– Pensé que tú y el Príncipe Stefan…

– Lo haremos. Sólo que aún no ha llegado el momento.

– Estando así seguramente no puedas postergarlo más.

Comenzaron a andar otra vez. Poco después, Dallie tomó su mano y le dio un apretón apacible. Su gesto debería haber sido amistoso y consolador, pero esto envió hilos de calor viajando por el brazo de Francesca. Decidió que el mejor modo de disipar la electricidad entre ellos era usar la voz fría de la lógica.

– Todo ya es tan complicado para nosotros. Esta atracción sexual va a hacerlo todavía más imposible.

– Hace diez años podías besar de primera, cariño, pero desde entonces te has movido en las grandes ligas.

– No hago esto con todos -contestó ella con irritación.

– No te ofendas, Francie, pero recuerdo que cuando hace diez años comenzamos a acostarnos, tú tenias muchas carencías…y eso que aprendías realmente rápido. ¿Me dices por qué tengo la sensación que has practicado mucho desde entonces?

– ¡No es cierto! Soy terrible con el sexo. Esto… estropea mi pelo.

Él rió entre dientes.

– No me parece que te preocupes demasiado por tu peinado ahora, aunque lo llevas precioso, ni de tu maquillaje, también, a propósito.

– Ah, Dios – gimió-. Tal vez deberíamos fingir que nada de esto ha pasado, y dejar las cosas como estaban.

Él metió su mano, con la suya, en el bolsillo de su anorak.

– Cariño, tú y yo hemos estado rondándonos desde que nos hemos vuelto a encontrar, oliéndonos y gruñendo como un par de perros en celo. Si no dejamos a las cosas que tomen su curso natural pronto, vamos a terminar totalmente chiflados -hizo una pausa un momento-. O ciegos.

En vez de discrepar con él, como debería hacer, Francesca se encontró diciendo:

– Suponiendo que decidamos seguir adelante con esto, ¿cúanto tiempo crees que nos llevará terminar con ello?

– No lo sé. Somos completamente diferentes. Mi opinión es que si lo hacemos dos o tres veces, el misterio se irá, y pondremos punto y final.

¿Él tenía razón? Ella se preguntó. Desde luego él tenía razón. Esta clase de química sexual era como una llamarada… era poderosa y rápida, pero no duraba demasiado.

Una vez más hacía un problema demasiado grande del sexo. Dallie actuaba con completa normalidad y ella lo haría también. Era una oportunidad perfecta de sacarlo de su sangre sin perder la dignidad.

Caminaron el resto del camino hacía la finca en silencio. Cuando entraron, él realizó todos los rituales del perfecto anfitrión colgando sus chaquetas, ajustando el termostato para que la casa fuera cómoda, llenando unos vasos de vino de una botella que había traído de la cocina. El silencio entre ellos había comenzado a ser opresivo, y ella se refugió en el sarcasmo.

– Si esa botella tiene tapón de rosca, no creo que me guste.

– He sacado el corcho con mis propios dientes.

Ella reprimió una sonrisa y se sentó sobre el canapé, sólo para descubrir que estaba demasiado nerviosa para quedarse quieta. Se levantó.

– Voy a usar el cuarto de baño. Y, Dallie… no he… no he traido ninguna protección. Se que es mi cuerpo, y me siento responsable de el, pero no he planeado acabar en tu cama, todavía no he decidido si lo haré, pero si lo hago, si lo hacemos…si tú no has traído nada tampoco, será mejor que me lo digas ahora mismo.

El sonrió.

– Tomaré precauciones.

– Será lo mejor -le miró poniendo su ceño más feroz, porque todo se movía demasiado rápido para ella. Sabía que se preparaba a hacer algo que luego lamentaría, pero no parecía tener la voluntad para pararse. Era porque había estado célibe durante un año, razonó. Esta era la única explicación.

Cuando volvió del cuarto de baño, él estaba sentado en el sofá, con una bota atravesando su rodilla, bebiendo un vaso de jugo de tomate. Ella se sentó en el lado opuesto del canapé, no apoyada contra el brazo, precisamente, pero tampoco demasiado cerca de él.

Él la observó con interés.

– Santo Dios, Francie, relájate un poquito. Comienzas a ponerme nervioso.

– No te creo -replicó-. Están tan inquieto como yo. Sólo que tú lo ocultas mejor.

Él no lo negó.

– ¿Quieres que tomemos una ducha juntos para calentarnos?

Negó con la cabeza.

– No quiero quitarme la ropa.

– Eso va a ser bastante dificil.

– Creo que no. Únicamente me quitaré la ropa, si es que decido desnudarme, cuando considere que estoy tan caliente que ya no lo soporte.

Dallie sonrió abiertamente.

– ¿Sabes una cosa, Francie? Me estoy divirtiendo mucho estando aquí sentado hablando contigo. Casi lamento comenzar a besarte.

Entonces ella comenzó a besarlo a él, porque simplemente ya no podía aguantarse más.

Ese beso era aún mejor que el de la carretera. Su esgrima verbal les había puesto a ambos al límite y había una brusquedad en sus caricias que parecieron exactamente apropiadas para un encuentro que ambos sabían que era una insensatez.

Cuando sus bocas se juntaron y sus lenguas se tocaron, Francesca otra vez tuvo la sensación que el resto del mundo había ido a la deriva.

Ella metió las manos bajo su camisa. En cuestión de segundos, su suéter era sacado y los botones de su blusa de seda abierta. Su ropa interior era hermosa… dos copas de seda color marfil cubrían sus senos.

Él retiró con reverencia una de ellas para encontrar el pezón y chuparlo.

Cuando no pudo soportarlo más, ella tiró de su cabeza y comenzó un ataque implacable sobre su labio inferior, perfilando la curva con su lengua, con cuidado mordiéndole con sus dientes. Finalmente ella resbaló sus dedos a lo largo de su espina dorsal y los metió dentro de la cinturilla de sus vaqueros.

Él gimió y la dejó de pie, quitandóle la ropa apresuradamente, primero los pantalones y luego los zapatos y los calcetines.

– Quiero verte -dijo él con voz ronca, liberando la blusa de seda de sus hombros. La tela parecía una caricia cuando se deslizó hacia abajo sobre sus brazos.

Dallie recobró el aliento.

– ¿Toda tu ropa interior se parece a esta, como sacada de una fantasia de lujo?

– Cada bit de ella -se elevó de puntillas para darle un mordisco en su oreja. Sus dedos juguetearon con las dos pequeñas cuerdas sobre su cadera que sostenía el diminuto triángulo de seda en su lugar, dejando la curva de su muslo desnudo. La carne de gallina se deslizó sobre su piel.

– Llévame arriba -susurró.

Él pasó su brazo bajo sus rodillas, la levantó, y la sostuvo cerca de su pecho.

– Pesas menos que una bolsa llena de palos, cariño.

Su dormitorio era grande y cómodo, con una chimenea al fondo y una cama metida bajo un techo inclinado. Él la puso con cuidado encima de la colcha y luego alcanzó hacia los delicados lazos en sus caderas.

– No, no -le apartó la mano y señaló hacia el centro del cuarto-. Actúa tú primero, soldado.

Él la miró con desconfianza.

– ¿Qué actúe?

– Tu ropa. Entreten a la tropa.

– ¿Mi ropa? -frunció el ceño-. Pensaba que tal vez querrías hacerlo tú por mí.

Ella negó con la cabeza y se apoyó atrás en un codo, dedicándole una sonrisa maliciosa.

– Empieza.

– Esto, escucha, Francie…

Levantando una lánguida mano, señaló otra vez hacia el centro del cuarto.

– Házlo muy despacio, guapo -ronroneó-. Quiero disfrutar cada minuto.

– ¡Ah!, Francie… -miró con ansia hacia las copas idénticas de su sujetador y luego hacía el pequeño triángulo de seda. Ella abrió ligeramente sus piernas para inspirarlo.

– No creo que sea un espectáculo muy interesante ver desnudarme -se quejó mientras se colocaba en el centro de la habitación.

Ella pasó los dedos con delicadeza sobre el triángulo de la seda.

– Eso no me parece muy adecuado. Por lo que a mi respecta, los hombres como tú fueron puestos en este mundo para entretener a mujeres como yo.

Sus ojos siguieron sus dedos.

– ¿Ah, sí?

Ella jugó con la pequeña cuerda.

– Fuerza física, ningún cerebro, ¿qué más sabes hacer bien?

Levantando su mirada fija, él le lanzó una sonrisa burlona perezosa y despacio comenzó a desabotonar sus puños.

– Bien, ahora, creo que estás a punto de averiguarlo.

Francesca sintió una oleada de flujo de calor por su sangre. El acto simple de desatar un puño de camisa de repente la golpeó como la cosa más erótica que alguna vez hubiera visto. Dallie debió notar que su respiración se aceleraba, porque una sonrisa parpadeaba en la esquina de su boca y luego desapareció cuando comenzó a mirarla en serio.

Se tomó su tiempo para desabrochar el resto de los botones de la camisa y luego dejarla colgar abierta por un momento antes de quitársela y echarla lejos. Separó los labios suavemente. Ella admiró sus músculos cuando se agachó para quitarse las botas y los calcetines.

Vestido sólo con unos vaqueros y un ancho cinturón de cuero, se enderezó y metió un pulgar en la presilla del pantalón.

– Quítate el sujetador -dijo-. No me quito nada más hasta que no vea algo bueno.

Ella fingió pensarlo y entonces lentamente llevó las manos a la espalda para desenganchar el pequeño cierre. Los tirantes bajaron por sus hombros, pero mantuvo las copas sobre los senos.

– Quítate el cinturón primero -dijo con voz profunda y gutural-. Y luego desabrochalos.

Él sacó el cinturón de las presillas. Lo dejó colgar un momento, con la hebilla agarrada con el puño. Entonces la sorprendió tirándolo a la cama, dónde cayó al lado de sus tobillos.

– En caso de tener que usarlo -dijo con voz atractivamente traviesa.

Ella tragó con fuerza. Él empezó a bajar lentamente la cremallera de los vaqueros, revelando su abdomen plano.

Y luego dejó quieta la mano, esperando. Ella se quitó poco a poco el sostén, con delicadeza arqueando la espalda para que él tuviera una buena visión. Ahora fue él quien tragó con fuerza.

– Los vaqueros, soldado -susurró ella.

Él terminó de bajar la cremallera, metió sus pulgares dentro de la cinturilla, bajó los vaqueros con sus calzoncillos juntos, y se los quitó. Él finalmente estaba de pie desnudo ante ella.

Sin ninguna timidez, ella lo miró con fruicción. Él estaba duro y orgulloso, suave, brillante y hermoso. Ella se recostó de espaldas y puso la cabeza encima de la almohada, el pelo como una corona alrededor de ella, mirándolo mientras caminaba hacía la cama.

Alcanzando abajo con su índice, él acarició una línea larga desde su garganta a la cima del triángulo de sus bragas.

– Abre los lazos -le pidió.

– Hazlo tú.

Él se sentó sobre el borde de la cama y alcanzó una de las cintas de satén. Ella agarró su mano.

– Con la boca.

Él rió entre dientes, pero se inclinó a hacer lo que le pedía.

Cuando le quitó la sedosa prenda de entre las piernas, la besó y comenzó a acariciarla por dentro de los muslos. Ella comenzó a su vez una misión exploratoria, tocándolo con sus manos avaras. Después de unos minutos, él gimió y se separó para alcanzar el cajón de la mesita de noche. Cuando él le dio la espalda, ella se rió y se puso de rodillas para hocicar su cuello.

– Nunca envíes a un hombre para hacer el trabajo de una mujer -susurró. Moviéndose alrededor de él, asumió su tarea, perdiendo el tiempo y bromeando hasta que su piel estuvo húmeda de sudor.

– Maldita sea, Francie, -dijo con voz ronca-. Si sigues así y no vas a conseguir nada de este encuentro, salvo recuerdos aburridos.

Ella rió y cayó sobre las almohadas, separando sus piernas para él.

– Dudo eso, de todas maneras.

Él se aprovechó lo que ella le ofrecía, atormentándola con caricias expertas hasta que le suplicó que parara, y luego besos que la dejaban sin aliento.

Cuando finalmente entró en ella, ella clavó sus uñas en sus caderas y gritó. Él se encabritó, penetrándola más profundamente. Comenzaron a hablar en pequeñas palabras jadeantes.

– Por favor.

– Es tan bueno…

– Sí… más fuerte…

– Dulce…

Los dos estaban acostumbrados a que los consideraran grandes amantes, dar, pero siempre manteniendo el control.

Sin embargo ahora, estaban calientes y húmedos, absorbidos por la pasión, ajenos a todo salvo de ofrecer sus hermosos cuerpos al otro. Llegaron al clímax, con un segundo de diferencia, con un ruidoso abandono, llenando el aire con gemidos, gritos y obscenidades jadeantes.

Después, ningúno pudo decir quien era el más avergonzado.

Capítulo 29

Tomaron una comida tensa, gastándose bromas que no resultaban demasiado graciosas. Volvieron a la cama e hicieron el amor de nuevo. Con las bocas pegadas y sus cuerpos unidos, no podían hablar, conversar era algo que no estaba en sus cabezas. Durmieron agitadamente, despertando a las pocas horas, sólo para descubrir que todavía no habían tenido bastante el uno del otro.