Francesca intentó obligarse, pero era tan consciente de él que el baile serio estaba fuera de lugar.
La música era una balada country romántica. Su mandíbula acarició la cima de su cabeza.
– Estás tremendamente hermosa esta noche, Francie.
Su voz tenía un rastro de ronquera que la acobardó. Él la acercó infinitesimalmente más cerca.
– Eres realmente pequeña. Olvidé como me sentía al abrazarte.
No utilices tu encanto conmigo, quiso suplicarle cuando sintió que el calor de su cuerpo penetraba en el suyo propio. No seas dulce y atento y me hagas recordar todo lo que hubo entre nosotros.
Ella tenía el sentido de desconcierto, que los sonidos alrededor de ellos se desvanecían, la música sonando todavía, las voces difuminadas como si pareciera que los dos estaban sólos en la pista de baile.
Él la acercó aún más y cambió el ritmo sútilmente, más parecido a un baile de verdad, pero algo más cerca a un abrazo. Sentía su cuerpo sólido contra el suyo, y ella intentó convocar energía para luchar contra su atracción.
– Vamos a… vamos a sentarnos ahora.
– Bien.
Pero en vez de dejarla ir, él metió su mano entre sus cuerpos. Resbaló bajo su chaqueta para que sólo la seda de su vestido separara su piel de su toque. De algún modo su mejilla pareció encontrar su hombro.
Ella se reclinó contra él como si hubiera llegado a casa. Suspiró, cerró los ojos y fue a la deriva con él.
– Francie -susurró en su pelo -vamos a tener que hacer algo sobre esto.
Ella pensó fingir que no entendía que quería decir, pero coquetear en ese momento estaría fuera de lugar.
– Es…Esto es solamente una simple atracción química. Si no hacemos caso, se marchará.
Él la acercó aún más.
– ¿Estás segura de eso?
– Absolutamente -esperaba que él no hubiera notado el leve temblor de su voz. De repente se encontró tan asustada, que se defendió diciendo-. Francamente, Dallie, esto me ha pasado cientos de veces antes. Miles. Estoy segura que a tí te ha pasado también.
– Sí -dijo él rotundamente-. Miles de veces-.
Bruscamente dejó de moverse y dejó caer sus brazos.
– Escucha, Francie, si esto va a seguir por este camino, será mejor que dejemos de bailar.
– Fantástico -le dedicó su mejor sonrisa y se arregló las solapas de su chaqueta-. Me parece estupendo.
– Hasta luego -él dio la vuelta para alejarse.
– Sí, hasta luego -le dijo a su espalda.
Su partida fue cordial. Ninguna palabra enfadada había sido dicha. Ninguna advertencia había sido emitida.
Pero mientras lo veía desaparecer entre la gente, tenía la vaga sensación que un conjunto nuevo de lineas de batalla se había dibujado entre ellos.
Capítulo 28
Aunque Dallie hizo varias tentativas indiferentes de suavizar su relación con Teddy, los dos se parecían al aceite y el agua. Cuando su padre estaba alrededor, Teddy chocaba con los muebles, rompía platos, y estaba continuamente enfurruñado. Dallie era rápido para criticar al niño, y su relación seguía siendo escabrosa y dificil.
Francesca intentó actuar como conciliadora, pero tanta tensión había aumentado entre ella y Dallie desde la tarde del baile en el Roustabout que se sentía algo acorbadada.
La tarde de su tercer y último dia en Wynette, ella se enfrentó a Dallie en el sótano después de que Teddy había entrado corriendo en la casa y enfadado había pateado una silla en la cocina.
– ¿No podrías sentarte y hacer un rompecabezas con él o leer un libro juntos? -le exigió-. ¿Cómo crees que puede aprender a lanzarse a la piscina, contigo todo el rato gritándole?
Dallie miró airadamente la pieza que estaba arreglando sobre la mesa.
– No le gritaba, y no te metas en esto. Te marchas mañana, y eso no me da mucho tiempo para compensar nueve años de demasiada influencia femenina.
– Una influencia sólo parcialmente femenina -replicó ella-. No olvides que Holly Grace pasó mucho tiempo con él, también.
Sus ojos se estrecharon.
– ¿Y que demonios se supone que quieres decir con esa observación?
– Quiero decir que ella ha sido para Teddy mucho mejor padre de lo que tú alguna vez serás.
Dallie se alejó unos pasos, cada músculo de su cuerpo tenso con la agresividad, sólo para acercarse de nuevo a ella.
– Y otra cosa. Pensaba que hablarías con él… que le explicarías que soy su padre.
– Teddy no está preparado para esas explicaciones. Es un niño inteligente. Te aceptará como su padre cuando está listo.
Sus ojos rastrillaron su cuerpo con una insolencia deliberada.
– ¿Sabes cúal es el verdadero problema contigo? ¡Creo que eres todavía una niña inmadura que se enfada si no se hacen las cosas a su manera!
Ella a su vez también le miró de arriba a abajo.
– ¡Y yo creo que tú eres un deportista estúpido que no vale un pimiento sin un tonto palo de golf en las manos!
Se lanzaron palabras enfadadas el uno al otro como misiles teledirigidos, pero hasta cuando la hostilidad entre ellos era tan evidente, Francesca tenía la ligera sensación que nada de lo que decían daba en el blanco.
Sus palabras eran simplemente una ineficaz cortina de humo que hacía poco para ocultar el hecho que el aire entre ellos ardía sin llamas con lujuria.
– No me extraña nada que no te hayas casado. Eres la mujer más fría que me he econtrado en toda mi vida.
– Hay un buen número de hombres que discreparían. Hombres de verdad, no guaperas que llevan sus vaqueros tan apretados que tienes que preguntarte que intentan demostrar.
– Eso solamente muestra donde has estado poniendo tus ojos.
– Eso solamente muestra cuanto me he aburrido -las palabras volaban alrededor de sus cabezas como balas, y subían para arriba aún bullendo de frustración, poniéndo a los demás al borde de su aguante.
Finalmente Skeet Cooper había tenido bastante.
– Tengo una sorpresa para vosotros -les dijo, asomando la cabeza por la puerta del sótano-. Acompañarme un momento.
Sin mirarse, Dallie y Francesca subieron con él a la cocina. Skeet esperaba por la puerta de atrás sosteniendo sus chaquetas.
– La Señorita Sybil y Doralee van a llevar a Teddy a la biblioteca. Vosotros venís conmigo.
– ¿Dónde vamos? -preguntó Francesca.
– No estoy de humor -chasqueó Dallie.
Skeet lanzó un corta-vientos rojo al pecho de Dallie.
– Me importa un bledo si estás de humor o no, porque creo que vas a tener que arreglarte tú sólo con la bolsa de palos, si no estás dentro de este coche en los próximos treinta segundos.
Mascullando improperios, Dallie empujó a Francesca dentro del Ford de Skeet.
– Tú métete en el asiento trasero -le dijo Skeet-. Francie que pase aquí delante conmigo.
Dallie se quejó un poco más, pero hizo lo que le pedía.
Francesca hizo todo lo posible para contrariar a Dallie durante el paseo charlando amigablemente con Skeet, dejándolo fuera de la conversación deliberadamente.
Skeet ignoró las preguntas de Dallie preguntando hacía dónde iban, diciendo sólo que tenía la solución al menos a uno de sus problemas. Estaban ya a unos veinte kilometros fuera de Wynette en una carretera que le era vagamente familiar, cuando Skeet echó el coche al arcén.
– Tengo algo verdaderamente interesante en el maletero del coche que quiero que echeis un vistazo -inclinándose sobre una cadera y aún sentado, se sacó una llave del bolsillo y se la lanzó a Dallie-. Ve con él a mirarlo, Francie. Creo que esto hará que os sintaís mucho mejor.
Dallie lo miró con desconfianza, pero abrió la puerta y salió. Francesca se cerró la chaqueta y salió también.
Caminaron cada uno por un lado del coche hasta llegar a la parte de atrás, y Dallie se inclinó hacia la cerradura del maletero con la llave. Antes de que pudiera tocarlo, sin embargo, Skeet pisó el acelerador y el coche salió despedido, dejándolos de pie en el lado de la carretera.
Francesca miró fijamente al coche que desaparecía rápidamente con aturdimiento.
– Que…
– ¡Hijo de puta! -gritó Dallie, sacudiendo el puño al aire-. ¡Voy a matarlo! Cuando consiga ponerle las manos encima, va a lamentar el día que nació. Me lo tenía que haber imaginado… que este cabrón haría algo parecido.
– No entiendo -dijo Francesca-. ¿Qué hace? ¿Por qué nos deja aquí?
– ¡Porque no puede seguir soportando oírte discutir más, por eso!
– ¡A mí!
Hubo una corta pausa antes de que él la agarrara del brazo.
– Venga, vámonos.
– ¿A dónde?
– A mi casa. Está cerca, a un kilómetro más o menos.
– Que conveniente -dijo ella secamente-. ¿Estás seguro que no habéis planeado esto juntos?
– Créelo -gruñó, comenzando a andar otra vez-. Lo que menos me apetece en este mundo es estar en esa casa contigo. Ni siquiera hay teléfono.
– Considera la parte positiva -contestó sacásticamente-. Con esas reglas de Goody que has impuesto, no podemos discutir dentro de la casa.
– Sí, bien, y más te vale que te atengas a esas reglas si no quieres ver tu lindo trasero pasando la noche en el porche delantero.
– ¿Pasar la noche?
– No creerás que va a venir a buscarnos antes de mañana, verdad?
– Estás de broma.
– ¿Te parece que bromeo?
Caminaron juntos, y sólamente para fastidiarlo, ella comenzó a tararear el Pitilín Nelson "Sobre El Camino Otra vez".
Él paró y la miró airadamente.
– Ah, no seas tan subceptible -le regañó ella-. Tienes que admitir que cuando menos es ironicamente divertido.
– ¡Divertido! -otra vez cerró sus manos de golpe abajo sobre sus caderas-. Me gustaría saber que es tan condenadamente divertido. Tienes que ser consciente de lo que puede ocurrir entre nosotros en esa casa esta noche.
Un camión pasó a su lado, sacudiendo el pelo de Francesca contra su mejilla. Ella sintió su pulso saltando en su garganta.
– No sé que quieres decir -contestó ella con altanería.
Él le dirigió una mirada desdeñosa, diciéndole sin palabras que pensaba que ella era la hipócrita más grande del mundo. Ella lo miró airadamente y luego decidió que la mejor defensa era un buen ataque.
– Incluso si tuvieras razón, que no la tienes, no tienes que comportarte como si fueras a ir a una operación a corazón abierto.
– Posiblemente eso sea mucho menos doloroso.
Por fin una de sus pullas dió en el blanco, y fue ella ahora quién dejó de andar.
– ¿Realmente piensas eso? -preguntó realmente dolida.
Él metió una mano en el bolsillo de su corta-vientos y dio patadas a una piedra con su pie.
– Desde luego que lo pienso.
– No te creo.
– Pues créelo.
Su cara debía parecer tan desolada, porque su expresión se ablandó y dio un paso hacia ella.
– ¡Ah! Francie…
Antes de que cualquiera de ellos supiera lo que sucedía, ella estaba en sus brazos y él con lentitud bajaba su boca a la suya. El beso comenzó suave y dulce, pero estaban tan hambrientos el uno del otro que eso cambió casi inmediatamente.
Sus dedos se movían por su pelo, peinándolo atrás de sus sienes para coger la cara en sus manos. Ella envolvió sus brazos alrededor de su cuello y, de puntillas, separó los labios para dar la bienvenida a su lengua.
El beso los sacudió. Se parecía a un gran tifón que arrastraba todas sus diferencias con su fuerza. Una de sus manos bajó a sus caderas, levantándola del suelo. Sus labios se movían de la boca al cuello y de nuevo a su boca.
Su mano encontró la piel desnuda donde su chaqueta y suéter se habían elevado encima de sus pantalones, y la acarició hacia arriba a lo largo de su columna. En pocos segundos, estaban acalorados y sudorosos, maduros, listos para comerse el uno al otro por completo.
Un coche pasó a su lado, tocando el claxon, y silbando por la ventana. Francesca quitó los brazos de su cuello.
– Para -gimió-. No podemos… Ah, Dios…
Él la bajó despacio al suelo. La piel le ardía.
Despacio, Dallie retiró su mano de debajo de su suéter y la dejó ir.
– La cosa es -dijo él, su voz ligeramente sin aliento-. Cuando este tipo de cosas pasa entre la gente, esta clase de química sexual, pierden el sentido común.
– ¿Este tipo de cosas te pasa a menudo? -dijo ella, de repente tan nerviosa como un pavo viéndo panderetas.
– La última vez fue cuando tenía diecisiete años, y me prometí que aprendería una lección de ello. Maldita sea, Francie, tengo treinta y siete años, y tú cuantos, ¿treinta?
– Treinta y uno.
– Somos bastante mayores para esto, pero aquí estamos, actuando como un par de adolescentes calientes -sacudió su cabeza rubia con repugnancia-. Será un milagro si no terminas con un estúpido chupetón en el cuello.
– No me culpes a mí -replicó ella-. Llevo tanto tiempo sin catarlo que hasta tú ahora me pareces bueno.
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