a una niña maldecida con la naturaleza temeraria de su padre.
Ella veía saltar a Francesca a una piscina para no subir otra vez, cayendo de un telesilla, rompiéndose los músculos de las piernas al practicar ballet, magullando su cara en un accidente de bicicleta.
No podía quitarse de encima el temor atroz que algo terrible estaba al acecho más allá de su vista preparándose para arrebatarle a su hija, y quiso envolver Francesca entre algodones y mantenerla lejos en un lugar hermoso dónde nada pudiera hacerla daño.
– No! -gritó cuando Francesca se alejó corriendo de su lado y cruzó a la otra acera persiguiendo una paloma-. ¡Regresa aquí! ¡No puedes cogerla!
– Pero quiero correr -protestó Francesca-. El sonido del viento silba en mis oídos.
Chloe se arrodilló a su lado y la envolvió en sus brazos.
– Correr desordena el pelo y te pone la cara roja. La gente no te querrá si no estás guapa.
Abrazó más fuertemente a Francesca entre sus brazos mientras le susurraba otras amenazas horribles, utilizándolo como otras madres hablaban a sus hijos del hombre del saco.
A veces Francesca se rebelaba, practicando volteretas laterales en secreto o columpiándose de una rama cuando la atención de su niñera se distraía. Pero tarde o temprano siempre era descubierta, y su adorada madre, que nunca le negaba nada, la reprendia por su conducta de forma tan atroz, que llegaba a atemorizar a Francesca.
– Te podrías haber matado! -chillaba, señalando a una mancha de césped en el vestido amarillo de lino de Francesca o una mancha sucia en la mejilla-. ¡No ves lo fea que estás! ¡Terriblemente fea! ¡Nadie quiere a las niñas feas!.
Y entonces Chloe comenzaba a llorar de un modo tan angustioso que Francesca realmente se asustaba.
Después de varios de estos episodios perturbadores, aprendió la lección: todo en la vida estaba permitido…mientras estuviera guapa e impecable haciéndolo.
Las dos vivieron una elegante vida vagabunda gastando el legado de Chloe que tuvo una larga lista de hombres que pasaron por su vida, de la misma manera que antes habían pasado por la vida de Nita.
La forma de ser de Chloe extravagante y derrochona contribuyó a su reputación en el circuito social internacional como una compañera divertida y sumamente entretenida, alguién que siempre animaba la reunión más tediosa.
Fue Chloe quién creó la moda de pasar las últimas dos semanas de febrero en las playas de Río de Janeiro; Chloe que avivó las horas aburridas en Deauville, cuando todos estaban aplatanados con el polo, preparando elaboradas busquedas de tesoros que los hicieron salir a la campiña francesa en pequeños coches buscando un sacerdote calvo, esmeraldas en bruto, o una botella de Cheval Blanc '19 perfectamente fría; Chloe que insistió una Navidad en dejar Sant-Moritz para alquilar una casa de campo morisca en el Algarbe donde se entretuvieron encontrando piedras con formas divertidas y con un suministro insondable de hachís.
Con bastante frecuencia Chloe llevaba a su hija con ella, junto con una niñera y algún tutor que fuera en ese momento responsable de la descuidada educación de Francesca. Estos vigilantes mantenian generalmente a Francesca lejos de los adultos durante el día, pero por la noche Chloe a veces la presentaba haciéndola parecer un especial as en su manga.
– ¡Aquí está Francesca, chicos! -anunció en una ocasión particular cuando la llevó a la parte trasera del yate de Aristóteles Onassis, el Christina, que estaba anclado esa noche en la costa de Trinidad. Un dosel verde cubría por entero el espacioso salón, y los huéspedes se recostaban en sillas cómodas en la orilla de una reproducción en mosaico del Toro de Creta de Minos en la plataforma de teca.
El mosaico había servido como una pista de baile apenas una hora antes, y más tarde se bajaría y se llenaría de agua como una piscina para nadar antes de acostarse.
– Ven aquí mi hermosa princesita -dijo Onassis, extendiéndole sus brazos-. Ven y dále un besito al tio Ari.
Francesca se frotó los ojos con sueño y dio un paso adelante, ofreciendo una imagen de muñeca exquisita. La boca pequeña perfecta formaba un arco apacible de Cupido, y sus ojos verdes se abrían y cerraban como si los parpados se cargaran delicadamente.
La espuma de encaje belga en la garganta de su camisón blanco largo revoloteba con la brisa de la noche, y los pies descubiertos se asomaban por fuera del bajo del dobladillo, revelando sus uñas pintadas de la misma sombra rosada que el interior de la oreja de un conejo.
A pesar del hecho de que sólo tenía nueve años y había sido despertada a las dos de la mañana, sus sentidos gradualmente se fueron despertando. Todo el día había estado abandonada al cuidado de criados, y ahora estaba ansiosa por una oportunidad para llamar la atención de los adultos. Tal vez si se portaba bien esta noche, la dejarían sentarse sobre la cubierta de popa con ellos mañana.
Onassis, con su nariz parecida a un pico y los ojos estrechos, cubiertos aún de noche por unas siniestras y enormes gafas de sol, la asustaba, pero ella obedientemente dio un paso para abrazarlo. Él le había dado un bonito collar en forma de estrella de mar la noche antes, y no quería arriesgarse a sacrificar cualquier otro regalo que le pudiera dar en el futuro.
Cuando él la levantó en su regazo, ella echó un vistazo a Chloe, que estaba abrazada a su amante actual, Giancarlo Morandi, un piloto de Formula 1 italiano. Francesca sabía todo acerca de sus amantes porque Chloe se lo había explicado.
Los amantes eran unos hombres fascinantes que cuidaban de las mujeres y las hacían sentirse hermosas. Francesca estaba impaciente por crecer para tener un amante para ella. No como Giancarlo, desde luego. A veces él se iba con otras mujeres y hacía llorar a su madre. En vez de eso, Francesca quería un amante que le leyera los libros, que la llevara al circo y fumara en pipa, como los hombres que había visto pasear con sus niñas por la orilla del Serpentine.
– ¡Atención, chicos! -Chloe se incorporó y extendió los brazos con las manos por encima de su cabeza, moviendo las manos cómo Francesca había visto hacer a los bailaores de flamenco la última vez que estuvieron en Torremolinos-. Mi hermosa hija os demostrará lo ignorantes y pueblerinos que sois.
Los silbidos burlones saludaron este anuncio, y Francesca oyó la risita de Onassis en su oido.
Chloe se acurrucó cerca de Giancarlo otra vez, frotando una pierna de su Courreges blanco contra su entrepierna mientras ella inclinaba la cabeza en la dirección de Francesca.
– No les hagas caso, mi cielo -dijo con altivez-. Son una chusma de la peor calaña. No puedo entender por qué me molesto viniendo con ellos.
El modisto se rió tontamente. Cuando Chloe señaló a una mesa baja de caoba, su corte de pelo nuevo le caía sobre la mejilla, formando un borde recto.
– Educalos, Francesca. Nadie salvo tu tío Ari tiene la menor idea de nada.
Francesca se bajó de las rodilla de Onassis y anduvo hacia la mesa. Podía sentir todos los ojos puestos en ella y prolongó deliberadamente el momento, andando lentamente, manteniendo los hombros rectos, fingiendo que era una princesa diminuta caminando a su trono. Cuando llegó a la mesa y vio los seis pequeños tazones de porcelana dorados, sonrió y echó el pelo lejos de su cara.
Arrodillándose en la alfombra delante de la mesa, observó los tazones amablemente.
El contenido brillaba contra la porcelana blanca de los tazones, seis montones de caviar brillante en varios tonos de rojo, gris, y beige. La mano tocó el tazón final, que tenía un montón generoso de huevas rojas.
– Huevas de salmón -dijo, empujándolo lejos-. No tiene verdadero valor. El verdadero caviar viene sólo del esturión del Mar Caspio.
Onassis se rió y una estrella de cine aplaudió. Francesca se deshizo rápidamente de los otros dos tazones.
– Éstos son de caviar de lumpfish, así que tampoco podemos ni considerarlos.
El decorador se inclinó hacia Chloe.
– ¿Le has pasado la información por medio del pecho, o por osmosis?
Chloe le lanzó una mirada de reojo lascivamente malvada.
– Por el pecho, por supuesto.
– Y qué gloriosos que son, cara -Giancarlo puso la mano encima de ellos sobre el top de Chloe.
– Este es Beluga -anunció Francesca, concentrándose en no equivocarse, especialmente después que había pasado el día entero con una institutriz que estuvo murmurando las cosas más terribles simplemente porque Francesca se negaba a hacer sus aburridas tablas de multiplicar.
Ella colocó la punta del dedo en el borde del tazón central.
– Podeis ver que el Beluga tiene los granos más grandes -cambiando la mano al siguiente tazón, declaró-.Esto es sevruga. El color es el mismo, pero los granos son más pequeños. Y esto es osetra, mi favorito. Los huevos son casi tan grandes como el Beluga, pero el color es más dorado.
Ella oyó un agradable coro de risas mezcladas con aplausos, y entonces todos empezaron a felicitar a Chloe por su niña tan lista. Al principio Francesca sonrió por los cumplidos, pero entonces su felicidad comenzó a desinflarse cuando se dio cuenta de que todos miraban a Chloe en vez de a ella.
¿Por qué obtenía su madre toda la atención cuando ella no había hecho la demostración? Claramente, los adultos nunca permitirían que ella se sentara en la cubierta de popa por la mañana. Enojada y frustrada, Francesca se puso de pie, y barrió con su brazo todos los tazones de la mesa, mandándolos por los aires y desparramando el caviar por todas partes de la brillante plataforma de teca del Christina, que el propio Onassis había pulido esa tarde.
– ¡Francesca! -exclamó Chloe-. ¿Qué has hecho, querida?
Onassis frunció el ceño y murmuró algo en griego que sonaba a una amenza para Francesca. Ella sacó el labio inferior y trató de pensar en cómo borrar este error. Se suponía que sus pequeñas rabietas de genio eran un secreto… algo que, en ningún momento, debía aparecer delante de los amigos de Chloe.
– Perdona, mami. Ha sido un accidente.
– Por supuesto que sí, cariño -contestó Chloe-. Todos lo sabemos.
La expresión de disgusto de Onassis no cambió, sin embargo, y Francesca supo que debía tratar de compensarlo. Con un grito dramático de angustia, corrió a través de la plataforma hasta su lado y se lanzó a su regazo.
– Perdón, Tío Ari -sollozó, sus ojos llenándose de lágimas instantáneas… uno de sus mejores trucos-. ¡Ha sido un accidente, realmente lo ha sido!
Las lágrimas salieron sobre sus pestañas inferiores y chorrearon un poco por sus mejillas mientras se concentraba para no estremecerse ante la mirada de esas envolventes gafas de sol negras.
– Te quiero, Tío Ari -suspiró, girando la cabeza hacía arriba para dejar ver su lastimosa expresión, una expresión que había copiado de una vieja pelicula de Shirley Temple-.Te quiero, y desearía que fueras mi papá.
Onassis rió entre dientes y dijo que esperaba no tener que enfrentarse nunca a ella en una mesa de negociaciones.
Después Francesca se marchó, volvió a su camarote, pasando por el espacio de niños donde tomaba sus lecciones durante el día en una mesa amarilla brillante posicionada directamente delante de un fresco parisiense pintado por Ludwig Bemelmans.
El fresco la hizo sentirse mejor como si hubiera dado un paso en uno de sus libros de Madeline… menos mejor vestida, por supuesto.
El cuarto se había diseñado para dos hijos de Onassis, pero desde que estaba a bordo, Francesca lo había tenido para ella sola. Aunque era un lugar bonito, prefería realmente el bar, donde una vez al día le permitían sentarse en la barra a tomar una gaseosa de jengibre servido en copas de champán junto con una sombrillita de papel y una cereza de marrasquino.
Siempre que se sentaba en la barra, bebía su gaseosa en pequeños sorbitos para hacerla durar mientras observaba embelesada la maqueta a escala con luz de un mar repleto de barcos que se podían mover por medio de unos imanes.
Los reposapiés de los taburetes del bar eran de dientes de ballena pulidos, que ella sólo podía rozar con los dedos de los pies de sus diminutas sandalias italianas hechas a mano, y la tapicería de los asientos se sentía sedosa y suave en la parte de atrás de sus muslos.
Ella se acordaba de una vez que su madre había chillado de risa cuando Tío Ari les había dicho a todos que se sentaban encima del prepucio de un pene de ballena. Francesca se había reído, también, y había llamado tonto a Tio Ari… porque no había dicho que eran cacahuetes de elefante?
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