Su voz sonó triste.
– Por lo que a mí respecta, las dos podéis iros al infierno.
Y diciendo esto salió del cuarto.
Mientras Francesca oía el sonido distante del coche alejándose, sentía una puñalada de pena por la pérdida de una casa dónde nunca se habían dicho palabras enfadadas.
Capítulo 30
Seis semanas más tarde, Teddy salía del ascensor y caminaba por el pasillo hasta el apartamento, arrastrando su mochila todo el camino. Odiaba la escuela. Toda su vida le había gustado, pero ahora la odiaba.
Hoy la señorita Pearson había dicho en clase que tendrían que hacer un trabajo de ciencias sociales para finales de curso, y Teddy sabía que él probablemente lo suspendería. La señorita Pearson le tenía manía. Le había amenazado con echarle de la clase si su actitud no mejoraba.
Justamente eso… pero es que después de volver de Wynette, nada parecía divertirle. Se sentía confuso todo el tiempo, como si hubiera un monstruo oculto en su armario listo para saltar sobre él. Y ahora también podían expulsarle de su clase.
Teddy sabía que de alguna manera tenía que idear realmente un gran trabajo de ciencias sociales, sobre todo después del desastre del trabajo de los bichos para ciencias naturales que había presentado.
Tenía que ser mucho mejor que el del tonto de Milton Grossman que iba a escribir al alcalde Ed Koch para preguntarle si podría pasar parte de una tarde con él. A la señorita Pearson le había encantado la idea. Dijo que la iniciativa de Milton debería ser una inspiración para toda la clase. Teddy no veía como alguien que había escogido su nariz y olía como bolas de naftalina podía ser una inspiración.
Cuando entró por la puerta, Consuelo salía de la cocina.
– Ha venido un paquete para tí hoy. Está en tu habitación.
– ¿Un paquete? -Teddy se fue quitando la chaqueta mientras iba por el pasillo.
La Navidad ya había pasado, su cumpleaños no era hasta julio, y para el Día de San Valentín quedaban todavía dos semanas. ¿Quién le había mandado un paquete?
Cuando entró en su dormitorio, descubrió una enorme caja de cartón con el remite de Wynette, Texas, en el centro de la habitación. Dejó caer su chaqueta, empujó sus gafas sobre el puente de su nariz, y se mordió la uña del pulgar.
Una parte de él quería que la caja fuera de Dallie, pero la otra parte de él hasta odiaba pensar en Dallie. Siempre que lo hacía, parecía que el monstruo del armario estaba de pie directamente detrás de él.
Cortando la cinta de embalar con sus tijeras de punta redonda, abrió las tapas de la caja y miró alrededor buscando una nota. Todo lo que vio fue un montón de cajas más pequeñas, y una por una, comenzó a abrirlas.
Cuando terminó, se sentía aturdido, mirando la generosidad que le rodeaba, una serie de regalos tan increibles para un chico de nueve años que era como si alguien hubiera leído su mente.
Sobre un lado descansaba un pequeño montón de cosas maravillosas, como un estupendo cojín, chicle de pimienta picante, y un falso cubito de hielo de plástico con una mosca muerta en el centro.
Algunos regalos apelaban a su intelecto… una calculadora programable y la serie completa de las Crónicas de Narnia. Otra caja tenía objetos que representaban un mundo entero de masculinidad: una navaja verdadera del ejército suizo, una linterna con el mango de goma negra, un juego completo de destornilladores de adulto Decker. Pero su regalo favorito estaba en el fondo de la caja.
Desempaquetando el papel de seda, soltó un grito de placer cuando la vio mejor, desdoblándo la sudadera más imponente que alguna vez había visto.
Azul marino, tenía una tira de historietas de un motorista barbudo, con los globos oculares reventados y la boca chorreando babas.
Bajo el motorista estaba el nombre de Teddy en letras naranjas fosforescentes y con la leyenda: "Nacido para sobrepasar el Infierno".
Teddy abrazó la sudadera contra su pecho. Por una fracción de segundo se permitió pensar que Dallie le había enviado todo esto, pero entonces comprendió que esas no eran la clase de cosas que envías a un niño del que piensas que es un bragazas, y como sabía que eso era lo que Dallie creía de él, suponía que los regalos eran de Skeet. Apretó más fuerte la sudadera, y se consoló pensando la suerte que tenía de tener un amigo como Skeet Cooper, alguien que podía ver más allá de su aspecto, al niño que había dentro.
¡Theodore Day…Nacido para sobrepasar el Infierno!
Le gustaba el sonido de esas palabras, el sentimiento que le provocaban, y sobretodo, la idea de que un niño como él, que era un completo desastre en deportes y podían echarlo de su clase talentosa, hubiera nacido para… ¡sobrepasar el Infierno!
Mientras Teddy admiraba su sudadera, Francesca terminaba de grabar su programa. Cuando la luz roja del estudio se apagó, Nathan Hurd llegó para felicitarla. Su productor era parcialmente calvo y rechoncho, físicamente poco impresionante, pero mentalmente una dínamo.
De alguna manera le recordaba a Clara Padgett, quien actualmente llevaba el departamento de noticias en una cadena de televisión de Houston especializada en suicidios. Cosa que enfurecía a los perfeccionistas, cuando sabían exactamente que había trabajado para ella.
– Me encanta cuando el programa termina así -dijo Nathan, con la papada temblando de placer-. Si continuamos por este camino… nuestras audiencias seguirán subiendo como la espuma.
El programa que acababa de terminar trataba sobre el evangelismo electrónico en el cual el invitado de honor, el reverendo Johnny T. Platt, se había marchado enfadado después de que ella hubiera revelado más de lo que él deseaba sobre sus matrimonios frascasados y su actitud de Neanderthal hacia las mujeres.
– Da gracias que sólo quedaban unos pocos minutos por llenar, si no hubiera tenido que grabarlo de nuevo -dijo ella mientras se quitaba el micrófono del pañuelo de seda alrededor del cuello de su vestido.
Nathan se puso a su lado y salieron juntos del estudio. Ahora que la grabación había terminado y Francesca no tenía que concentrar su atención en lo que hacía el sentimiento familiar de desdicha volvía sobre ella. Habían pasado ya seis semanas desde que habían vuelto de Wynette.
No había vuelto a ver a Dallie desde que salió de su casa. Tanto preocuparse por como iba a afectar a Teddy tenerlo en su vida que ahora se sentía tan confusa como una de sus chicas recogidas.
¿Por qué tenía esa sensación de correcta injusticia? Y entonces fue consciente que Nathan estaba hablándole.
– … Y hoy ha salido el comunicado de prensa sobre la ceremonia de la Estatua de la Libertad. Realizaremos un programa sobre la inmigración en mayo… los ricos y los pobres, ese tipo de cosas. ¿Qué te parece?
Ella asintió con la cabeza. Había pasado su examen de ciudadanía en enero, y poco tiempo después, había recibido una carta de la Casa Blanca invitándola a participar en una ceremonia especial junto a la Estatua de la Libertad en mayo próximo. Un número de famosos, todos que recientemente habían solicitado la ciudadanía americana, jurarían la bandera juntos.
Además de Francesca, el grupo incluía a varios atletas hispanos, un diseñador de moda coreano, un bailarín de ballet clásico ruso, y dos científicos extensamente respetados. Inspirado por el éxito obtenido en 1986 junto a la Estatua de Libertad, la Casa Blanca planeada que el Presidente hiciera un discurso de bienvenida, generando un pequeño fervor patriótico así como reforzar su posición con los votantes étnicos.
Nathan dejó de andar cuando llegaron a su oficina.
– Tengo enormes proyectos para la próxima temporada, Francesca. Hablar más de política. Tienes una manera de plantear las cosas que…
– Nathan -vaciló un momento y luego, sabiendo que ya lo había aplazado demasiado tiempo, se decidió-.Tenemos que hablar.
El le dirigió una mirada cautelosa mientras entraban. Saludó a su secretaria y entraron en su oficina privada. El cerró la puerta y apoyó una cadera gordinflona en el rincón de su escritorio, forzando las costuras ya demasiado exigidas de sus pantalones chinos.
Francesca respiró hondo y le habló de la decisión a la que había llegado después de meses de deliberación.
– Sé que no estarás contento con esto, Nathan, pero cuando tenga que renovar mi contrato con Network en primavera, he dado órdenes a mi agente para renegociarlo.
– Desde luego, renegociaremos -dijo Nathan cautelosamente. -Estoy seguro que Network pondrá unos dólares suplementarios encima de la mesa. Pero no demasiados, ya sabes.
El dinero no era el problema y ella negó con la cabeza.
– No voy a seguir haciendo un programa semanal, Nathan. Quiero reducirlo a doce programas al año, uno al mes más o menos.
Sintió un alivio sobre ella después de decir esas palabras en voz alta.
Nathan se enderezó de la esquina del escritorio.
– No te creo. A Network no pienso que le interese algo así. Cometerás un suicidio profesional.
– Me arriesgaré. No voy a seguir así, Nathan. Estoy harta de estar siempre agotada. Estoy harta de dejar a otros al cuidado de mi hijo.
Nathan, quien veía a sus propias hijas sólo los fines de semana y había dejado toda la responsabilidad de criarlas en manos de su esposa, no parecía comprender de lo que hablaba.
– Las mujeres te miran como un modelo a imitar -dijo él, al parecer decidido a atacar su conciencia política-. Muchas no van a comprenderte.
– Tal vez… No estoy segura -apartó un montón de revistas y se sentó en el canapé-. Creo que las mujeres quieren ser en la vida algo más que copias de los hombres. Durante nueve años he recorrido el camino masculino. He dejado la crianza de mi hijo a otras personas, me he dedicado en cuerpo y alma al programa de tal manera que a veces por la noche tengo que escribir en un papel en que ciudad estoy para recordarlo por la mañana cuando me despierto, y me duermo con un nudo en el estómago de pensar todo lo que tengo que hacer al dia siguiente. Estoy harta de ello, Nathan. Me gusta mi trabajo, pero estoy hastiada de dedicarle las veinticuatro horas al día, siete días por semana. Amo a mi hijo, y sólo he conseguido pasar nueve años alejada de él. Quiero dedicarle más tiempo. Esta es la única vida que le he dado, y para serte sincera, no he sido todo lo que feliz que me hubiera gustado.
Él frunció el ceño.
– No creo que Network lo acepte, vas a perder mucho dinero.
– Por supuesto -se mofó Francesca-. Tendré que reducir mi presupuesto de ropa anual de veinte mil dólares a diez mil. Puedo imaginarme a un millón de madres trabajadoras preocupadas por como estirar su sueldo para comprarle zapatos nuevos a sus hijos.
¿Cuánto dinero se necesitaba? Se preguntó. ¿Cuánto poder? ¿Ella era la única mujer en el mundo que estaba harta de vivir con todos aquellos criterios masculinos de éxito?
– ¿Qué es lo que realmente quieres, Francesca? -preguntó Nathan, cambiando su táctica de la confrontación a la pacificación-. Quizá podemos llegar a algún tipo de acuerdo.
– Quiero tiempo -contestó Francesca fatigosamente-. Quiero ser capaz de leer un libro sólo por el placer de leerlo, no porque el autor va a estar en mi programa al día siguiente. Quiero ser capaz de pasar una semana entera sin alguien poniéndome rulos calientes en el pelo. Quiero ir de acompañante a uno de los viajes del colegio de Teddy, por Dios.
Y entonces se hizo eco de una idea que había estado creciendo gradualmente dentro de ella.
– Quiero reunir energias para hacer algo importante por todas esas chicas de catorce años que venden sus cuerpos porque no tienen ningún otro lugar en este pais dónde ir.
– Haremos más programas sobre ellas -dijo él rápidamente-. Planificaremos para que tengas más tiempo de vacaciones. Sé que has estado trabajando muy duro, pero…
– No, Nathan -dijo, levantándose del canapé-. Voy a reducir la velocidad del tiovivo durante un tiempo.
– Pero, Francesca…
Le dio un beso rápido en la mejilla y abandonó su oficina antes de que él pudiera decir algo más. Sabía que su popularidad no era ninguna garantía y que Network la despediría si consideraban que sus condiciones eran irrazonables, pero tenía que arriesgarse con esa posibilidad.
Los acontecimientos de las seis últimas semanas le habían mostrado cuales eran sus verdaderas prioridades, y también la habían enseñado algo importante… ella ya no tenía nada más que demostrar.
Una vez que llegó a su propia oficina, Francesca encontró un montón de mensajes telefónicos esperándola. Cogió el primero, pero volvió a dejarlo sin leerlo. Su mirada fija fue a la deriva a la carpeta sobre su escritorio, que tenía un informe detallado de un profesional sobre la carrera de golf de Dallas Beaudine.
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