– No demasiado tiempo -contestó Skeet-. ¿Por qué no buscas en esa nevera de allí y ves si puedes encontrar una Dr. Pepper?
Cuando Teddy empezó a buscar en la nevera, Skeet encendió la radio y subió el sonido para los altavoces traseros de modo que no pudiera oír Teddy su conversación. Acercándose un poco a Dallie, comentó:
– Estás actuando como un hijo de perra, ¿lo sabes no?
– No te metas en esto -replicó Dallie-. Todavía no entiendo porqué te he llamado para encontrarnos.
Se calló un momento, y apretó más sus nudillos sobre el volante.
– ¿No ves lo que ha hecho de él? Va por ahí tan tranquilo hablando de su coeficiente intelectual y sus alergias. Y la cara que puso en el motel cuando intenté lanzarle un balón de fútbol para jugar un poquito. Es el niño más torpe que he visto en toda mi vida. Si no puede manejar algo del tamaño de un balón de fútbol, imagínate lo que hará con una pelota de golf.
Skeet pensó esto durante un minuto.
– Los deportes no lo son todo.
Dallie bajó la voz.
– Lo sé. Pero el crío parece listo. No puedes saber lo que está pensando detrás de esas gafas, y se sube los pantalones hasta los sobacos. ¿Qué clase de niño lleva los pantalones así?
– Probablemente tiene miedo de que se le caigan. Sus caderas no son mucho más anchas que su muslo.
– ¿Sí? Bien, eso es otra cosa. Está esmirriado. Recuerdas como era Danny de grande, desde chiquitín.
– La madre de Danny era mucho más alta que la de Teddy.
La mandíbula de Dallie era una línea dura, directa, y Skeet no dijo más.
En el asiento trasero, Teddy cerró un ojo y miró detenidamente abajo a las profundidades de su Dr. Pepper con el otro. Se rascó la erupción sobre su estómago debajo de su camiseta.
Aunque no pudiera oír lo que decían, sabía que hablaban de él. Tampoco le preocupaba. Skeet era buen tipo, pero Dallie era un idiota grande. Una gran comadreja babosa.
Las profundidades de Dr. Pepper le nublaron la visión, y empezó a sentir como si tuviera una rana grande verde fangosa en su garganta. Ayer finalmente había dejado de fingir que todo estaba bien, porque sabía que no lo estaba.
No creyó que su mamá le hubiera dicho a Dallie que se lo llevara de Nueva York así, cómo Dallie dijo. Pensó que tal vez Dallie lo había secuestrado, e intentaba no estar asustado. Pero sabía que algo estaba mal, y quería a su mamá.
La rana se hinchó en su garganta. Tenía unas ganas locas de ponerse a llorar como un bebé, entonces echó un vistazo hacia el asiento delantero. Cuando quedó satisfecho que la atención de Dallie estaba en la conducción, sus dedos se arrastraron a la hebilla de cinturón de seguridad.
Silenciosamente, la desenganchó. Ninguna comadreja babosa iba a decirle a Lasher El Grande que hacer.
Francesca soñó con el trabajo de ciencia de Teddy. Estaba en una jaula de cristal con insectos por todas partes junto a ella, y alguien usaba un alfiler gigantesco, intentando coger los bichos para pincharlos. Ella era la siguiente. Y luego vio la cara de Teddy al otro lado del cristal, llamándola. Ella intentó llegar hasta él, alcanzarlo…
– ¡Mamá! ¡Mamá!
Se despertó. Con la mente todavía brumosa por el sueño, sentía una pequeña mosca sólida a través de la cama con ella, enredándose en las sábanas y la falda de su camisón.
– ¡Mamá!
Durante unos segundos, estuvo entre el sueño y la realidad, y luego sintió sólo un momento penetrante de alegría.
– ¿Teddy? ¡Ah, Teddy! -cogió su pequeño cuerpo y se lo puso encima, riendo y llorando-. Ah, mi niño…
Sentía su pelo frio contra su mejilla, como si acababa de entrar de fuera. Le dio la vuelta en la cama y cogió su cara entre las manos, besándolo una y otra vez.
Se emocionó ante el sentimiento familiar de sus finos brazos alrededor de su cuello, su cuerpo apretado contra el suyo, aquel pelo fino, su olor de niño pequeño. Quería lamer sus mejillas, justo como una gata a su cachorro.
Ella era vagamente consciente de que Dallie estaba apoyado en el marco de la puerta del dormitorio mirándolos, pero sentía demasiada alegria por tener de nuevo a su hijo en los brazos que no le preocupaba.
Una de las manos de Teddy estaba en su pelo. Él había enterrado su cara en su cuello, y podía sentirlo temblar.
– Todo está bien, mi niño -le susurró, con lágrimas corriendo por sus propias mejillas-. Todo está bien.
Cuando levantó la cabeza, sus ojos sin querer… se encontraron con los de Dallie. Vio tanta tristeza y soledad en ellos que, durante un segundo, tuvo el impulso loco de ofrecer su mano y llamarlo para unirse a los dos sobre la cama. Él se dió la vuelta para alejarse, y ella sintió repugnancia de sí misma.
Pero entonces olvidó a Dallie cuando Teddy reclamó toda su atención. Pasó un momento antes de que cualquiera de ellos pudiera hablar. Ella notó que Teddy estaba cubierto de manchas rojas, y él siguió rascándose con sus uñas rechonchas.
– Has comido ketchup -le regañó con cuidado, subiéndole la camiseta para acariciarle la espalda-. ¿Por qué has comido ketchup, mi niño?
– Mamá -murmuró él -quiero ir a casa.
Dejó caer las piernas al lado de la cama, todavía sujetando su mano. ¿Cómo iba a hablarle a Teddy sobre Dallie?
Anoche mientras ella había estado limpiando cajones y cociendo tartas al horno, había decidido que sería lo mejor esperar hasta que estuvieran en Nueva York y los acontecimientos hubieran vuelto a la normalidad. Pero ahora, mirando su pequeña cara, cautelosa, supo que el aplazamiento no era posible.
En todos estos años criando a Teddy, se había prometido no tratar de engañarlo con las pequeñas mentiras que la mayoría de madres decían a sus hijos para tener ellos mismos paz. Hasta no había sido capaz de manejar la historia de Papá Noel con algún grado de convicción. Pero ahora había sido pillada cometiendo una falta en una mentira que le había dicho, y era monstruosa.
– Teddy -dijo, cogiéndole las manos entre las suyas-. Hemos hablado mucho sobre lo importante que es decir la verdad. A veces, es difícil para una madre decirla, especialmente cuando su hijo es demasiado jóven para entender.
Sin advertencia, Teddy sacó sus manos y saltó de la cama.
– Tengo que ir a ver a Skeet, -dijo-. Le dije que bajaría a verlo. Tengo que irme ahora.
– ¡Teddy! -Francesca se levantó de un salto y cogió su brazo antes de que él pudiera alcanzar la puerta-. Teddy, necesito hablar contigo.
– No quiero.
Él sabe, pensó Francesca. En algún lugar de su subconsciente, él sabe que voy a decirle algo que él no quiere enterarse. Le puso las manos en sus hombros.
– Teddy, es sobre Dallie.
– No quiero saberlo
Ella lo sostuvo más apretado, susurrando en su pelo.
– Hace mucho tiempo, Dallie y yo nos conocimos, mi amor… Nos quisimos mucho -hizo una mueca ante esta mentira adicional, pero pensó que esto era mejor que confundir a su hijo con detalles que no entendería-. Las cosas no salieron bien entre nosotros, cariño, y tuvimos que separarnos.
Se arrodilló delante de él para poder verle la cara, sus manos deslizándose hacia abajo por sus brazos para coger sus pequeñas muñecas porque todavía intentaba soltarse.
– Teddy, sobre lo que te conté de tu padre… como lo conocí en Inglaterra, y que murió…
Teddy sacudió su cabeza, su cara pequeña, enrojecida retorcida con la rabia.
– ¡Tengo que irme! ¡Déjame ir, mamá! ¡Tengo que ir! ¡Dallie es un idiota! ¡Lo odio!
– ¡Teddy…!
– ¡No! -usando toda su fuerza, soltó sus manos y antes de que ella pudiera cogerlo, había salido del cuarto. Oyó sus rápidas pisadas, enfadadas bajar la escalera.
Ella se sentó sobre sus talones. Su hijo, a quien gustaba cada macho adulto que alguna vez había encontrado en su vida, no quería a Dallie Beaudine.
Por un instante sintió una pequeña punzada de satisfacción, pero entonces, en un destello de perspicacía, comprendió que no importaba cuanto pudiera odiarlo, Dallie estaba obligado a hacerse un sitio en la vida de Teddy.
¿Qué efecto tendría sobre su hijo el tener aversión al hombre que, tarde o temprano, tenía que comprender que era su padre?
Pasándose las manos por el pelo, se levantó y cerró la puerta para poder vestirse. Mientras se ponía unos pantalones y un suéter, vió de nuevo en su mente la cara de Dallie cuando los miraba.
Había algo familiar en su expresión, algo que la recordaba a las muchachas perdidas que la esperaban en el exterior del estudio por la noche.
Frunció el ceño al espejo. Era demasiado imaginativa.
Dallie Beaudine no era un fugitivo adolescente, y rechazaba malgastar su compasión con un hombre que era poco mejor que un delincuente común.
Después de echar una ojeada al cuarto de costura para asegurarse que Doralee estaba todavía dormida, se tomó unos minutos para hacer una llamada telefónica y establecer una cita con uno de los trabajadores sociales.
Después, fue a buscar a Teddy. Lo encontró sentado sobre un taburete al lado de un banco de trabajo en el sótano donde Skeet trataba de arreglar un palo de golf. Ninguno de ellos hablaba, pero el silencio parecía ser sociable más que hostil. Vio unas rayas sospechosas sobre las mejillas de su hijo y deslizó el brazo alrededor de sus hombros, su corazón sufriendo por él.
No había visto a Skeet en diez años, pero él cabeceó hacía ella como por accidente, como si no se vieran desde hacía diez minutos. También le saludó con la cabeza. El conducto de la calefacción encima de su cabeza sonaba.
– Teddy va a ser mi ayudante mientras intento ensamblar estos hierros aquí -anunció Skeet-. La mayoria de las veces ni se me ocurriría tener a un niño como ayudante, pero Teddy es el muchacho más responsable que he visto nunca. Él sabe cuando hablar, y cuando mantener la boca cerrada. Me gusta eso en un hombre.
Francesca podría haber besado a Skeet, pero ya que no podía hacer eso, presionó sus labios en la cima de la cabeza de Teddy en cambio.
– Quiero ir a casa -dijo bruscamente Teddy-. ¿Cuándo podemos irnos?
Y luego Francesca lo sintió tensarse.
Ella sintió que Dallie había entrado en el taller detrás de ellos antes de que oyera su voz.
– Skeet, ¿por que no subes con Teddy a la cocina y le das un poco de tarta de chocolate?
Teddy saltó del taburete con una rapidez que ella sospechaba era más por su deseo de alejarse de Dallie que de su ansia por la tarta de chocolate. ¿Qué había ocurrido entre ellos para hacer a Teddy tan desgraciado?
Siempre le habían gustado las historias de Holly Grace. ¿Qué le había hecho Dallie para enajenarlo tan completamente?
– Ven también, mamá -dijo, agarrando su mano-. Vamos a ir a comer tarta. Venga, Skeet. Vamos.
Dallie tocó el brazo de Teddy.
– Subid Skeet y tú sólos. Quiero hablar con tu mamá un minuto.
Teddy apretó la mano de Francesca más fuerte y se giró hacía Skeet.
– ¿Tenemos que arreglar esos palos, verdad? Dijiste que teníamos que hacerlo. Vamos a comenzar ahora mismo. Mi mamá puede ayudarnos.
– Puedes hacerlo más tarde -dijo Dallie más bruscamente-. Quiero hablar con tu mamá.
Skeet dejó el palo que sostenía.
– Ven conmigo, muchacho. Tengo algunos trofeos de golf que quiero enseñarte de todos modos.
A pesar que a Francesca le habría gustado aplazarlo, sabía que no podía posponer la confrontación. Con cuidado soltándose del apretón de Teddy, cabeceó hacia la puerta.
– Sube con Skeet, mi amor. Te alcanzaré en un minuto.
La mandíbula de Teddy se tensó tercamente. Él la miró y luego a Dallie. Comenzó a alejarse, arrastrando los pies, pero antes de que llegara a la puerta, se giró y con ira se encaró con Dallie.
– ¡Mejor no le hagas daño! -le gritó-. ¡Si le haces daño, te mataré!
Francesca estaba aterrada, pero Dallie no dijo una palabra. Él solamente estaba de pie mirando a Teddy.
– Dallie no va a hacerme daño -dijo ella rápidamente, apenada por el arrebato de Teddy-. Él y yo somos viejos amigos.
Las palabras le salían a duras penas de su garganta, pero logró acompañarlas de una sonrisa indiferente. Skeet cogió el brazo de Teddy y lo llevó hacia la escalera, pero no antes de que su hijo lanzara una mirada de forma amenazadora por encima del hombro.
– ¿Qué le has hecho? -exigió Francesca en el momento que Teddy ya no podía oírlos-. Nunca lo he visto actuar así con nadie.
– No intento ganar una competición de popularidad con él -dijo Dallie con frialdad-. Quiero ser su padre, no su mejor amigo.
Su respuesta la enfureció tanto que la asustó.
– Tú no puedes entrar a la fuerza en su vida después de nueve años y esperar que te acepte como su padre. En primer lugar, él no te quiere. Y en segundo lugar, yo no lo permitiré.
Un músculo brincó en su mandíbula.
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